Víctor Hugo Peña y su historia como líder del Tour de Francia
Esta es la narración del corredor bogotano, criado en Santander, quien rememoró los días de 2003, cuando comandó la clasificación general de la carrera ciclística más importante del mundo.
Señal Deportes - Camilo Amaya
La noche anterior a la contrarreloj por equipos, Johan Bruyneel, director del US Postal, fue hasta mi cuarto, donde estaba con el checo Pavel Padrnos, puso su mano en mi espalda y me dijo:
—A dormir bien, Víctor.
—Como todo los días, Johan.
—No, como todos los días no. Mañana vas a ser líder del Tour.
—Primero tenemos que ganar la etapa.
—Yo sé. Pero acuéstate con esa convicción y verás que lo lograremos. Estamos muy fuertes.
Yo había sido quinto en el prólogo inicial de la carrera en París, por encima de mis compañeros, y eso me daba la primera opción en caso de ganar la etapa. Creo que a Lance Armstrong le saqué un segundo. El grupo era muy fuerte en esa especialidad. Recuerdo que en las rotaciones siempre me cruzaba con Armstrong. Yo bajaba a la cola y él subía. Y me hablaba.
—Hoy Colombia te va a ver de amarillo, Víctor.
Cada vez que pasaba por mi lado me gritaba algo. Esas palabras me llenaron de energía, tanta que hubo momentos en que mis compañeros me pidieron que bajara el ritmo porque iba como una bala. Crucé la meta en la sexta posición. Siempre se ha dicho que fui primero porque Lance tuvo un gesto de amabilidad conmigo ¡Mentira! Él era todo menos amable. (Aquí, nuestro especial del Tour de Francia)
Faltando tres kilómetros me entró un temor gigante. Llegué a pensar que en cualquier momento Johan me diría que no llegara para que Lance fuera el líder. Me quité el audífono y no escuché más el radio. En caso de que me dieran una orden, no tenía cómo escucharla. Nunca lo había hecho, pero tenía claro que no quería saber nada.
Cuando terminamos la jornada y supimos lo del liderato, todos mis compañeros me felicitaron. Y ahí comenzó todo ese protocolo en el que te alejan del mundo. Que el control antidoping, que la rueda de prensa, que el podio; un corre corre muy bravo, y siempre escoltado por un montón de gente que ni idea. Ya en la tarima pensé en todos los colombianos que habían luchado por vestirse de amarillo. Recordé a Julio Cadena, quien en una escapada fue líder transitorio del Tour. Entendí el significado de tener ese maillot y la importancia de vestirlo. Al bajarme, la primera cara conocida que vi fue la de Lucho Herrera, que iba a ser homenajeado ese día.
—Hermano, acuérdese de que esa camiseta da alas. No se la deje quitar.
Esas fueron las palabras, en su manera parca de hablar. Me hubiera gustado sentarme con él para charlar por más tiempo, pero fue imposible. Fueron tantas las llamadas ese día que Johan me pidió el celular y me dijo que todo lo relacionado con medios se manejaría por la oficina de prensa del equipo. Y que si quería hablar con mi familia, que les dijera que lo llamaran a él. Por la noche, ya en la calma del hotel, estábamos comiendo cuando me pasaron un celular.
—Víctor, te está llamando un señor Álvaro Uribe Vélez.
—¿Álvaro Uribe Vélez?
—Sí, que quiere hablar contigo.
—¡Ay, jueputa! El presidente.
Me saludó y me dio las gracias por estar haciendo patria y me pidió que no me dejara quitar la camiseta. Al principio sólo le respondía: “Sí, señor”, porque no estaba muy convencido de que fuera él. Hablé con desconfianza, pensando que era una broma de vuelta que me estaban haciendo. Después caí en cuenta de que sí era él. Horas más tarde apareció Lance en mi cuarto con un computador para mostrarme las portadas de los principales diarios de Colombia. Yo estaba aislado y esa pantalla era la única ventana para ver a mi país. “Eres el rey de Colombia. No te van a caber las chicas en la habitación”, me decía muerto de la risa.
