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Todavía faltaba un rato para que llegaran los ciclistas en el prólogo de la Vuelta a Antioquia, primera salida de la carrera, pero en Carepa la gente ya silbaba y hacía bulla en el final de la etapa.
Montado en su bicicleta, raudo a cruzar la meta, José Luis Tomín Guisao se paró en pedales para afrontar el último tramo.
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La gente le chiflaba y vitoreaba, mientras golpeaba las vallas de metal, y Tomín, entrando por la calles del pueblo, concentrado en el trazo recto que cerraba la jornada, cruzó la línea final.
“Ahí va el loco del pueblo”, se atrevían a decir algunos, mientras se reían y aplaudían su gesta. Dichoso, con sus “Castillos en el aire”, como cantaría Alberto Cortez, José Luis Guisao, con su camisa verde, desgastada y empapada en sudor por el esfuerzo, levantó sus brazos y lanzó un grito, alzando su cabeza para mirar al cielo, antes de bajarse de su bicicleta.
Tomín, como lo llaman en el pueblo, realmente no es de Carepa, ni de Chigorodó, llegada y salida del prólogo de la actual edición de la Vuelta a Antioquia. Él nació en Cañasgordas, un municipio antioqueño, lejano de la zona de Urabá.
A Carepa Tomín llegó con 12 años, “por allá en el 65 — dice — para trabajar en las bananeras”. Después, con el tiempo, empezó a meterse en el mundo de los talleres y de la mecánica hasta que un accidente laboral casi lo mata. Desde ahí quedó prácticamente incapaz de volver a trabajar. Por eso, dice Tomín, no hace nada desde hace más de 45 años.
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Al Urabá llegó con su mamá, que lo cuidó durante muchos años hasta que falleció, según Tomín, porque fumaba siempre que tomaba café. “Tenía esa maña y le gustaba mucho el tinto, así que se metía dos cajetillas de Pielroja al día”.
Su mamá lo cuidó con mucho esfuerzo. Eran tiempos violentos y de escasez. De pequeño en la casa no había dinero para bicicletas. Por eso, nunca aprendió a montar cuando era niño. Vino a enterarse de lo que era verdaderamente una cicla hasta que tuvo poco más de cuarenta años.
Y él, que nunca pudo ver a los pedalistas por televisión, siempre encontró refugio en las transmisiones de la radio. Por eso, siempre que escuchaba las hazañas de Martín Emilio Cochise Rodríguez se imaginaba que él también montaba en bicicleta y que podía conquistar en otras tierras, que para él sonaban tan lejanas, las victorias de los colombianos en el mundo.
Y no volaba solo imaginándose que podía ser como Cochise, también quería llegar a ser como Javier Amado El Ñato Suárez o como Álvaro Pachon, “esos que conquistaron México montando bicicleta”, dice.
Tomín se quedó en esas épocas. De ahí que cuando vio pasar a Darwin Atapuma y a Óscar Sevilla, aseguró que ellos corrían en los tiempos de Cochise y que eran sus grandes rivales. “Eso sí — enfatiza — nadie podía con Cochise, ese les ganaba a todos”.
Con el paso de los diferentes equipos a meta, Tomín, emocionado, empezaba la bulla. Oía la sirena y empezaba a gritar.
“¡Vamos Froome, fuerza!, le dijo a uno. Cuando pasó el equipo de su tierra, Orgullo Paisa, extendió sus brazos al aire y cerrando los ojos, a todo pulmón, empezó a gritar: “¡Vamos mi Antioquia, que podemos ganar!”. Y cuando algún corredor se quedaba del grupo de sus compañeros y llegaba en solitario, Tomín se ponía bravo y, con las manos en la cintura, les hacía el reclamo: “Se cagó en el trabajo del equipo, va quedado. ¡Pilas, que usted puede!”.
El tiempo se le hizo corto a Tomín, estaba tan embelesado con la etapa que se olvidó que tenía que hacer un mandado en Apartadó. Cuando cayó en la cuenta, se apresuró a alistarse para irse en su bicicleta, la más cara que ha tenido en toda su vida. “Me costó 25, es una maquina. En la casa tengo cinco más, pero son de una gama más baja”.
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Antes de irse aceptó tomarse una foto, pero pidió que lo dejaran posar y explicó que no todos los días se tiene el privilegio de hablar con Martín Emilio Cochise Rodríguez.