El verano que reunió a Riva, Beckenbauer y Zagallo

Los futboleros de ley los habrán recordado por algunas imágenes en blanco y negro, por el Mundial de 1970 o por algún partido disperso, y habrán lanzado un profundo y nostálgico suspiro con las noticias que se fueron sucediendo durante los primeros días del año:

Los futboleros de ley los habrán recordado por algunas imágenes en blanco y negro, por el Mundial de 1970 o por algún partido disperso, y habrán lanzado un profundo y nostálgico suspiro con las noticias que se fueron sucediendo durante los primeros días del año:

“Enero 8, 2024. Fallece Franz Backenbauer, capitán y campeón del mundo con la selección de Alemania en 1974, y director técnico de la misma en 1986 y 1990, cuando se alzó con el título en el Olímpico de Roma.

Enero 5, 2024. Según fuentes familiares, se acaba de conocer que murió en Río de Janeiro Mario Zagallo, integrante de la selección de Brasil campeona del mundo en 1958 y 1962, y técnico del scracht que ganó el tricampeonato en México 70″.

Enero 22, 2024. Muere Luigi Riva, mítico delantero de la Selección Italiana de fútbol y del Cagliari, a la edad de 79 años.

Alguno habrá dicho en voz alta, muy alta y muy ronca, que vio jugar a Beckenbauer, y que fue tomándole al pulso a su fútbol, al del Bayern Múnich y al de Alemania en la media en que pasaba de clavar estiletazos como volante a hacerlo como líbero, y a convertirse desde el fondo en una especia de precursor del fútbol que iría a explotar veintitantos años después de su título en la Copa del Mundo de 1974.

Otro añadirá que vio a Zagallo, pero más como técnico, en el banco de Brasil, que como jugador, pero que igual las crónicas de su tiempo lo describían como un zurdo dúctil que trabajaba en ataque y en defensa, siempre en función de su equipo. Uno más recordará a “Gigi” Rica en la Copa de México 1970, gol a gol, cuerpo contra cuerpo, codo a codo y remate a remate.

La historia los reunió en aquel Mundial, durante el verano de 1970. Zagallo había dejado las canchas para dedicarse a dirigir, luego de haber sido campeón del mundo en Suecia1958 y en Chile 1962, al lado de Pelé y Garrincha, entre otros. Una tarde, pocos meses antes de la Copa, le propusieron que se hiciera cargo de la selección. Él preguntó por qué, y quiso saber lo que había ocurrido con Joao Saldanha. Le respondieron que era mejor no saberlo todo, aunque los rumores de que le habían dado una especie de golpe de estado por sus tendencias izquierdistas se propagaban cada día a mayor velocidad. Zagallo sonrió, o dijeron que sonrió, y dijo algo como que todo lo que se hiciera por el fútbol sería por el bien de la patria.

Como casi todos los brasileños de entonces, de antes y de después, él tenía su selección ideal. La había discutido una y decenas de veces con sus amigos, con uno que otro periodista, y también, con unos tantos adversarios futboleros. En voz muy baja, había comentado que más allá de sus ideas políticas o sociales, Saldanha se había equivocado al haberse enfrentado a Pelé, y que esa rivalidad tendría consecuencias.

A comienzos de año, abril de 1970, el técnico oficial de Brasil había dejado en la banca para un partido amistoso a su “10″, justificando la decisión en un supuesto diagnóstico del cuerpo médico del scracht según el cual Pelé no veía bien. La foto de Pelé en el banco, ante Bulgaria y con el número 13 en la espalda, se volvió una reliquia.

Pasados muchos años, él mismo admitió que no veía bien, y dijo que su defecto se había transformado en su gran virtud, pues al no poder definir el contorno de sus compañeros y sus adversarios, se había acostumbrado a ver más allá, a ver el todo en lugar de la parte.

Zagallo lo llamó para el Mundial y lo convenció de su relevancia an el equipo, y armó el equipo a su alrededor, con una de las ideas más novedosas de la historia: juntar cinco volantes ofensivos. Era un capricho, un sueño que había imaginado durante varios años. Cuando dio la alineación para el primer partido de la Copa de México, explotó la polémica. No podía, ser, decían los entendidos, que en un mismo equipo jugaran Pelé, Rivelino, Tostao, Jaizinho y Gerson.