Ese día creo que dormí cinco horas o menos. Si no estoy mal, me acosté a la una de la mañana. A la mañana siguiente, una lluvia de cámaras estaban esperándome en el lobby. La organización empezó a tratarme de manera especial, como si tuviera un pase VIP.
Durante la quinta etapa, los otros ciclistas me felicitaron. Me pude mover por delante del lote con comodidad. El amarillo infunde respeto y yo tenía eso de mi lado. Recuerdo que cuando pasábamos por el lado de los aficionados, gritaban tres nombres: Lance Armstrong, Jan Ullrich y el mío. Eso fue genial. Siempre es así, y cualquiera que corra un Tour lo puede certificar. La gente se aprende el nombre del líder y de uno que otro favorito.
Ese día fue bastante largo (196,5 kilómetros) y hubo un calor insoportable. Recuerdo que cuando faltaban 35 km para la meta, el equipo Fassa Bortolo se puso al frente y aumentó el ritmo para cazar la fuga. Ellos tenían a Alessandro Petacchi, un gran esprinter, y querían llevarlo a la victoria. Miré a mis compañeros y nadie tenía una caramañola y no creo que hubieran tenido las fuerzas para ir por una. Yo no me sentí con la autoridad de pedirles que fueran, por más que yo llevara la amarilla, y por eso decidí ir yo mismo.
Bajé a buscar el carro, tomé una para mí, otras ocho para mis compañeros, y subí de nuevo al lote para repartirlas. Fue tanta la facilidad para coger de nuevo al pelotón que me asombré de mi estado físico. Terminamos la etapa y la prensa empezó a tergiversar las cosas. Que Lance me había mandando por agua, que Johan me había dado una orden. ¡Pura carreta! Fue un gesto mío y ya. Nadie irrespetó la camiseta amarilla, como muchos periodistas lo hicieron ver.
Ya en el hotel, Johan volvió a acercarse:
—Lo siento mucho, Víctor. No podemos defender la camiseta por más días. Mañana es una jornada de 230 km y tener al equipo trabajando adelante es muy desgastante. Sé que estar ahí es una de las mayores glorias para un ciclista, pero no podemos ir más.
Entendí sin reprochar. Tenía claro cuál era nuestro objetivo y que lo mío era algo transitorio. En la sexta etapa hubo una fuga de cuatro corredores y el Credit Agricole y el Fassa Bortolo se pusieron nuevamente a jalar. Sabía que ellos eran el camino para seguir de amarillo un día más y por eso me puse a alentarlos. Incluso, cuando estaban haciendo los relevos, trataba de empujarlos cuando los veía muy cansados. A mí me interesaba que la escapada terminara y tuve que acudir a esa alianza para mantener el liderato. Petacchi ganó y yo me subí a la tarima de nuevo.
Al siguiente día noté a Armstrong más serio de lo normal. Se veía incómodo con la situación. Ese man siempre era callado antes de competir, pero estaba más silente de lo habitual. Yo llevaba cuatro días siendo la estrella del Tour y le había quitado el protagonismo. Eso le molestaba y le golpeaba el ego. Esperé a que estuviéramos solos para hablar bien con él.
—Lance, quiero agradecerle por todo. No se imagina lo que esto ha significado para mi país. No crea que vamos a rivalizar. Yo tengo claro por qué estoy aquí. Esté tranquilo.
Ese man soltó un suspiro largo. Creo que le quité la carga de que un gregario lo fuera a desbancar y volvió a la tranquilidad. Cambió del cielo a la tierra, fue otro en carrera. Eso fue un 12 de julio, la última jornada que estuve de amarillo. Iba pedaleando con sueño, cansado, y cuando llegó el ascenso final, el francés Richard Virenque atacó muy fuerte. No había nada que hacer. Él ganó la etapa, se quedó con el liderato, y después de cuatro días por fin volví a dormir tranquilamente. Así terminó mi travesía vestido de amarillo.
