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El pequeño Edson, de solo 9 años, entre perplejo y sorprendido, no podía creer lo que veía, pues su padre, el recio, serio, pero también amoroso, João, conocido en el barrio como “Dondinho”, lloraba desconsoladamente al lado del pequeño radio que, desde hacía poco tiempo, lo había acompañado en su pequeña casa de un barrio popular en el puerto de Bauru, en el estado de São Paulo a donde él y su familia se habían trasladado a vivir desde Três Corações, en Mina Gerais, hacía pocos años, siempre en busca de más oportunidades, siempre en pos de una mejor vida para todos, siempre abriendo caminos para todo lo que viniera. (Más: La despedida del presidente Lula a Pelé).
Edson, llamado así por Thomas Edison, el famoso inventor estadounidense, lo miraba con sus ojos expresivos y llenos de curiosidad, porque aquellas lágrimas no caían solamente por el rostro de su padre, el hombre que siempre lo había protegido y mimaba con una pocas golosinas, sino que también brotaban de los ojos de su madre, María Celeste, quien lo abrazaba; de varios familiares, como su tío y su abuela, que vivían allí; de algunos vecinos que, como ocurre en las barriadas populares, se quedan en el alma para siempre; de gente más allá de la cuadra que era parte de su cotidianidad y de todas esas personas del barrio, a la vez simples y complejas, que se oían sollozando, como si no hubiera mañana y como si todas las esperanzas que se tenían en la vida hubieran desaparecido por toda la eternidad. (Recomendamos: Lea más crónicas de Petrit Baquero).
Pero eso no pasaba solamente allí, porque algo parecido sentían muchos en todo el país, con sus calles, barrios, grandes ciudades y pequeñas poblaciones, en la costa y en la selva, donde se oían las gruesas y potentes voces de los narradores y comentaristas deportivos que hacían eco de ese gran duelo nacional, al cual consideraban la peor tragedia que había padecido esa nación llena de riquezas —naturales, culturales, humanas, espirituales—, pero con un pasado —y presente— complejo, a veces violento, a veces cruel, plagado también de desigualdad, racismo, exclusión y pobreza.
Sí, Edson, conocido por todos en su familia como “Dico”, era testigo de la manera en que todos, incluyendo a su padre, lloraban y se lamentaban con el profundo desconsuelo de esa compleja tierra de gentes diversas, en la que el fútbol se había convertido en un motivo de orgullo y factor de unión, pese a las tremendas contradicciones que no cesaban y que, tal vez, se manifestarían pocos años después con mucha mayor fuerza y rebeldía.
Pero, claro, lo que había en juego ese 16 de julio de 1950 era más que un partido de fútbol. Era el reconocimiento a una nación mestiza que recibió gentes de todas partes y que, pese a la exclusión, la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades, manifestaba alegría, creatividad, talento y esperanza. Era también la reivindicación de su gente, de los descendientes de los africanos esclavizados, de los que habían bajado la samba de los morros y de los que, a pesar de la tremenda represión, le dieron su impronta maravillosa a este país para convertirlo en algo nuevo, potente, vivo y lleno de futuro. Era la reivindicación de su pueblo, de su gente, de su tierra, del tercer mundo (término, hoy en desuso, que apenas se inventaba en aquellos tiempos), de los oprimidos, de los luchadores, de los migrantes, de los pisoteados, de los negros, de los mestizos, de los mulatos, de muchos más. Mejor dicho, era mucho más que un simple juego, era casi como la vida misma, era la esperanza de que los que nacieron siempre para perder podrían, por fin, darle la vuelta a la torta y ganar con creces.
Pero no, esa vez tampoco fue, y una vez más el Brasil de toda su gente popular se quedó a las puertas de cambiar su destino. O eso es lo que sintieron muchos aquella vez.
Por eso, Dondinho lloraba y lloraba, con el amor que siempre le había tenido al fútbol, ese oficio al que se dedicó actuando como centro delantero en pequeños equipos como Atlético Três Corações, São Lourenço-MG, Bauru Atlético Clube y otros más grandes como Fluminense y Atlético Mineiro, de donde se retiró prematuramente por una tremenda lesión causada por un rival que encarnaba esos tiempos en los que no había tarjetas y las patadas iban, por bajito, a la altura de la rodilla. De ahí en adelante, Dondinho —cuyo nombre completo era João Ramos do Nascimento—, que seguía siendo un apasionado seguidor del balompié, se dedicó a oficios varios, pues tenía una gran familia que alimentar y no era fácil hacerlo en un Brasil que cada vez movilizaba más gente que llegaba a las ya inmensas ciudades conformando nuevos barrios y favelas que se iban haciendo cada vez más grandes y donde, buscando nuevas oportunidades, cambiaban su vida por completo, para bien o para mal, o no sabemos.