Zagallo se aferró a sus supersticiones, a la fe de los brujos, a los relicarios y los muñecos de vudú y apretó los dientes apenas se terminó el partido. Como si hubiera sido un trámite, recibió algunas felicitaciones de sus colaboradores, y de uno que otro jugador, y se refugió en el vestuario. H

abía dado el primero de muchos pasos para el título. Checoslovaquia era asunto del pasado, más por el funcionamiento de su Brasil que por el 4-1 a favor, que eran solo números. Los entendidos comenzaron a bajarle el tono a sus críticas. Dijeron tudo bem, tudo bem, aunque hicieron la salvedad de que la defensa y el portero, Félix, eran algo frágiles. Ese mismo día, 3 de junio, Italia derrotó a Suecia 1 por 0 en Toluca, y Alemania a Marruecos 2-1 en León.

Con sus idas y vueltas, dramas y celebraciones, Brasil, Italia y Alemania llegaron hasta las semifinales de aquel Mundial. Zagallo fue acallando las críticas. Los insultos, el recuerdo de los años idos, la permanente añoranza a Garrincha, a los títulos de Suecia 58 y Chile 62, se fueron esfumando.

Que la defensa era frágil, seguían diciendo, pero ni a él ni a nadie en el equipo le preocupaba mucho eso. Su mejor defensa, decían, repetían hasta con cinismo, era el ataque. Y lo fue hasta que venció a Uruguay en las semifinales y se instaló en la final, en donde se enfrentó a una Italia rocosa, trabajada, difícil, que brillaba muy de cuando en cuando por la zurda y los goles de Luigi Riva y la imaginación de Gianni Rivera.

Los demás eran como piezas fijas en el libreto de lo que la historia llamaría “il catenaccio”. Con eso, solían decir, les alcanzaría. Cuando supieron que en semifinales tendrían que enfrentar a Alemania, que por aquella época se llamaba Federal, apretaron las clavijas, y con las clavijas bien aseguradas, se fueron adelante en el marcador.

Con un gol les bastaba, o eso creían. Roberto Boninsegna había abierto la cuenta. Sin embargo, Alemania era la Alemania de siempre, inclaudicable, férrea, luchadora, con algunos toques de genialidad de Beckenbauer y de Wolfang Overath, y la sapiencia casi infinita de Uwee Seeler. Cuatro días atrás habían tenido que enfrentar en un partido épico a Inglaterra, con la que habían perdido la final del 66, y la habían vencido luego de 120 minutos.

Contra Italia, atacaran por todos los flancos, pero “il catenaccio” era poco menos que indestructible, hasta que llegó el último minuto, y en ese último instante, Schellinger se lanzó como pudo y logró hacer el tanto del empate. De nuevo, tiempo extra. De nuevo, todo o nada. Entonces comenzó a escribirse una de las páginas más brillantes de la historia de las Copas del Mundo, con Franz Beckenbauer de un lado, y Luigi Riva del otro. Con Gerard Muller cazando pelotas sueltas, y con Gianni Rivera intentando buscar y encontrar un espacio para llegar al gol.

Aquel histórico juego dentro del juego empezó con un gol de Muller, como de costumbre, y un remate dentro del área de Tarcisio Burnich para el primer empate. O el segundo. Luego llegó el gol de Riva, y casi que el pase a la final. Pero Muller volvió a surgir de la nada.

A nueve minutos del final, Rivera acompañó en un contraataque a Boninsegna. Como escribieron los crónicas de El Gráfico de aquellos años, “Cuando vino el pase atrás resolvió con la frialdad que solo pueden mostrar los grandes jugadores dentro de la planta atómica de un estadio a punto de estallar con la explosión en cadena de tantas emociones juntas… Con el arquero Maier volviendo de su palo derecho, el ‘Bambino de Oro’ la cruzó a ese mismo palo”. El partido parecía definido. Italia se adhirió a su memoria y cerró todos los espacios posibles. En pocos días jugaría su tercera final del mundo, ahora contra un Brasil demoledor, favorito, creativo y goleador, que acababa de derrotar a Uruguay 3-1.

Una de las últimas escenas de aquel Italia-Alemania inolvidable fue la de Franz Beckenbauer deambulando por la cancha del Azteca, con su brazo acomodado en un cabestrillo. Había jugado gran parte del tiempo complementario lesionado, y se había negado a salir del campo.

Aunque siempre se hubiera distinguido por su porte y su toque, por llegar a la pelota una milésima de segundo antes que el rival para no tener que ir a los choques, no le rehuía a la lucha. Era alemán, y con eso estaba dicho casi todo. Se había acostumbrado a jugar y a marcar, y por esa razón había decidido pasar del mediocampo a la defensa. Desde atrás, anticipándose a las jugadas de los rivales, podía ser tan o más ofensivo que tipos como Overath.

