Nairo según su hermana Leidy

Una de las familiares del campeón de la Vuelta a España, narró en primera persona pasajes de la infancia del ciclista boyacense para El Espectador.

Camilo G. Amaya, especial para El Espectador
13 de septiembre de 2016 - 03:53 a. m.
Nairo Quintana en lo más alto del podio en Madrid, España. / AFP
Nairo Quintana en lo más alto del podio en Madrid, España. / AFP
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“Aprendimos a montar bicicleta gracias a los Reyes Yaquive. En ese entonces nosotros no teníamos cicla y ellos sí. A escondidas de mi papá hacíamos una negociación: un rato con las bicis a cambio de las mejores frutas. Con Nairo buscábamos los duraznos y las ciruelas más grandes, las fresas maduras y descompletábamos el mercado por divertirnos un poco. Cuando mi papá se enteraba, a mí me regañaban con mayor vehemencia, no por el inocente robo, sino por hacer cosas que no eran de una señorita, como por ejemplo montar bicicleta. De hecho, me decía que las mujeres podían perder la virginidad con el sillín. Ese era su temor. Creencias del campo. Ciertas o no, había que respetarlas.

Yo me alejé de las cadenas, las llantas y el manubrio y Nairo siguió pedaleando. Recuerdo que todos los días mi papá pasaba por el cuarto de él y de Dáyer y los levantaba para que salieran a entrenar, incluso en enero, una época en la que las heladas queman la cosecha y hacen que los huesos crujan del frío. Mientras mi papá les lavaba las ciclas en un pozo que había detrás de la casa, mi mamá hacía el desayuno y ponía a calentar agua para que se bañaran al regreso.

En algunas ocasiones nos encontrábamos en la cancha de baloncesto de Arcabuco, que los martes era acondicionada como plaza, y entre los tres ayudábamos a descargar los tablones del camión para montar el puesto artesanal de frutas y verduras de mi papá. Después, Dáyer y Nairo seguían con su práctica y yo me quedaba llenando bolsas con fresas y moras antes de ir al colegio. A mí me tocaba trabajar por los tres.

Los miércoles, Nairo se iba con mi papá a las cuatro de la mañana para armar todo en Moniquirá. Ahí sí que le tocaba duro, porque tenía que pedalear hasta la casa, alistarse para clases, ir al colegio, estudiar y luego recorrer los 26 kilómetros para recoger la mercancía y subir los tablones al camión. Nunca lo escuché quejarse. De ahí ese rigor que tiene ahora para hacer las cosas.

En cambio sí se ponía de mal genio cuando yo lo mandaba. A veces mi mamá se iba y me dejaba a cargo del hogar. Como yo era mayor decidía qué debía hacer cada uno. A él y a Dáyer los ponía a lavar los platos, a barrer la casa y a trapear los cuartos mientras yo me encargaba de la tienda y de los clientes. ‘Es que, Leidy, usted era muy mandona’, me dice hoy, recordando los años en los que obedecía a regañadientes para terminar siendo como un buey manso.

Pocas veces lo vi llorando, ni siquiera cuando mi papá le pegaba. Siempre mostró un carácter firme y constante. Y si alguna vez se sintió triste, de seguro se tragó toda esa rabia y la liberó sobre la bicicleta. Solo le vi lágrimas de susto una vez que me invitó a montar cicla para que yo bajara de peso. Fuimos hasta Agua Varuna, donde mi papá parqueaba su carro azul repleto de frutas. Puro descenso. No era la más intrépida, pero me las arreglé para sortear las curvas y los huecos. Cuando íbamos a regresar, a mí se me fue el aire en la subida y no podía respirar y pedalear al tiempo. Cada nada le pedía agua a Nairo y él solo llevaba una caramañola para los dos. ‘Leidy, esto nos tiene que durar mínimo dos horas. Deje de pedir tanto’, me dijo.

Cuando me vio agotada y sin fuerzas para mover las piernas, buscó una cabuya en la carretera y amarró una punta en el tubo de su sillín y la otra debajo de mi manubrio para remolcarme. Se veía como un burrito de carga tirando de una carreta. En el puente del Desaguadero, donde comienza el camino de tierra para llegar a la vereda Casa Blanca, una volqueta intentó pasarnos y como había llovido en esos días, mi rueda delantera se resbaló en ese preciso momento y rozó la llanta trasera del camión. No sé cómo no caí debajo de la volqueta y pude poner mi pie para frenar. Por fortuna, el nudo que había hecho Nairo no había sido el mejor y con la fricción se aflojó, dejándome libre de su cicla.

Él siguió derecho y al no sentir mi peso volteó a mirar para saber qué había pasado. Buscándome con los ojos se encontró con ese monstruo de ocho ejes ¡Qué susto se pegó el pobre! Llegó llorando y me lanzó una sentencia: ‘Nunca más vuelvo a entrenar con usted, Leidy’”.

***

“A los tres menores, Dáyer, Nairo y yo, siempre nos castigaban por no comernos las verduras. Pero es que imagínense: vender verduras, la casa oliendo a verduras, ver verduras a toda hora y tras del hecho tener que comérselas. Estábamos cansados de tanta verdura. Y mi papá, que siempre llamaba a la disciplina, se quitaba la correa y nos daba uno que otro fuetazo para mermar la rebeldía. La cosa cambiaba cuando nos íbamos de paseo a Villa de Leyva a visitar a la Virgen del Carmen. Desaparecían las verduras. Mi mamá mataba una gallina, la deshuesaba y la llevaba lista para comer. Además empacábamos carne, papa, arepas, yuca... ¡eso era un montón de comida!

La tía Julia también nos invitaba a su casa en Moniquirá para un almuerzo familiar en un río que quedaba cerca. A nosotros nos encantaba ir porque mis papás nos dejaban meter los pies en el agua fría. Eso sí, no podíamos ir a la parte honda porque ninguno era un gran nadador. Otras veces cogíamos para donde el tío José, en Motavita, y todos los primos jugábamos béisbol, ponchados y a las escondidas. Uno llegaba cansado por el viaje y tocaba hacer las tareas. Siempre le ayudé a Nairo (yo iba dos cursos arriba), aunque él dijera que yo le colaboraba mal. Incluso, una vez me peleé con la profesora Dora, de educación física, porque no quería que mi hermano izara bandera como mejor deportista del colegio. Ella nos tenía como bronca. Él venía de ganar una carrera, si mal no recuerdo, y eso era suficiente para hacerle el reconocimiento. Me metí en la rectoría a hablar con el señor rector (Miguel Alfonso Moya) para que reconsiderara la decisión. Desde ahí todos en la familia me dicen la abogada de los pobres.

La última vez que lo vi fue antes de que viajara para la Vuelta a España. Nos reunimos en el apartamento de Nairo en Tunja y los hombres nos cocinaron a las mujeres. Alfredo, Dáyer y él nos prepararon cuatro tipos diferentes de pizzas. ¡Les quedaron deliciosas! Yo creo que de ahora en adelante ellos serán los encargados de la comida. Mi mamá, mi hermana y yo solo nos sentaremos a esperar”.

Por Camilo G. Amaya, especial para El Espectador

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