Leonardo Páez y la dignidad de caer y levantarse
La vida de este boyacense ha dado tantos saltos que, a sus 38 años, puede decir que sabe cómo trabajar la tierra, vender sus productos, hacer parte de un pelotón en la ruta y, por supuesto, ganar cuanta carrera de MTB se le pone en el camino. Un deportista polifacético que siempre sacó su mejor versión a pesar de la adversidad.
La vida de Leonardo Páez es como, valga la redundancia, haber vivido varias existencias, todas diferentes y cada una anclada a la anterior. Está la del adolescente que se iba todos los miércoles a Tunja para vender lo cosechado en la vereda Espinal de Ciénega, un municipio de la provincia de Márquez en Boyacá, alojado en el flanco interno de la cordillera Oriental, donde la papa, el fríjol, la arveja y la lechuga brotan con facilidad de la tierra.
“Era recoger, cargar en un camión alquilado, llegar en la noche, dormir un par de horas y madrugar el jueves para tener todo listo en el puesto de la plaza”. En una de esas jornadas vivió su primera borrachera, cuando le dio por comprar una botella de aguardiente con su primo Héctor Páez para apaciguar el frío mientras esperaban unas horas antes de ir a cobrar lo que se había fiado más temprano.
“Me cogió muy rápido y empecé a zigzaguear en el mercado para esquivar a la gente. Eso sí, Héctor vomitó primero que yo”. También, una de las tantas vergüenzas cuando su mamá lo sorprendió en el billar del pueblo. La rutina era la misma: ir a misa y después a jugar, pero en esa ocasión pasaron las horas, no estuvo pendiente del reloj, por la concentración para no perder, y cuando se dio cuenta María Odalinda estaba en la puerta con una mirada inquisidora. “Sentí una pena enorme, pero lo bueno fue que me tuve que ir de inmediato sin pagar el chico, porque iba perdiendo”.
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Está la del niño que aprendió a montar bicicleta viendo a sus hermanos hacerlo. Bayardo (nombre de caballero francés), el mayor, se sentaba en el sillín y pedaleaba, Javier iba parado en los tornillos laterales de la rueda trasera y él se acomodaba de lado en el manubrio.
“Después, cuando crecí, me dejaron ir solo”, recuerda Páez con una voz que denota un ritmo acompasado. En esos años entendió que el trabajo en el campo, como lo hacía su padre, dignifica la existencia y que cuando araba la tierra, el tiempo corría de otra manera. “Cuando terminaba en la casa me iba a jornalear a otras fincas. Me pagaban $3.000 por el día, creo. De ahí saqué para la primera bicicleta que compré por $80.000”.
Luego vino su paso por Bogotá, la afiliación a la liga de ciclismo de la capital, el dormir en un cuarto con uno de sus hermanos que ya estaba radicado en la ciudad, y los triunfos en las Copas Cundinamarca y en cuanto evento de ciclomontañismo se hacía. Esto derivó en su primer viaje a Europa, con la confianza en la palabra de un entrenador que le veía cualidades para correr en Italia y en lo pasmado que quedó cuando vio la osamenta de los árboles luego del inclemente invierno.
“Pensé en un incendio, que a su paso el fuego había acabado con todas las hojas”. Páez se radicó muy cerca del lago de Garda, en la región del Trentino, a 500 metros sobre el nivel del mar. Por ambición, o quizá por temor, no habló de lo mucho que le costaba competir en terrenos desconocidos, de la amplia ventaja que les sacaba a los demás subiendo ni de cómo la perdía bajando; tampoco, del miedo a caerse.
Estos saltos temporales nos llevan a la faceta de Páez como ciclista de ruta, a su victoria en la Clásica de El Rosal en la categoría sub-23 y en la de Pasca, Cundinamarca, antes de participar en la Vuelta a la Juventud de 2002, carrera en la que fue séptimo, no muy lejos de Alejandro Ramírez y Mauricio Soler, campeón y subcampeón, respectivamente. Además, disputó un Clásico RCN con el equipo de Indeportes Boyacá, el de 2008, que salió en San Andrés y terminó en Cali.
