El ciclismo detrás del ciclismo. Capítulo 3: Los pinchazos forjan el carácter
Tercera entrega de las crónicas de Nicolás Borrás, deportista periodista que relata detalles de sus experiencias en el camino hacia el ciclismo profesional.
Nicolás Borrás
Algo entendí rápidamente en Europa: en el trópico sí que conocemos el calor, como los 45 grados centígrados de Girardot o la costa Caribe; pero el frío, ese que baja de cero grados, no lo conocemos. Esto hizo que el verano francés pareciera más familiar. Un día el frío desapareció, las chaquetas ya se quedaban en el bolsillo durante los entrenamientos y las caramañolas, donde llevamos el agua, no eran suficientes para un entrenamiento.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Algo entendí rápidamente en Europa: en el trópico sí que conocemos el calor, como los 45 grados centígrados de Girardot o la costa Caribe; pero el frío, ese que baja de cero grados, no lo conocemos. Esto hizo que el verano francés pareciera más familiar. Un día el frío desapareció, las chaquetas ya se quedaban en el bolsillo durante los entrenamientos y las caramañolas, donde llevamos el agua, no eran suficientes para un entrenamiento.
Le puede interesar: El ciclismo detrás del ciclismo. Capítulo 2: Bailando entre nostalgias y asombros
El verano había comenzado, los días eran cada vez eran más largos y las noches más cortas. Y como en las carreras, hay que adaptarse lo más rápido posible a esas situaciones que tal vez para un europeo son cotidianas, pero para alguien que viene de Colombia, donde imperan los pisos térmicos, estar en un lugar donde de repente ya no hacen dos grados sino 42 es bastante impactante.
Entonces pasamos de paradas obligadas en pequeños cafés de pueblos de los que en su momento no podía ni pronunciar el nombre, tomando expresos de un euro, amargos, pero que usábamos para subir la temperatura del cuerpo a toda costa, a pausas en esos mismos pueblos, pero buscando fuentes de agua helada que, para nuestra suerte, en la zona por donde entrenamos había de sobra, la mayoría en la entrada de los cementerios, lo que era irónico porque eran lo primero que buscábamos cuando el sol canicular nos golpeaba mientras entrenábamos.
Lea: El ciclismo detrás del ciclismo. Capítulo 1: A un océano de distancia
Cada pueblo en esta zona central de Francia, que fue el campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial, por pequeño que sea tiene su homenaje a los caídos y a la resistencia, que entre banderas y escritos tallados en piedra recuerdan un suceso que para nosotros, colombianos, nacidos en el siglo XXI, eran capítulos oscuros del mundo que se sentían lejanos y conocíamos por pura cultura general.
Hasta que un día pasamos por Tulle, un municipio a un par de horas en carro de Aurillac, donde vivíamos, que me había despertado una gran curiosidad porque además de su arquitectura gótica, que al ser tan diferente a la colonial, siempre llama la atención, tenía muchas más banderas en las calles y más homenajes que la mayoría de pueblos que ya había visitado. Al preguntar un poco, y después de investigar, resultó ser el escenario de una matanza contra la resistencia francesa que hizo frente al ejército alemán, en la que alrededor de 100 personas habían muerto, ahorcadas en las calles por las que pasábamos muy seguido. Incrédulo porque, aunque la violencia es pan de cada día en Colombia y es un peso que el país no ha podido soltar en toda su historia, por primera vez la Segunda Guerra Mundial ya no me parecía ficción, de textos y películas, sino un episodio que por un momento sentí muy cercano.
Eso me recordaba constantemente que ya no estaba en el lugar donde había crecido y que la manera de convertir este nuevo lugar en un hogar era esta, conociendo su historia y tratando de entender por qué la gente se comporta de una manera o de otra. Era también una forma de complementar el ciclismo, que finalmente era la razón de estar allá y el tema en el que, a veces sin quererlo, terminaban todas mis conversaciones.
