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Nairo Quintana y los hermanos Reyes Yaquive eran inseparables cuando niños. En la panadería de Arcabuco, en la plaza de mercado del pueblo, en las veredas, en todos lados, sabían que donde asomaba uno, los otros dos rondaban. Fabio y José vivían más abajo de Quintana, en una casa blanca detrás de una montaña y a la que sólo se le veía un pedacito del techo desde la carretera. Se conocieron en el colegio Alejandro de Humboldt cuando tenían doce años y desde ese momento crearon un vínculo cercano a la hermandad. Se sentaban en los mismos tres pupitres del aula de sociales, uno al lado del otro, protegiéndose entre ellos de cualquier broma.
Y mientras en el salón compartían exposiciones, trabajos y uno que otro examen, fuera de él vivían las mismas aventuras, disputaban las mismas peleas y compartían el sueño de ser ciclistas profesionales. Cuando montaban juntos, los Reyes parecían los escoltas de Nairo, pues las monaretas que tenían se perdían al lado de la todoterreno roja de Quintana, que se hacía más grande por el diminuto tamaño del dueño. Su amistad se labró en el trayecto de 16 kilómetros que recorrían para ir a clases. No porque no pudieran pagar la ruta sino porque disfrutaban la brisa en sus rostros en la bajada de La Cantera, un recorrido extenso de curvas angostas y huecos prominentes.
José y Fabio salían para el colegio a las 6:30 a.m., mientras que Nairo lo hacía 10 minutos después, así viviera unos cuantos kilómetros más arriba. Esa era la condición para apostar las onces, puesto que tener una cicla con cambios le facilitaba el pedaleo a Quintana. No importaba qué tan fuerte aceleraran o qué tan ágilmente sortearan las tractomulas que circulaban a esa hora, casi siempre en el plano de Aguavaruna los Reyes sucumbían. “Nos cansamos de apostarle las galletas y el yogurt porque siempre perdíamos”, dice José. En el regreso surgía de nuevo la competencia, esta vez organizada por don Raúl, el dueño de la bicicletería Ciclorama, quien armaba una pequeña cronoescalada.
—Primero sale José. A los cinco minutos arranca Fabio y a los 15 Nairo. ¿Listo?
Con cronómetro en mano, Raúl daba la partida desde Villa Amparito, a las afueras de Arcabuco. La meta era el inicio de la carretera destapada en la vereda Casa Blanca, donde había que desviarse para ir al hogar de los Reyes Yaquive. Nairo, con mejor estado físico que sus amigos, se pegaba a los carros que subían en segunda velocidad, evitaba la resistencia del viento y, nuevamente, los alcanzaba en el nacimiento de Aguavaruna. En una oportunidad vio a José tan ahogado y cansado que no le importó perder con Fabio y se quedó detrás de él empujándolo hasta la cima. Bien dicen por ahí que el compañerismo se busca y la amistad se encuentra.
***
José recuerda a Nairo como el más recochero y temperamental de los tres. Hoy, cuando lo ve imperturbable en las ruedas de prensa, evoca que su temperamento llegaba rápidamente a punto de ebullición, que no se dejaba de nadie y que si tenía que pelear a mano limpia con alguien dos veces más alto que él lo hacía sin temor. El miedo nunca fue una opción para un pequeño flaquito, escuálido y bastante calculador.
—Tiene cara de que no rompe un plato, pero cuando culicagadito tenía problemas casados en el pueblo a toda hora.
Don Luis sabía de las riñas que le formaban los niños de Arcabuco a su hijo por ser del campo, por tener que labrar la tierra y por vender productos en la plaza de mercado todos los martes. Nairo era el que comandaba las peleas, así no fueran suyas. Se ponía al frente de la situación, dejaba la timidez a un lado y soltaba cuanta grosería pudiera de una manera tan fluida que amedrentaba a sus oponentes. Una vez fue tanta la montadera de otro grupo que Quintana no se aguantó más y los citó a una cuadra de la iglesia. Como siempre, los tres: Nairo, José y Fabio. Por las esquinas empezaron a salir de a dos, en una especie de emboscada. Fabio, el menos conflictivo, vio cómo en menos de un minuto estaban al frente de 10 niños, todos armados con palos y piedras.