La noche anterior a la contrarreloj por equipos, Johan Bruyneel, director del US Postal, fue hasta mi cuarto, donde estaba con el checo Pavel Padrnos, puso su mano en mi espalda y me dijo:
—A dormir bien, Víctor.
—Como todo los días, Johan.
—No, como todos los días no. Mañana vas a ser líder del Tour.
—Primero tenemos que ganar la etapa.
—Yo sé. Pero acuéstate con esa convicción y verás que lo lograremos. Estamos muy fuertes.
Yo había sido quinto en el prólogo inicial de la carrera en París, por encima de mis compañeros, y eso me daba la primera opción en caso de ganar la etapa. Creo que a Lance Armstrong le saqué un segundo. El grupo era muy fuerte en esa especialidad. Recuerdo que en las rotaciones siempre me cruzaba con Armstrong. Yo bajaba a la cola y él subía. Y me hablaba.
—Hoy Colombia te va a ver de amarillo, Víctor.
Cada vez que pasaba por mi lado me gritaba algo. Esas palabras me llenaron de energía, tanta que hubo momentos en que mis compañeros me pidieron que bajara el ritmo porque iba como una bala. Crucé la meta en la sexta posición. Siempre se ha dicho que fui primero porque Lance tuvo un gesto de amabilidad conmigo ¡Mentira! Él era todo menos amable. (Aquí, nuestro especial del Tour de Francia)
Faltando tres kilómetros me entró un temor gigante. Llegué a pensar que en cualquier momento Johan me diría que no llegara para que Lance fuera el líder. Me quité el audífono y no escuché más el radio. En caso de que me dieran una orden, no tenía cómo escucharla. Nunca lo había hecho, pero tenía claro que no quería saber nada.
Cuando terminamos la jornada y supimos lo del liderato, todos mis compañeros me felicitaron. Y ahí comenzó todo ese protocolo en el que te alejan del mundo. Que el control antidoping, que la rueda de prensa, que el podio; un corre corre muy bravo, y siempre escoltado por un montón de gente que ni idea. Ya en la tarima pensé en todos los colombianos que habían luchado por vestirse de amarillo. Recordé a Julio Cadena, quien en una escapada fue líder transitorio del Tour. Entendí el significado de tener ese maillot y la importancia de vestirlo. Al bajarme, la primera cara conocida que vi fue la de Lucho Herrera, que iba a ser homenajeado ese día.
—Hermano, acuérdese de que esa camiseta da alas. No se la deje quitar.
Esas fueron las palabras, en su manera parca de hablar. Me hubiera gustado sentarme con él para charlar por más tiempo, pero fue imposible. Fueron tantas las llamadas ese día que Johan me pidió el celular y me dijo que todo lo relacionado con medios se manejaría por la oficina de prensa del equipo. Y que si quería hablar con mi familia, que les dijera que lo llamaran a él. Por la noche, ya en la calma del hotel, estábamos comiendo cuando me pasaron un celular.
—Víctor, te está llamando un señor Álvaro Uribe Vélez.
—¿Álvaro Uribe Vélez?
—Sí, que quiere hablar contigo.
—¡Ay, jueputa! El presidente.
Me saludó y me dio las gracias por estar haciendo patria y me pidió que no me dejara quitar la camiseta. Al principio sólo le respondía: “Sí, señor”, porque no estaba muy convencido de que fuera él. Hablé con desconfianza, pensando que era una broma de vuelta que me estaban haciendo. Después caí en cuenta de que sí era él. Horas más tarde apareció Lance en mi cuarto con un computador para mostrarme las portadas de los principales diarios de Colombia. Yo estaba aislado y esa pantalla era la única ventana para ver a mi país. “Eres el rey de Colombia. No te van a caber las chicas en la habitación”, me decía muerto de la risa.