“Me llamaron y me dijeron que había un cupo. Seguramente era buena publicidad para ellos, porque ya estaba obteniendo victorias importantes en Europa, así fuera en otra modalidad”. Después vino el Panamericano de MTB en Guatemala en 2010, la caída antes de la prueba y la fractura de la mano izquierda: cúbito, radio y el escafoides.
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“Era complicado hacer ciclomontañismo y busqué otro espacio en la ruta”. Páez, de 29 años, hizo parte del Colombia es Pasión, escuadra en la que se formaron Nairo Quintana, Esteban Chaves, Járlinson Pantano y Darwin Atapuma, entre otros. Y con ellos, bajo la dirección de Luis Fernando Saldarriaga, disputó una Vuelta a Castilla y León (30), el Giro del Trentino (30), la Vuelta a Turquía (que no terminó), la Vuelta a Burgos (15) y el Tour de l’Ain (21). “Quería seguir un año más, pero no les interesó contar conmigo.
Sí, no era de los primeros, pero tampoco de los últimos. Había condiciones de corredor laborioso”. Puede que el vínculo con la ruta se haya roto en ese instante, pero volvería a darle otra oportunidad en la Vuelta a Colombia de 2014 con el EBSA-Indeportes Boyacá; sin embargo, apenas pudo completar cinco jornadas y se retiró en la sexta (entre Ibagué y Pereira, con el ascenso a La Línea en el medio).
Todas esas dimensiones, que en el principio de esta nota llamé varias existencias, hacen de este ciclomontañista un corredor completo y experimentado que sabe que cuando Dios da un don también lo entrega con un látigo. Y que hay ocasiones en las que, sin darse cuenta, existe una autoflagelación.
“No me arrepiento de nada. He sido muy duro conmigo mismo o, mejor, exigente; pero me ha dado frutos. Ahora tengo la tranquilidad de un año más de contrato y de sentirme mejor que nunca, aunque de cuando en cuando me duela la mano”.
Páez, que más parece un nómada en territorio italiano (ha vivido en Vigano, Milán, Campo di Mare, Lombardía y Trento, por nombrar algunos lugares), sigue teniendo esa capacidad de adaptación y la vocación, pues sabe que siempre será mejor el cambio que la quietud y que los pies, o en este caso las zapatillas, dejan huella hasta el final.
La vida de Leonardo Páez es como, valga la redundancia, haber vivido varias existencias, todas diferentes y cada una anclada a la anterior. Está la del adolescente que se iba todos los miércoles a Tunja para vender lo cosechado en la vereda Espinal de Ciénega, un municipio de la provincia de Márquez en Boyacá, alojado en el flanco interno de la cordillera Oriental, donde la papa, el fríjol, la arveja y la lechuga brotan con facilidad de la tierra.
“Era recoger, cargar en un camión alquilado, llegar en la noche, dormir un par de horas y madrugar el jueves para tener todo listo en el puesto de la plaza”. En una de esas jornadas vivió su primera borrachera, cuando le dio por comprar una botella de aguardiente con su primo Héctor Páez para apaciguar el frío mientras esperaban unas horas antes de ir a cobrar lo que se había fiado más temprano.
“Me cogió muy rápido y empecé a zigzaguear en el mercado para esquivar a la gente. Eso sí, Héctor vomitó primero que yo”. También, una de las tantas vergüenzas cuando su mamá lo sorprendió en el billar del pueblo. La rutina era la misma: ir a misa y después a jugar, pero en esa ocasión pasaron las horas, no estuvo pendiente del reloj, por la concentración para no perder, y cuando se dio cuenta María Odalinda estaba en la puerta con una mirada inquisidora. “Sentí una pena enorme, pero lo bueno fue que me tuve que ir de inmediato sin pagar el chico, porque iba perdiendo”.
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Está la del niño que aprendió a montar bicicleta viendo a sus hermanos hacerlo. Bayardo (nombre de caballero francés), el mayor, se sentaba en el sillín y pedaleaba, Javier iba parado en los tornillos laterales de la rueda trasera y él se acomodaba de lado en el manubrio.