—Ah, salieron cobardes. Peleemos como hombres: a mano limpia.
—No se las venga a dar de café con leche, Quintana. Tan hombrecito, pues.
Un puño en el cachete derecho de José, que lo dejó aún más coloradito de lo que era, desató la furia de Nairo, quien no distinguió estatura ni rival y empezó a repartir golpes como boxeador profesional. “Si alguien se metía con uno, se metía con los tres”, afirma José, quien reconoce con cierta vergüenza que ese día a él y a su hermano los invadió el miedo por la inferioridad y abandonaron a Nairo en medio de la riña. “Fue la única vez que nos ganó la cobardía. Nosotros pensamos que él se iba a ir detrás de nosotros, pero no. Se quedó peleando sin importar que estaba completamente solo”.
Nairo perdió un zapato en medio del mar de golpes, y aun así continuó la pugna hasta que su papá puso fin a la batalla campal por el escándalo de los vecinos, quienes lo alertaron mientras vendía en la plaza. “Lo encontré todo magullado, pero no se quejó de nada. El Nairo era todo berraquito desde pipiolo. Nunca se dejó de nadie. Ahí donde lo ven, todo calmadito, era una caspa. Tenía 13 años si mal no recuerdo y ya armando tropel”. Así como tenía los cojones para encarar a sus enemigos, también los tenía para volársele a su padre, un hombre temperamental que llamaba a la disciplina a punta de porrazo.
Un fin de semana dijo en su casa que iba a hacer una tarea en el pueblo con los Reyes Yaquive y que no se demoraría más de unas cuantas horas. Sin embargo, el plan era aventurar en bicicleta y esa fue la excusa para evadir las labores del campo obligatorias en la casa de los Quintana.
—Nos vemos a las 8:00 de la mañana en su casa, José.
—Listo. No llegue tarde, Nairo.
Fabio y José salieron puntuales a la cita, pero Nairo no llegó. Subir a buscarlo generaría sospecha, por lo que esperaron al pie de la carretera. Si no lo hacían y se aparecían por la casa de los Quintana, la mamá de Nairo volvería a imaginarse lo peor: que se llevaban a su hijo a tomar cerveza, a buscar mujeres y a cometer maldades. “Llegó media hora tarde porque el papá lo mandó a que mirara las vacas y tuvo que hacerlo para darle contentillo”. La primera parada del improvisado viaje fue para tomar gaseosa en Arcabuco. Después de esa pausa, que patrocinó Nairo para reivindicarse por su tardanza, siguieron derecho hasta La Cumbre y luego a Moniquirá, cerca de los límites con Santander, a donde llegaron después de dos horas de intenso pedaleo.
Cada uno llevaba una maleta pequeña con una pantaloneta de baño, mientras el gorro, requisito para poder nadar en las piscinas que andaban buscando, lo comprarían luego. El presupuesto por cabeza era de $20.000, ni una moneda más. Primero llegaron a un centro recreacional de Comfaboy, pero los $10.000 de la entrada era demasiado pensando en lo que costaría el almuerzo.
Tras darle varias vueltas al pueblo encontraron unas piscinas de la Policía a las afueras y, después de tanto pedir rebaja, lograron que les dejaran la entrada a $7.000. “Estuvimos todo el día metidos. Con el reloj de Nairo, que sí tenía cronómetro, jugábamos al que aguantara más tiempo debajo del agua”, cuenta José. Con el aumento de la diversión el sol se fue esfumando del firmamento sin que ninguno se diera cuenta de que era momento de subir los 48 kilómetros que los separaban de sus casas. Como a las 5:00 de la tarde Fabio comenzó a preocuparse.
