La sangre de Lucho que conmovió a Colombia
Hace 32 años, Herrera se cayó, sangró, se levantó y ganó la etapa 14 de la ronda gala. Triunfo imborrable.
Juan Diego Ramírez - Señal Deportes
Tal vez fue la grandilocuencia de los narradores: de Óscar Restrepo y David Cañón en televisión y de Rubén Darío Arcila en radio. Tal vez los colombianos nos emocionamos con facilidad. O tal vez desde los ochenta ya tratábamos de identificarnos con nuestros deportistas: con la irreverencia de Pambelé, el corazón del Happy, las ocurrencias de Cochise, la fantasía de Willington. Tal vez todo lo anterior explica por qué Lucho Herrera conmovió tanto a los colombianos en el Tour de Francia de hace 32 años. (Lea el perfil en homenaje a Lucho Herrera: El rey de la montaña (*))
El sábado 13 de julio de 1985 muchos fueron Lucho Herrera. Muchísimos de los 27’867.326 habitantes de entonces en Colombia sintieron que caían con él a 10 kilómetros de la meta en Saint-Etienne y sintieron cómo la sangre bajaba de la ceja izquierda hasta los ojos y manchaba su uniforme blanco con pepas rojas. Para nosotros, a pesar de ser un triunfo de etapa, fue una de las hazañas deportivas más conmovedoras de la historia.
Sólo para nosotros fue tan heroica, pues El País de España publicaba al día siguiente en su edición dominical un reporte sin sensibilidad: “Herrera se defendió bien en el descenso, aun cuando su ventaja disminuyó hasta el minuto de diferencia. La situación se complicó con una caída, pero llegó a la meta con algo de ventaja”. ¿La escritura minimizó la exactitud de la realidad o describió su verdadera naturaleza? ¿Habremos sobreestimado su triunfo? ¿Habrá sido para tanta algarabía en Colombia?
Para los periodistas españoles, que estaban pendientes del catarro de Pedro Perico Delgado y de la caída que sufrió Bernard Hinault a 100 metros de la meta, Lucho fue noticia sólo cuando se subió al podio. Para nosotros fue un héroe mucho antes: fue magia, perseverancia, humildad en el triunfo, ambición a pesar de la humildad. Fue Colombia resumida en dos verbos de la cotidianidad: caer y levantarse. “¡Fue una alegría inmensa!”, dice Carlos Osorio, el médico del equipo Café de Colombia, que vio cómo Herrera se desplomó.
Para esa jornada de 179 kilómetros, Lucho tenía la doble estrategia de coronar un puerto de primera categoría y llegar con más de dos minutos de adelanto. Con esa ventaja podría aguantar los 30 km finales, superar un último puerto de cuarta categoría y comenzar el descenso a 18 km de la meta. Si todo ocurría, llegaría a 319 puntos en la clasificación de la montaña que ya lideraba.
Eso le había escuchado el médico Carlos Osorio la noche anterior, cuando lo auxiliaba para mitigarle una tendinitis en el tobillo derecho, a causa del cansancio que significaba llevar 2.428,6 kilómetros de competencia. “Yo me guardo para el último ascenso, si llego a la bajada con más de un minuto de ventaja, la etapa es mía”, dijo Lucho con su voz apacible, mientras estudiaba un croquis del tamaño de un cheque. Pero al día siguiente entendería una vez más que en el ciclismo no todo coincide con los planes.
Mientras Lucho pedaleaba, el médico Osorio iba en el Peugeot rojo que conducía el director técnico Raúl Meza. En esa jornada, como en las anteriores, repartieron a los ciclistas colombianos los mismos alimentos: sánduches de jamón, queso y mermelada, bocadillos veleños y Coca-Cola. Algunos europeos del pelotón se burlaban y otros pedían clandestinamente un sorbo de gaseosa sin que sus técnicos los vieran. Repartieron gustosos hasta que tuvieron que acelerar: Lucho había empezado a escalar y se disponía a cazar a los cuatro fugados. Miró a Meza, le levantó la ceja y escuchó la orden: “¡Arranque!”.
“En 20 años que llevo en el ciclismo nunca había visto un corredor con la facilidad de Herrera para subir”, reprodujeron en una cadena local las palabras del campeón Jopp Zoetemelk. Cuando en Colombia eran casi las 8:42 a.m., Lucho coronaba el puerto como había planeado, pero promediando el descenso por el camino estrecho se encontró en una curva cerrada con brea derretida que no pudo eludir. La fe y los colombianos se separaron como Lucho y su bicicleta. La sangre era escandalosa incluso en la imagen poco nítida de los televisores.