“Después, cuando crecí, me dejaron ir solo”, recuerda Páez con una voz que denota un ritmo acompasado. En esos años entendió que el trabajo en el campo, como lo hacía su padre, dignifica la existencia y que cuando araba la tierra, el tiempo corría de otra manera. “Cuando terminaba en la casa me iba a jornalear a otras fincas. Me pagaban $3.000 por el día, creo. De ahí saqué para la primera bicicleta que compré por $80.000”.
Luego vino su paso por Bogotá, la afiliación a la liga de ciclismo de la capital, el dormir en un cuarto con uno de sus hermanos que ya estaba radicado en la ciudad, y los triunfos en las Copas Cundinamarca y en cuanto evento de ciclomontañismo se hacía. Esto derivó en su primer viaje a Europa, con la confianza en la palabra de un entrenador que le veía cualidades para correr en Italia y en lo pasmado que quedó cuando vio la osamenta de los árboles luego del inclemente invierno.
“Pensé en un incendio, que a su paso el fuego había acabado con todas las hojas”. Páez se radicó muy cerca del lago de Garda, en la región del Trentino, a 500 metros sobre el nivel del mar. Por ambición, o quizá por temor, no habló de lo mucho que le costaba competir en terrenos desconocidos, de la amplia ventaja que les sacaba a los demás subiendo ni de cómo la perdía bajando; tampoco, del miedo a caerse.
Estos saltos temporales nos llevan a la faceta de Páez como ciclista de ruta, a su victoria en la Clásica de El Rosal en la categoría sub-23 y en la de Pasca, Cundinamarca, antes de participar en la Vuelta a la Juventud de 2002, carrera en la que fue séptimo, no muy lejos de Alejandro Ramírez y Mauricio Soler, campeón y subcampeón, respectivamente. Además, disputó un Clásico RCN con el equipo de Indeportes Boyacá, el de 2008, que salió en San Andrés y terminó en Cali.
“Me llamaron y me dijeron que había un cupo. Seguramente era buena publicidad para ellos, porque ya estaba obteniendo victorias importantes en Europa, así fuera en otra modalidad”. Después vino el Panamericano de MTB en Guatemala en 2010, la caída antes de la prueba y la fractura de la mano izquierda: cúbito, radio y el escafoides.
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“Era complicado hacer ciclomontañismo y busqué otro espacio en la ruta”. Páez, de 29 años, hizo parte del Colombia es Pasión, escuadra en la que se formaron Nairo Quintana, Esteban Chaves, Járlinson Pantano y Darwin Atapuma, entre otros. Y con ellos, bajo la dirección de Luis Fernando Saldarriaga, disputó una Vuelta a Castilla y León (30), el Giro del Trentino (30), la Vuelta a Turquía (que no terminó), la Vuelta a Burgos (15) y el Tour de l’Ain (21). “Quería seguir un año más, pero no les interesó contar conmigo.
Sí, no era de los primeros, pero tampoco de los últimos. Había condiciones de corredor laborioso”. Puede que el vínculo con la ruta se haya roto en ese instante, pero volvería a darle otra oportunidad en la Vuelta a Colombia de 2014 con el EBSA-Indeportes Boyacá; sin embargo, apenas pudo completar cinco jornadas y se retiró en la sexta (entre Ibagué y Pereira, con el ascenso a La Línea en el medio).
Todas esas dimensiones, que en el principio de esta nota llamé varias existencias, hacen de este ciclomontañista un corredor completo y experimentado que sabe que cuando Dios da un don también lo entrega con un látigo. Y que hay ocasiones en las que, sin darse cuenta, existe una autoflagelación.
“No me arrepiento de nada. He sido muy duro conmigo mismo o, mejor, exigente; pero me ha dado frutos. Ahora tengo la tranquilidad de un año más de contrato y de sentirme mejor que nunca, aunque de cuando en cuando me duela la mano”.
Páez, que más parece un nómada en territorio italiano (ha vivido en Vigano, Milán, Campo di Mare, Lombardía y Trento, por nombrar algunos lugares), sigue teniendo esa capacidad de adaptación y la vocación, pues sabe que siempre será mejor el cambio que la quietud y que los pies, o en este caso las zapatillas, dejan huella hasta el final.