Eso sí, Dondinho nunca dejó de relatar a Edson, su hijo mayor —nacido en Três Corações, Minas Gerais, el 23 de noviembre de 1940—, sus hazañas futbolísticas, como cuando anotó 5 goles de cabeza en un solo partido, lo cual para él sonaba fantástico, como si lo hubiera hecho en los más reputados estadios del mundo y fuera un héroe de esos capaces de conseguir las gestas más grandes e imposibles. Su hijo, claro, le creía con entusiasmo y sonreía con orgullo cuando les contaba a sus amigos lo que su padre había hecho en lo que parecían tiempos míticos.
También le escuchaba historias sobre los primeros ídolos del fútbol brasilero, como el mulato Arthur Friedenreich, quien, al comienzo de su carrera, tuvo que echarse cal en la cara para que se viera más blanco —o menos negro— y poder jugar con los, en ese entonces, “dueños del balón”, lo cual puede ser una analogía sobre la vida misma, o le oía las gestas del grandioso Leônidas da Silva, aquel jugador exuberante que fue goleador del Mundial de 1938 y no pudo consagrarse campeón porque su técnico no lo alineó en la semifinal reservándolo para una supuesta final a la que nunca llegaron.
Y por supuesto, conoció la vida de los ídolos del momento, como el gran goleador Ademir y, sobre todo, de Thomaz Soares da Silva, conocido por todos como “Zizinho”, quien se convertiría en ídolo y ejemplo a seguir para el pequeño Edson.
Por todo esto, esa pasión futbolera le llegó directamente al niño, a quien su padre llamaba “Dico” o “Gasolina”, pasando sus primeros años al lado de su hermano menor, primos y vecinos, jugando en la calle con uno de los viejos balones de cuero que su padre conservaba y donde demostró que tenía un talento excepcional para moverse, driblar rivales, patear con fuerza, saltar, correr y, sobre todo, mostrar un fuerte carácter, que solamente explotaba cuando le entraban con fuerza y deslealtad.
En esas, y observando que había algo especial por ahí, Dondinho lo llevó al campo de juego donde, a pesar de su pequeña edad de 4, 5 o 6 años, lo puso a jugar en distintos lugares del campo, incluso como arquero. Fue allí donde surgió el mote que inmortalizaría a Edson, pues este se hacía en el arco y atajaba los tiros que su padre le mandaba, quien le decía:
- “¡Bien, Bilé!”, “¡Gran parada, Bilé!”
Ese, vale decir, era el apodo que tenía José Lino da Conceição Faustino, “Bilé”, arquero del Vasco de São Lourenço, el modesto equipo del estado de Minas Gerais, donde Dondinho aún jugaba, pese a sus problemas físicos, y a donde el pequeño Edson iba a practicar exultante de felicidad, sonriendo y lleno de entusiasmo cuando metía un gol o atajaba un balón, por lo que también gritaba:
- “¡Bien, Bilé”, “¡Que atajada hiciste Bilé!”.
Pero, al parecer, el pequeño niño, tal vez por su corta edad o, según su tío Jorge, por su marcado acento de Minas Gerais, no pronunciaba bien “Bilé”, por lo que le entendían “Pilé” y, al final, todos pensaron que lo que decía era “Pelé”. Así, de un momento a otro, en el barrio, la escuela y los equipos infantiles en los que jugaba, empezaron a llamarlo así. Pero a Edson no le gustaba ese mote, por lo que se trenzó, incluso, a golpes con varios de sus compañeros, sin embargo, el nombre caló tanto que al final se acostumbró, y hasta le cogió cariño.
Total, vuelvo al 16 de julio de 1950, cuando lloraba toda esa nación de casi 54 millones de habitantes que presenció como el mítico estadio Maracaná de Rio de Janeiro, de más de 100 mil personas, había sido el escenario de la derrota, no de un equipo de fútbol, sino de todo un pueblo frente al férreo, duro y canchero Uruguay del capitán Obdulio Varela que, luego de empezar perdiendo se sobrepuso y ganó por 2 a 1. Ese día sería conocido en todo el mundo como el “Maracanazo”, porque el pueblo brasilero sintió que la derrota le llegó como un totazo o un tren atravesado en el camino, convirtiendo lo que era una grandiosa fiesta —tal vez más que el propio carnaval— en una tragedia colectiva. Luego de esa derrota hubo suicidios, asesinatos, separaciones y muchas peleas, porque la esperanza había muerto definitivamente, o eso es lo que muchos creyeron en esa ocasión.