Los integrantes colombianos del Peugeot intentaron bajarse, pero tuvieron que regresar. “Se demoró más en caerse que en volver a subirse”, recuerda Osorio. El mismo Herrera se enderezó, buscó su bicicleta y siguió pedaleando, mientras confundía la sangre con sudor y el dolor con coraje. En Colombia la angustia aumentó: Lucho perdió 15 segundos, Perico Delgado le recortó diferencia desde el primer lote, al igual que Bernard Hinault desde el pelotón. Que lo van a alcanzar, que pobrecito, que ay, Dios mío.
Muchos fueron Lucho Herrera. Muchos se reconocieron en él, en el tipo que cultivaba su jardín en Fusagasugá, que tomaba tinto al frente de la iglesia Nuestra Señora de Belén o diagonal a la Notaría 1ª, que se emocionaba en silencio con los goles de Funes en Millonarios, que enternecía con su timidez y cara de monaguillo, que no se creía más de lo que era y que tampoco se victimizaba por la precariedad. Ni el mismo Fabio Parra, en la misma situación, habría conmovido tanto.
Por eso su imagen se inmortalizó: la sangre incontenible, los brazos raspados, la bicicleta plateada con manubrio amarillo y el dorsal número 81. Ese pequeño de 54 kilogramos y cuerpo de niño cruzaba la meta después de 4 horas, 56 minutos y 32 segundos de drama. Lo recibió una multitud y tuvo que interrumpir la costumbre de quedarse en los puntos de meta tomándose un expreso de Café de Colombia y leyendo la edición de L’Équipe. Ese día no pudo hacerlo.
Debió asistir a las pruebas antidoping y luego a una clínica de Saint-Etienne para someterlo a una sutura. “Siete puntos…”, recuerda Osorio, que ese mismo día advirtió que en 48 horas empezarían los otros dolores musculares tras la caída: en la espalda, en las regiones glúteas y en los hombros. Mientras el médico lo acompañaba a las rutinas tras ser campeón de la etapa 14 del Tour de Francia, Lucho Herrera habló poco y se quejó nada. Mantuvo su cara de jugador de póquer y sólo le soltó un par de preguntas concisas a Osorio.
—¿Cómo estarán en Colombia?
—Una berraquera.
—¿Qué estará diciendo la gente?
—Dicen que eres el gran rey de las montañas.
Tal vez fue la grandilocuencia de los narradores: de Óscar Restrepo y David Cañón en televisión y de Rubén Darío Arcila en radio. Tal vez los colombianos nos emocionamos con facilidad. O tal vez desde los ochenta ya tratábamos de identificarnos con nuestros deportistas: con la irreverencia de Pambelé, el corazón del Happy, las ocurrencias de Cochise, la fantasía de Willington. Tal vez todo lo anterior explica por qué Lucho Herrera conmovió tanto a los colombianos en el Tour de Francia de hace 32 años. (Lea el perfil en homenaje a Lucho Herrera: El rey de la montaña (*))
El sábado 13 de julio de 1985 muchos fueron Lucho Herrera. Muchísimos de los 27’867.326 habitantes de entonces en Colombia sintieron que caían con él a 10 kilómetros de la meta en Saint-Etienne y sintieron cómo la sangre bajaba de la ceja izquierda hasta los ojos y manchaba su uniforme blanco con pepas rojas. Para nosotros, a pesar de ser un triunfo de etapa, fue una de las hazañas deportivas más conmovedoras de la historia.
Sólo para nosotros fue tan heroica, pues El País de España publicaba al día siguiente en su edición dominical un reporte sin sensibilidad: “Herrera se defendió bien en el descenso, aun cuando su ventaja disminuyó hasta el minuto de diferencia. La situación se complicó con una caída, pero llegó a la meta con algo de ventaja”. ¿La escritura minimizó la exactitud de la realidad o describió su verdadera naturaleza? ¿Habremos sobreestimado su triunfo? ¿Habrá sido para tanta algarabía en Colombia?
Para los periodistas españoles, que estaban pendientes del catarro de Pedro Perico Delgado y de la caída que sufrió Bernard Hinault a 100 metros de la meta, Lucho fue noticia sólo cuando se subió al podio. Para nosotros fue un héroe mucho antes: fue magia, perseverancia, humildad en el triunfo, ambición a pesar de la humildad. Fue Colombia resumida en dos verbos de la cotidianidad: caer y levantarse. “¡Fue una alegría inmensa!”, dice Carlos Osorio, el médico del equipo Café de Colombia, que vio cómo Herrera se desplomó.
