Mariana Pajón aprendió a mantener el equilibrio entre la ternura y rigurosidad
La pedalista antioqueña es la principal candidata para ganar el oro en el BMX en los Juegos Nacionales.
Camilo G. Amaya, Señal Deportes
Carlos Mario se asombró al ver a su hija de tres años, atrevida y vehemente, tomar la bicicleta roja de la familia y arrancar a montar sin esperar alguna instrucción. Por seguridad le puso ruedas auxiliares para que Mariana no se cayera, pero a medida que se fue alejando notó que las pequeñas llantas apenas rozaban el suelo y que el manubrio se mantenía recto logrando el punto de equilibrio perfecto. Ese día no hubo caídas. Los raspones llegarían después, incluso las fracturas, las 18 fracturas que hoy componen su prontuario.
“En teoría mi papá le enseñó, pero se puede decir que ella aprendió sola porque nadie le dijo cómo tenía que pedalear y mucho menos cómo debía frenar. Eso fue puro instinto”, dice Miguel, hermano mayor de Pajón. Por él Mariana conoció el BMX porque cuando competía en cualquier lugar de Antioquia no había con quién dejar a la niña en la casa.
Los papás, la pinta deportiva, la bicicleta y Mariana. Ese fue el equipo de Miguel durante sus primeras carreras departamentales y nacionales. Y mientras él estaba en la pista, su hermana, inquieta como si tuviera un montón de hormigas en las piernas, tomaba su ‘bici’ y montaba entre las matas inventando su propio circuito. “Llegaba llena de tierra amarilla como si se hubiera revolcado en el piso”. Desde ese momento mostró carácter, orden y autenticidad. No se sabe exactamente qué le decía a las hermanas de los otros corredores pero siempre lograba que se metieran por donde ella quería. Hacía su voluntad.
Ese mismo temperamento, con el que lideraba el grupo de niñas con cascos mucho más grandes que sus cabezas, lo tuvo que tolerar Miguel en casa. Mucho más cuando nació Daniel, el menor de los Pajón Londoño. “Nosotros vivíamos en un apartamento de tres alcobas: una para mis papás, otra para Mariana y la mía. Pero con el nuevo hermanito ella tuvo que mudarse conmigo”. Un acuerdo mutuo, con la supervisión de Claudia, derivó en la creación de una frontera invisible. De un lado puros carros, del otro solo muñecas. De un lado predominaba el color rojo, del otro el rosado.
El trato bilateral fue simple: las muñecas no debían cruzar la línea ni ser encontradas en territorio ajeno, y los carros tenían que permanecer en sus parqueaderos. “Eso era muy charro porque parecían dos cuartos en uno”. El convenio se rompía a la hora de dormir, pues ambos compartían camarote: Miguel, arriba y Mariana, abajo. Algunos fines de semana pactaban una tregua y agarraban todos los cojines para formar cuevas y armar una fortaleza. Ahí jugaban por horas.
Y aunque la relación siempre fue muy amistosa, Mariana apelaba a su capacidad de estratega para escaparse de los castigos después de una pilatuna y achacarle el regaño a su hermano. “¡Era muy traviesa! Y muy inteligente. Se iba para un rincón, bajaba la mirada y ponía esa carita tierna y, pues obvio, nadie le decía nada. Yo era más frentero y por eso me ganaba los castigos”. Las reprendas algunas veces sí fueron justificadas.
Como el día en que Miguel cogió un canasto de mimbre para la ropa sucia en la finca de Santafé de Antioquia, y lo subió hasta una loma para meter a Mariana dentro y lanzarla cuesta abajo. Ella, temeraria desde muy niña, se prestó para el desafío. La cesta tomó tanta velocidad que las fibras no resistieron la presión y de a poco se fueron separando. “Cuando bajé a verla estaba toda arañada como si un tigre la hubiera atacado. Ese día sí que me dieron cantaleta”.
Mariana no solo era dulzura y corazón. También era testaruda cuando de comer se trataba, al punto de dejar la sopa servida en la mesa hasta tres horas sin mover la cuchara.
—Mariana, no te parás de la mesa hasta que terminés.
Las palabras de Claudia cuando su hija no probaba nada, llenaban el espacio del comedor una y otra vez. “¿Mi mamá? Cero contemplación con esas cosas. Era un rollo hacerla comer y había que recurrir a un truco muy efectivo”. La artimaña de la que habla Miguel tiene relación con una jeringa inmensa que Carlos Mario utilizaba para aplicarle aceite a la suspensión de su bicicleta todoterreno antes de salir a montar. “Mi papá se iba para el cuarto, la sacaba y le decía que si no comía le iba a inyectar todo por las venas. Y santo remedio, arrancaba a comer por inercia”.
Con el tiempo, cuando el BMX fue su profesión prematura, Mariana empezó a ir a la nutricionista como parte de un plan conjunto de entrenamiento. Allí entendió que alimentarse bien era fundamental si quería ser la mejor del mundo. Su compromiso mató el hambre más que los alimentos. Su deseo de ganar fue más fuerte que la costumbre. Y la constancia fue su instrumento de supervivencia desde ese momento. “Todo lo anterior es la prueba de que Mariana tiene la rigurosidad de mi mamá y la nobleza de mi papá. Y esa mezcla en el deporte funciona”.