Ese día creo que dormí cinco horas o menos. Si no estoy mal, me acosté a la una de la mañana. A la mañana siguiente, una lluvia de cámaras estaban esperándome en el lobby. La organización empezó a tratarme de manera especial, como si tuviera un pase VIP.
Durante la quinta etapa, los otros ciclistas me felicitaron. Me pude mover por delante del lote con comodidad. El amarillo infunde respeto y yo tenía eso de mi lado. Recuerdo que cuando pasábamos por el lado de los aficionados, gritaban tres nombres: Lance Armstrong, Jan Ullrich y el mío. Eso fue genial. Siempre es así, y cualquiera que corra un Tour lo puede certificar. La gente se aprende el nombre del líder y de uno que otro favorito.
Ese día fue bastante largo (196,5 kilómetros) y hubo un calor insoportable. Recuerdo que cuando faltaban 35 km para la meta, el equipo Fassa Bortolo se puso al frente y aumentó el ritmo para cazar la fuga. Ellos tenían a Alessandro Petacchi, un gran esprinter, y querían llevarlo a la victoria. Miré a mis compañeros y nadie tenía una caramañola y no creo que hubieran tenido las fuerzas para ir por una. Yo no me sentí con la autoridad de pedirles que fueran, por más que yo llevara la amarilla, y por eso decidí ir yo mismo.
Bajé a buscar el carro, tomé una para mí, otras ocho para mis compañeros, y subí de nuevo al lote para repartirlas. Fue tanta la facilidad para coger de nuevo al pelotón que me asombré de mi estado físico. Terminamos la etapa y la prensa empezó a tergiversar las cosas. Que Lance me había mandando por agua, que Johan me había dado una orden. ¡Pura carreta! Fue un gesto mío y ya. Nadie irrespetó la camiseta amarilla, como muchos periodistas lo hicieron ver.
Ya en el hotel, Johan volvió a acercarse:
—Lo siento mucho, Víctor. No podemos defender la camiseta por más días. Mañana es una jornada de 230 km y tener al equipo trabajando adelante es muy desgastante. Sé que estar ahí es una de las mayores glorias para un ciclista, pero no podemos ir más.
Entendí sin reprochar. Tenía claro cuál era nuestro objetivo y que lo mío era algo transitorio. En la sexta etapa hubo una fuga de cuatro corredores y el Credit Agricole y el Fassa Bortolo se pusieron nuevamente a jalar. Sabía que ellos eran el camino para seguir de amarillo un día más y por eso me puse a alentarlos. Incluso, cuando estaban haciendo los relevos, trataba de empujarlos cuando los veía muy cansados. A mí me interesaba que la escapada terminara y tuve que acudir a esa alianza para mantener el liderato. Petacchi ganó y yo me subí a la tarima de nuevo.
Al siguiente día noté a Armstrong más serio de lo normal. Se veía incómodo con la situación. Ese man siempre era callado antes de competir, pero estaba más silente de lo habitual. Yo llevaba cuatro días siendo la estrella del Tour y le había quitado el protagonismo. Eso le molestaba y le golpeaba el ego. Esperé a que estuviéramos solos para hablar bien con él.
—Lance, quiero agradecerle por todo. No se imagina lo que esto ha significado para mi país. No crea que vamos a rivalizar. Yo tengo claro por qué estoy aquí. Esté tranquilo.
Ese man soltó un suspiro largo. Creo que le quité la carga de que un gregario lo fuera a desbancar y volvió a la tranquilidad. Cambió del cielo a la tierra, fue otro en carrera. Eso fue un 12 de julio, la última jornada que estuve de amarillo. Iba pedaleando con sueño, cansado, y cuando llegó el ascenso final, el francés Richard Virenque atacó muy fuerte. No había nada que hacer. Él ganó la etapa, se quedó con el liderato, y después de cuatro días por fin volví a dormir tranquilamente. Así terminó mi travesía vestido de amarillo.