Para esa jornada de 179 kilómetros, Lucho tenía la doble estrategia de coronar un puerto de primera categoría y llegar con más de dos minutos de adelanto. Con esa ventaja podría aguantar los 30 km finales, superar un último puerto de cuarta categoría y comenzar el descenso a 18 km de la meta. Si todo ocurría, llegaría a 319 puntos en la clasificación de la montaña que ya lideraba.
Eso le había escuchado el médico Carlos Osorio la noche anterior, cuando lo auxiliaba para mitigarle una tendinitis en el tobillo derecho, a causa del cansancio que significaba llevar 2.428,6 kilómetros de competencia. “Yo me guardo para el último ascenso, si llego a la bajada con más de un minuto de ventaja, la etapa es mía”, dijo Lucho con su voz apacible, mientras estudiaba un croquis del tamaño de un cheque. Pero al día siguiente entendería una vez más que en el ciclismo no todo coincide con los planes.
Mientras Lucho pedaleaba, el médico Osorio iba en el Peugeot rojo que conducía el director técnico Raúl Meza. En esa jornada, como en las anteriores, repartieron a los ciclistas colombianos los mismos alimentos: sánduches de jamón, queso y mermelada, bocadillos veleños y Coca-Cola. Algunos europeos del pelotón se burlaban y otros pedían clandestinamente un sorbo de gaseosa sin que sus técnicos los vieran. Repartieron gustosos hasta que tuvieron que acelerar: Lucho había empezado a escalar y se disponía a cazar a los cuatro fugados. Miró a Meza, le levantó la ceja y escuchó la orden: “¡Arranque!”.
“En 20 años que llevo en el ciclismo nunca había visto un corredor con la facilidad de Herrera para subir”, reprodujeron en una cadena local las palabras del campeón Jopp Zoetemelk. Cuando en Colombia eran casi las 8:42 a.m., Lucho coronaba el puerto como había planeado, pero promediando el descenso por el camino estrecho se encontró en una curva cerrada con brea derretida que no pudo eludir. La fe y los colombianos se separaron como Lucho y su bicicleta. La sangre era escandalosa incluso en la imagen poco nítida de los televisores.
Los integrantes colombianos del Peugeot intentaron bajarse, pero tuvieron que regresar. “Se demoró más en caerse que en volver a subirse”, recuerda Osorio. El mismo Herrera se enderezó, buscó su bicicleta y siguió pedaleando, mientras confundía la sangre con sudor y el dolor con coraje. En Colombia la angustia aumentó: Lucho perdió 15 segundos, Perico Delgado le recortó diferencia desde el primer lote, al igual que Bernard Hinault desde el pelotón. Que lo van a alcanzar, que pobrecito, que ay, Dios mío.
Muchos fueron Lucho Herrera. Muchos se reconocieron en él, en el tipo que cultivaba su jardín en Fusagasugá, que tomaba tinto al frente de la iglesia Nuestra Señora de Belén o diagonal a la Notaría 1ª, que se emocionaba en silencio con los goles de Funes en Millonarios, que enternecía con su timidez y cara de monaguillo, que no se creía más de lo que era y que tampoco se victimizaba por la precariedad. Ni el mismo Fabio Parra, en la misma situación, habría conmovido tanto.
Por eso su imagen se inmortalizó: la sangre incontenible, los brazos raspados, la bicicleta plateada con manubrio amarillo y el dorsal número 81. Ese pequeño de 54 kilogramos y cuerpo de niño cruzaba la meta después de 4 horas, 56 minutos y 32 segundos de drama. Lo recibió una multitud y tuvo que interrumpir la costumbre de quedarse en los puntos de meta tomándose un expreso de Café de Colombia y leyendo la edición de L’Équipe. Ese día no pudo hacerlo.
Debió asistir a las pruebas antidoping y luego a una clínica de Saint-Etienne para someterlo a una sutura. “Siete puntos…”, recuerda Osorio, que ese mismo día advirtió que en 48 horas empezarían los otros dolores musculares tras la caída: en la espalda, en las regiones glúteas y en los hombros. Mientras el médico lo acompañaba a las rutinas tras ser campeón de la etapa 14 del Tour de Francia, Lucho Herrera habló poco y se quejó nada. Mantuvo su cara de jugador de póquer y sólo le soltó un par de preguntas concisas a Osorio.
—¿Cómo estarán en Colombia?
—Una berraquera.
—¿Qué estará diciendo la gente?
—Dicen que eres el gran rey de las montañas.