Carlos Mario se asombró al ver a su hija de tres años, atrevida y vehemente, tomar la bicicleta roja de la familia y arrancar a montar sin esperar alguna instrucción. Por seguridad le puso ruedas auxiliares para que Mariana no se cayera, pero a medida que se fue alejando notó que las pequeñas llantas apenas rozaban el suelo y que el manubrio se mantenía recto logrando el punto de equilibrio perfecto. Ese día no hubo caídas. Los raspones llegarían después, incluso las fracturas, las 18 fracturas que hoy componen su prontuario.
“En teoría mi papá le enseñó, pero se puede decir que ella aprendió sola porque nadie le dijo cómo tenía que pedalear y mucho menos cómo debía frenar. Eso fue puro instinto”, dice Miguel, hermano mayor de Pajón. Por él Mariana conoció el BMX porque cuando competía en cualquier lugar de Antioquia no había con quién dejar a la niña en la casa.
Los papás, la pinta deportiva, la bicicleta y Mariana. Ese fue el equipo de Miguel durante sus primeras carreras departamentales y nacionales. Y mientras él estaba en la pista, su hermana, inquieta como si tuviera un montón de hormigas en las piernas, tomaba su ‘bici’ y montaba entre las matas inventando su propio circuito. “Llegaba llena de tierra amarilla como si se hubiera revolcado en el piso”. Desde ese momento mostró carácter, orden y autenticidad. No se sabe exactamente qué le decía a las hermanas de los otros corredores pero siempre lograba que se metieran por donde ella quería. Hacía su voluntad.
Ese mismo temperamento, con el que lideraba el grupo de niñas con cascos mucho más grandes que sus cabezas, lo tuvo que tolerar Miguel en casa. Mucho más cuando nació Daniel, el menor de los Pajón Londoño. “Nosotros vivíamos en un apartamento de tres alcobas: una para mis papás, otra para Mariana y la mía. Pero con el nuevo hermanito ella tuvo que mudarse conmigo”. Un acuerdo mutuo, con la supervisión de Claudia, derivó en la creación de una frontera invisible. De un lado puros carros, del otro solo muñecas. De un lado predominaba el color rojo, del otro el rosado.
El trato bilateral fue simple: las muñecas no debían cruzar la línea ni ser encontradas en territorio ajeno, y los carros tenían que permanecer en sus parqueaderos. “Eso era muy charro porque parecían dos cuartos en uno”. El convenio se rompía a la hora de dormir, pues ambos compartían camarote: Miguel, arriba y Mariana, abajo. Algunos fines de semana pactaban una tregua y agarraban todos los cojines para formar cuevas y armar una fortaleza. Ahí jugaban por horas.
Y aunque la relación siempre fue muy amistosa, Mariana apelaba a su capacidad de estratega para escaparse de los castigos después de una pilatuna y achacarle el regaño a su hermano. “¡Era muy traviesa! Y muy inteligente. Se iba para un rincón, bajaba la mirada y ponía esa carita tierna y, pues obvio, nadie le decía nada. Yo era más frentero y por eso me ganaba los castigos”. Las reprendas algunas veces sí fueron justificadas.
Como el día en que Miguel cogió un canasto de mimbre para la ropa sucia en la finca de Santafé de Antioquia, y lo subió hasta una loma para meter a Mariana dentro y lanzarla cuesta abajo. Ella, temeraria desde muy niña, se prestó para el desafío. La cesta tomó tanta velocidad que las fibras no resistieron la presión y de a poco se fueron separando. “Cuando bajé a verla estaba toda arañada como si un tigre la hubiera atacado. Ese día sí que me dieron cantaleta”.
Mariana no solo era dulzura y corazón. También era testaruda cuando de comer se trataba, al punto de dejar la sopa servida en la mesa hasta tres horas sin mover la cuchara.
—Mariana, no te parás de la mesa hasta que terminés.
Las palabras de Claudia cuando su hija no probaba nada, llenaban el espacio del comedor una y otra vez. “¿Mi mamá? Cero contemplación con esas cosas. Era un rollo hacerla comer y había que recurrir a un truco muy efectivo”. La artimaña de la que habla Miguel tiene relación con una jeringa inmensa que Carlos Mario utilizaba para aplicarle aceite a la suspensión de su bicicleta todoterreno antes de salir a montar. “Mi papá se iba para el cuarto, la sacaba y le decía que si no comía le iba a inyectar todo por las venas. Y santo remedio, arrancaba a comer por inercia”.
Con el tiempo, cuando el BMX fue su profesión prematura, Mariana empezó a ir a la nutricionista como parte de un plan conjunto de entrenamiento. Allí entendió que alimentarse bien era fundamental si quería ser la mejor del mundo. Su compromiso mató el hambre más que los alimentos. Su deseo de ganar fue más fuerte que la costumbre. Y la constancia fue su instrumento de supervivencia desde ese momento. “Todo lo anterior es la prueba de que Mariana tiene la rigurosidad de mi mamá y la nobleza de mi papá. Y esa mezcla en el deporte funciona”.