Y ese día, Dondinho lloraba copiosamente, aunque, poco a poco, todos los que lo abrazaban, se fueron alejando, y así tuvieran todavía lágrimas en sus rostros, regresaron a sus actividades cotidianas, porque, así no pareciera, el mundo seguiría girando. La primera que lo hizo fue María Celeste, su esposa, quien, con los pies bien puestos en la tierra, sabía que había que seguir viviendo, luchando y caminando.
Fue ese el momento en que el pequeño Edson se acercó a su padre y lo tomó de la mano. Este, al verlo, sonrió tiernamente y se arrodilló, como si tratara de ser consciente de que había cosas más importantes que un simple partido de fútbol. Y viendo a su hijo sonreír y tratando de consolarlo, supo que era verdad. Fue ahí cuando el pequeño Edson, mirándolo fijamente, le dijo a su padre:
- No llores papá, no llores.
Ante esto, Dondinho lo vio con ternura.
- ¡Te prometo que haré a Brasil campeón del mundo para ti!
Dondinho abrazó y besó a su pequeño hijo, quien mostró la cálida y bella sonrisa que muchos conoceríamos después. Luego de un rato, lo soltó para que saliera a jugar a la calle con Zoca y María Lucía, sus hermanos menores, porque a esa edad las tragedias, así sean las del fútbol, no son, o no parecen ser, tan trascendentales.
Ese niño llamado Edson Arantes do Nascimento, y que ya muchos conocían como Pelé, continuó jugando contra sus vecinos, contra los de las cuadras vecinas, contra los de otros barrios, contra los de otras ciudades. Y desde muy pequeño dejó claro que su talento era excepcional marcando diferencia en cada lugar donde se encontrara. Tampoco dejó dudas de eso en la escuela, donde en cada juego hacía más de 5 goles y todos querían jugar con él, ninguno contra él. Y menos en las canchas aficionadas de tierra, donde algunos ojeadores le empezaron a poner atención, pues corría el rumor de que había un fenómeno que jugaba con hombres más grandes y a todos los derrotaba, pues saltaba en sostenido durante 5 segundos más que los demás, hacía golazos de cabeza, zurda, derecha, en carrera, eludiendo rivales, por el aire, de globito. También que se inventaba túneles, ochos, sombreritos en carrera y hasta paredes con sus rivales; que era más rápido y fuerte que todos, y que exponía tremenda dureza, porque le pegaban, de hecho, lo molían a patadas, y el respondía y se volvía aún más fuerte, como una pantera al acecho que inspiraba profundo miedo a sus contrarios.
El 7 de septiembre de 1956, a los 15 años y 9 meses, Edson Arantes do Nascimento “Pelé” debutaría en la primera formación del equipo Santos de la primera división. Y si bien ya se contaban muchas cosas, a veces en secreto, otras públicamente, pocos sabían que ese joven, todavía niño, esperaba por la gloria, la grandeza y la eternidad. Menos se imaginarían que metería más de 1.000 goles, ganaría tres mundiales de fútbol con su selección —el primero a los 17 años—, convertiría a Brasil en sinónimo del fútbol y “jogo bonito”, integraría la, para muchos, mejor selección de fútbol de la historia, y conquistaría también varias copas intercontinentales, copas libertadores y numerosos torneos de todo tipo en muchos lugares del mundo.
Mejor dicho, pocos se imaginaban que ese joven, al que el Santos obligó a una dieta estricta para que se engordara, tendría al mundo a sus pies; que estaría destinado a convertirse en un mito y una leyenda al mismo tiempo; que sería conocido como un genio y un artista, y que sería llamado, por muchos de los que saben de verdad, el mejor de los mejores. Tampoco pensaban que se convertiría en el 10 eterno y que, de hecho, le daría sentido a la camiseta 10 en el fútbol, y que se inventaría muchas de las jugadas que otros volverían su marca años, incluso décadas, después.
Mucho menos pensaron que ese joven sería capaz de parar una guerra porque ambos bandos querían verlo jugar; que llevaría el fútbol a prácticamente todos los confines del planeta, que haría que su nombre fuera asociado inmediatamente con el fútbol, como un símbolo y una marca indeleble, y que sería el gran vindicador de su pueblo, su gente, sus orígenes.
Y, sobre todo, pocos sabrían, aunque él nos lo dijo después, que ese niño humilde, pero lleno de talento que, apenas 8 años después de ver a su padre llorar, lloraría también, pero de alegría, al saber que, al ganar el Mundial de Fútbol de 1958 en Suecia, podía cumplirle al viejo Dondinho esa, su gran promesa, la promesa hecha realidad de quien, a pesar de su muerte a los 82 años, nunca dejaría de ser el eterno Rey del fútbol, por siempre y para siempre, ¡O Rei Pelé!
* Petrit Baquero es Historiador, Politólogo, Músico y Melómano. Autor de El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017) y Manual de Derechos Humanos y Paz (CINEP/PPP, 2015)