A partir de la mitad de la temporada empiezan a escucharse por los pasillos de la casa, en los buses, en las prácticas e incluso en las carreras, charlas sobre la continuidad o los cambios de equipo. Para un ciclista, especialmente para los que comienzan a tratar de ganarse un espacio en el pelotón, prolongar un año más su actividad depende exclusivamente de su desempeño, de resultados que le permitan seguir en una misma estructura o cambiar a una mejor, pero todas estas negociaciones comienzan mucho antes del final de la temporada, porque los corredores empiezan a tocar puertas y, en el mejor de los casos, a recibir ofertas.
Por eso, cada día que pasa sin tener el destino confirmado para el año siguiente los nervios aumentan. No es lo mismo terminar o preparar una temporada cuando se tiene un lugar definido, porque si en algo está alejado el ciclismo World Tour del aficionado es en que esos megacontratos de dos, tres o cuatro años no existen. Esa es la dinámica del ciclismo profesional, al que todos los que estamos en ese pelotón esperamos llegar.
Como en cualquier campo, es una lucha constante por ganarse un puesto y acceder a las mejores vacantes, al final el ciclismo y el deporte son una profesión como cualquier otra, con la particularidad de que los ciclistas usan su cuerpo como su herramienta de trabajo.
Así estaba en ese momento. Corriendo cada prueba como si fuera la última, con la ilusión de obtener un resultado que confirmara la posibilidad de continuar, en un escenario especial porque el mundo apenas salía de una pandemia y tenía la incertidumbre de lo que sería 2022, lo que hizo que se terminaran muchos equipos y bajara la demanda de ciclistas.
De esos días recuerdo con mucho cariño las escapadas que en cada competencia intentaba, motivadas por esa intención de figurar, porque cuando no se tiene una superioridad física, recurrir a las estrategias se convierte en la única manera de destacar.
Pero es un juego de precisión y probabilidades. Un día competimos en un circuito que tiene una tradición importante en la región. Ocho vueltas al rededor de un pueblo llamado Cours. Los mejores equipos de la categoría y con esas ganas de sobresalir intenté probar en los primeros kilómetros, esperando irme en la escapada buena, pero a tres cuartos de carrera me estallaron las piernas y en las subidas quedé vacío. Vi pasar a todos, como si la gravedad no les afectara, sin poder seguir el ritmo del último del pelotón; un pelotón que es cruel y no se detiene nunca, no espera a nadie. Volví muy decepcionado, con rabia e impotencia por querer y no poder. Ese día, rezagado, entendí que la montaña castiga tan fuerte como sabe premiar.
A la semana siguiente, corriendo otra vez en un circuito, este mucho más corto por vuelta, pero más sinuoso y técnico, decidí probar una estrategia más inteligente: atacar en momentos más claves y con mucha más sapiencia. Cuando pasó la mitad de la carrera, resultamos cuatro al frente, con ventaja que pudimos gestionar hasta el último par de vueltas. Era inevitable, el más rápido iba a ganar. A un par de kilómetros de la meta, entre calles ratoneras de pueblo, decidí cortar lo mejor posible las curvas, aprovechando hasta el último centímetro del asfalto, en una de esas curvas y por esas faenas que tiene la vida, pasé sobre el extremo del asfalto que acumula la suciedad de las calles, pinché y el sonido del aire a presión fue el verdugo. No pude evitar que se me salieran las lágrimas mientras veía cómo se iban los tres fugados a disputar la victoria. Con honor terminé sobre la fibra de carbono intentando conservar la prudencia, el temple y el decoro. Por supuesto, no era la carrera más importante de la temporada, ni del país, pero era la manera de capitalizar los esfuerzos diarios. Me da coraje pensar en esos momentos, pero es la consecuencia de ir al límite, por lo que no hay ningún remordimiento por eso.
Después de esas carreras, antes de regresar a Colombia y con la temporada terminada, hablé con los directores, me confirmaron que querían tenerme un año más con el equipo. Y entonces pude sentir esa satisfactoria sensación, esa tranquilidad de regresar a casa, a preparar la siguiente temporada con la posibilidad de prolongar el sueño un año más, un sueño que es frágil en un deporte que es cruel. Fue volver a recargarse de hogar y preparar una próxima temporada, en busca de experiencias que sigan llenando estos relatos.