“Es posible que no pase al ataque con la misma frecuencia de antes, pero voy lo mismo. Lo que importa es mi libertad para ordenar al equipo desde atrás, porque allá, en mi país, me marcan demasiado”, le había respondido a Oswaldo Ardizzone, de El Gráfico, en una pequeña entrevista a finales de 1970. Desde aquella última postal de México 70, Beckenbauer evolucionó como futbolista, como persona y como estratega, hasta el punto de que cuatro años después sería el capitán y la insignia de Alemania campeón del mundo en Múnich, y veinte años más tarde, en Roma, levantaría la copa de la FIFA como técnico de su selección. La historia lo recordó siempre como un jugador elegante y sutil, y como un hombre de ideas.

Pero más allá de aquello, el fútbol, en el más amplio de los conceptos, pasó por sus pies, su cabeza y su ubicuidad para seguir un camino de transformaciones que se iba construyendo muy poco a poco, y muy nombre a nombre. El suyo quedó en letras de molde y se multiplicó aquella tarde de finales de los años 60 en la que decidió cambiar de posición, “para ordenar al equipo desde atrás”, y para salir jugando con la pelota al piso y la cabeza levantada, entregándosela a sus compañeros con precisión y claridad, nunca rifada, jamás enlodada. Algunas semanas después de la final de México 70, diría que probablemente su equipo le hubiera creado más dificultades a Brasil que las que le generó Italia, pero aquello era entrar en el terreno de las suposiciones.

En el Azteca, el 21 de junio, y aparte de las suposiciones y los “hubiera”, se enfrentaron los dos vencedores de las semifinales, Brasil e Italia. Para Brasil, aquella final era una revancha más de la derrota que había sufrido en el Maracaná, 1950. Ante la llegada de Zagallo a la dirección del equipo, Pelé recordaría unos años más tarde que “Nuestro nuevo entrenador no solo era todo lo contrario a Saldaña en términos de comportamiento, sino un excompañero de equipo y amigo: Mario Zagallo. Jugador clave en las selecciones brasileñas que habían ganado los mundiales de 1958 y 1962, Zagallo siempre había jugado fútbol con una actitud combativa, por una razón que yo podía identificar con facilidad”.

Pelé se refería a que Zagallo, que por entonces estaba en la milicia, había estado en el Maracaná el 16 de julio del 50. Había hecho parte de la fiesta que se había desatado antes de la final entre Brasil y Uruguay, había sufrido, padecido, la derrota en la cancha y desde las tribunas, y luego, entrada la tarde y en la noche y los días siguientes, había sido uno de los miles de miles de hinchas brasileños que habían llorado por lo que llamaron entonces, y después, aquella tragedia del Maracaná.

“Vio el encuentro y fue uno de los muchos brasileños que juraron, cada uno a su manera, vengar la derrota ante Uruguay”. Zagallo, además, y de acuerdo con las memorias de Pelé, “había crecido nadando en las fuertes olas del nordeste de Brasil, y cada movimiento que hacía transmitía autoridad y seguridad”.

Apenas Pelé supo del nombramiento de Zagallo, le aclaró que él no sería ningún problema, que acataría sus órdenes, y que si lo dejaba por fuera del equipo, lo comprendería siempre y cuando se lo dijera de frente. “Pelé, no soy tonto. Jugarás, confía en mí”, le respondió su viejo compañero.

Unos cuantos días más tarde, cuando la historia se había escrito, sellado para siempre, y Brasil era por tercera vez en 12 años campeón del mundo, Zagallo y Pelé se fundieron en un íntimo y largo abrazo en el vestuario del estadio Azteca. Minutos antes, Pelé había festejado sobre el campo la victoria ante Italia 4-1, y el título, con un sombrero de mariachi que alguien le puso en la cabeza, luego de que la arrancaran la camiseta.

Lloró, se rió cuando vio que a Tostao le habían quitado la pantaloneta, las medias, los guayos y la camiseta, gritó y cantó y apretó los puños, y se metió en el camerino, entre exhausto y eufórico. Vio a sus compañeros de tantas tardes y noches saltar y cantar, hasta que sintió las manos de alguien en sus hombros. Era Zagallo, el viejo y audaz Mario Zagallo, a quien bautizaron como “Lobo”, de quien dudaron cuando se lanzó a jugar con cinco volantes ofensivos y dos laterales que iban casi siempre al ataque, y a quien terminaron por respetar como a pocos por sus convicciones y su claridad. Pelé se levantó y lo abrazó. Se abrazaron. Se dijeron varias cosas que los dos sabían de memoria y que supieron callar con el paso del tiempo.

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