—Vámonos ya para que no nos coja la noche en carretera.
José y Nairo obedecieron, cogieron las toallas para secarse y fueron por sus bicicletas, pero se encontraron con que la del menor de los Reyes estaba pinchada. Buscar pegante e inflar de nuevo el neumático los retrasó incluso más. Media hora después de salir coronaron La Cumbre tras pegarse a una mula por varios kilómetros. Con el primer descenso, Fabio y Nairo apretaron el paso y dejaron rezagado a José, quien tuvo que llegar en medio de la penumbra guiándose por las luces de los carros para ver el camino. “Me pinché de nuevo y el kit para reparar la llanta lo llevaba Nairo, entonces me tocó bajarme y caminar”. Ya en el peaje, Fabio y Quintana se detuvieron a esperar a su amigo.
—¿Y este huevón qué? ¿Dónde vendrá?
—Pues devolvámonos a ver qué le pasó.
Para completar la desdicha, el cielo tronó fuertemente y se desgajó un aguacero bíblico que parecía un castigo para los tres mentirosos. A esa altura perdieron la tranquilidad y los invadió el miedo porque seguramente los esperaría una pela. “Pasó un buen rato para que me encontraran”, recuerda José. “Nairo me ayudó a despinchar de nuevo y arrancamos a toda”. Pero como si la divina providencia no quisiera que llegaran a Arcabuco, el neumático delantero de José, el magullado y averiado neumático delantero, estalló de tal manera que se hizo irreparable.
—Estamos salados y ahora sí nos cogió la noche.
Eso fue lo único que dijo Nairo ante la seguidilla de sucesos infortunados. Obligados por las circunstancias tuvieron que caminar. El celular de Quintana, el más moderno de los tres, empezó a sonar cuando ya eran las siete de la noche. En la pantalla se leía la palabra papá en letras mayúsculas, lo que intimidó aún más al grupo. La ansiedad de don Luis, quien marcó unas cinco veces seguidas sin obtener respuesta, lo llevó a llamar a la casa de los Reyes Yaquive. “Nadie daba razón de los chinos. Todos sabíamos lo mismo: que estaban en el pueblo haciendo un trabajo”. En realidad estaban en medio de la nada. Allí, con el cielo encapotado, el aire se volvió denso a pesar de la pureza de las montañas. El agua incomodó cada vez más la caminata y la desesperanza aumentó en la medida en que los carros ignoraron sus pulgares levantados.
“Por fin una camioneta se apiadó de nosotros y nos llevó hasta el pueblo. Lo más chistoso fue que cuando nos bajamos, don Luis venía en su Renault 4 azul y no nos pudimos esconder. Tocó decir la verdad”. Cojeando debido a las tantas cirugías de cadera, don Quintana se acercó a los niños en busca de una explicación.
—Chinos huevones. Miren la hora que es. La carretera es peligrosa de noche, y más lloviendo. ¿Dónde carajos estaban? Estaban con viejas, ¿cierto?
—No, don Luis. Estábamos en piscina en Moniquirá sino que nos varamos varias veces.
—Ah qué lindo, y ¿por qué no avisan?
—Don Quintana, no le pedimos permiso porque sumercé hubiera dicho que no.
Nairo no se inmutó ante la conversación que sostenían su padre y José. Don Luis tomó las tres bicicletas y las montó como pudo en el baúl de su carro y los llevó hasta la casa. Dejó a los Reyes sin despedirse y siguió hacia la vereda Concepción de Cómbita. “Yo creo que le pegaron, pero el Nairo nunca nos contó. Era bien machito para aguantar castigos y no le gustaba hacerse el mártir”, afirma José, quien entiende mejor que nadie por qué ante las caídas y el sufrimiento en las carreteras del mundo, Quintana no hace gestos de dolor. Para eso fue criado: para aguantar la pena y para no dejársela montar de nadie. Que lo digan los Reyes Yaquive, los más fieles escuderos de las travesuras de Nairo.
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