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“Nunca quise ser un ejemplo”, decía el hombre que nació el 30 de octubre de 1960 en el Hospital Policlínico de Lanús. El que creció en una humilde casa de la abandonada Villa Fiorito. El que a las cuatro de la madrugada sentía los pasos de su padre, Diego Maradona, que salía en busca de algunos pesos para alimentarlos a él y a sus siete hermanos. El que escuchó a su madre, doña Tota, mentir. “Me duele el estómago, no quiero comer”. No era cierto. Pronunciaba esas palabras porque los alimentos eran escasos y prefería que fueran para sus hijos.
Con el mismo nombre de su progenitor, el genio creció con uno de los mejores talentos de la historia para tratar a la pelota, el objeto que él definía como “el juguete más lindo”. Lo hizo en medio de una miseria de la que salió tras ser contratado por Argentinos Juniors. Cuando el club le entregó una casa, el hambre ya no le preocupaba. La fama, sí. Tenía apenas 15 años en el momento en que debutó como profesional y ya era visualizado como el próximo prócer del fútbol mundial. Era perseguido por la prensa y algunas mujeres, aunque él se quedó con quien sería su esposa: Claudia Villafañe.
Después de salir campeón con Boca Juniors del Metropolitano del 81, Maradona se fue a uno de los equipos más grandes del mundo: Fútbol Club Barcelona. Se preveía que allí seguiría la estela mágica de Johan Cruyff, pero no pudo triunfar. Además de sus lesiones, se dedicó a frecuentar clubes nocturnos. En ellos conoció la cocaína, su destrucción. No le importaba desobedecer las directrices de la institución y sus entrenadores. Se despidió de España con una batalla campal en la Copa del Rey 1984 y buscó ser feliz en Nápoles, en donde, en sus propias palabras, “la droga estaba por todos lados”.
(Maradona, el conspirador político)
Con la camiseta celeste del Nápoli, el legendario “10” protagonizó exhibiciones memorables en el estadio San Paolo (que ahora se llamará Diego Maradona) y dejó goles eternos para la memoria de esa escuadra, a la que llevó a ganar sus únicos títulos de la Serie A de Italia (1987 y 1990), una Copa Italia (1987) y una Copa de la Uefa (1989). Afuera del verde césped contrataba prostitutas y compartía fiestas y cenas con La Camorra, organización mafiosa de esa ciudad del sur de Italia y con la que sostuvo una íntima relación para suplir su adicción a la cocaína.
La rabia que utilizaba Maradona para luchar contra los equipos del norte también se apoderaba de sus adentros para participar en discusiones en bares y hacer cosas de las que después se arrepentiría. Una de ellas, tener un hijo por el cual no respondió durante mucho tiempo, aunque siempre supo que era el padre. El argentino inundó su cuerpo de alcohol y trasnochaba de domingo a martes. Se recuperaba de miércoles a sábado para el día siguiente deleitar con su magia en los estadios italianos. Nápoles fue su gloria, su perdición, su hogar, su reino. Fue el lugar donde afrontó un juicio por tráfico de drogas y fue declarado culpable, veredicto que también le dieron por dopaje, tras el cual él mismo entendió que era el momento de irse.
“Fue duro. Cuando llegué a Nápoles me fueron a recibir 85 mil personas; cuando me fui, me quedé solo. Me fui tranquilo. Hice historia”, dijo Maradona, al que la Federación italiana lo suspendió por 15 meses, el 6 de abril de 1991, por consumo de cocaína. El hombre que había revolucionado un club y una ciudad aseguró que era una represalia por la eliminación que, en el San Paolo, la selección de Argentina le provocó a Italia en las semifinales del Mundial del 90.
En la Copa del Mundo de Estados Unidos 1994, Maradona volvió a ser expulsado. La FIFA afirmó que le encontró efedrina en un control antidopaje y lo suspendió por 15 meses. “Me cortaron las piernas”, la frase que tras ese episodio expresó Maradona, quien dos años después fue a Suiza a tratar su adicción a las drogas. En 1997 se retiró con la camiseta de Boca en el vestuario del estadio Monumental durante un Superclásico contra River, y en 2000 su cuerpo, con el que hizo maravillas y al que nunca dejó de maltratar, volvió a enviarle mensajes. Sufrió una crisis en la paradisiaca Punta del Este (Uruguay), le diagnosticaron hipertensión arterial y le hallaron, una vez más, rastros del maldito polvo blanco.
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La lucha continuó. Entre 2001 y 2004 ingresó en Cuba a un nuevo tratamiento contra su dependencia de las drogas. Sin embargo, el 18 de abril de ese año empeoró su cuadro de hipertensión y sufrió una crisis cardiorrespiratoria que lo tuvo a punto de fallecer. En 2005 pesaba 121 kilogramos y vino a Colombia para someterse a un bypass gástrico. Después, a Maradona le costaba articular ideas, expresarse. No podía comunicar coherencias, como sí lo hizo con el balón.
Y siguió hundiéndose en el alcohol, mientras sus abogados ejercían batallas legales contra Villafañe, su amor de adolescencia, por dinero, mientras él reconocía más hijos. Y los problemas de salud aumentaron, y en sus últimas apariciones en cancha como DT de Gimnasia y Esgrima de la Plata le costaba caminar. Y hace un mes asomó un coágulo en su cabeza, la que pensaba más rápido que los demás en el balompié. Y, un miércoles 25 de noviembre que nunca se olvidará, su corazón dejó de jugar en este planeta.