Iván René Valenciano y Anthony de Ávila: memorias de sus días
Anthony ‘Pipa’ de Ávila e Iván René ‘El Bombardero’ Valenciano son los goleadores históricos de América de Cali y Júnior de Barranquilla, respectivamente. Sus goles y títulos son microrrelatos de oro en el fútbol colombiano.
Andrés Osorio Guillott
Son de una misma generación. Ambos provienen de las fuertes brisas y la humedad de la costa Caribe. Son de la región que dio origen a nuestro fútbol, que ha sido cuna y trinchera de los jugadores que, con los botines puestos, han logrado transportar la historia del país, la historia rural, profunda, la de la alegría de bailar una cumbia, de tomarse un petaco de cerveza un domingo al mediodía; también la de la Colombia oscura, la del conflicto armado y la del narcotráfico que hizo de sus tentáculos una epidemia de la corrupción en el ser humano, no de la que solo se remite a la política, sino la que quebrantó y corrompió estructuralmente a la sociedad con el dinero fácil y la ignominia frente a los demás.
Anthony de Ávila, apodado como ‘el Pipa’ por su sobrepeso en la infancia, lejos de esa corrupción ya mencionada, fue protagonista de una polémica en 1997, luego de que les dedicara un gol que marcó con la Selección Colombia contra Ecuador a los hermanos Rodríguez Orejuela, exjefes del Cartel de Cali y dueños de América en la década de lo 90.
‘El Pipa’ no fue cómplice. Ni él ni muchos jugadores son culpables de los negocios turbios que se manejaban por debajo de los escritorios y detrás de las canchas. Ese hecho solo habla de un momento de la historia en la que el país estaba enlodado en todos sus contextos por los capos del narcotráfico, por personas que tuvieron más poder que el mismo Estado.
De Ávila fue un jugador audaz. Fue una liebre que supo escabullirse en el campo de juego. Más que al rival, a lo que le huyó siempre fue al miedo. Fue sabio en reconocer que todo proviene de la voluntad y el interior. Su metro y sesenta centímetros de estatura no era impedimento para enfrentarse a un volante de marca de un metro y ochenta centímetros. Sabía que todo estaba en ser ágil para lograr una finta, que sin miedo se podía lograr la firmeza para recibir una entrada o para atreverse y desubicarlo con una gambeta.
El delantero nació en Santa Marta el 21 de diciembre de 1963. Creció, como muchos otros, en calles amarillas, que a lo lejos se derretían en olas de calor. En la costa, en cuanto a los deportes, existen varias inclinaciones que no solo van arraigadas al fútbol, también lo está el boxeo y el béisbol. Este último lo practicó de Ávila en su adolescencia, incluso estuvo por encima de muchas otras disciplinas. No obstante, con el fútbol sintió empatía, y por ello terminó en la Selección Juvenil de Magdalena, donde compartió varios partidos con Alberto Gamero. En un partido en 1983 entre el Unión y el América, Gabriel Ochoa, técnico en ese entonces del conjunto ‘Escarlata’, vio previamente al delantero samario. A partir de ahí, la historia se escribió con gambetas y goles.
‘Pitufo’, como también le dicen al goleador histórico de América y al jugador con más campeonatos en el fútbol colombiano, marcó 208 tantos para el equipo de la capital del Valle del Cauca y ganó nueve títulos con la misma camiseta (1983,1984,1985,1986,1987, 1990, 1992, 1996-1997).
Fue ‘El profe’ Ochoa que rompió con la ‘maldición del garabato’, que decía que América no ganaría un título por tener en su escudo a un diablo, que no lograría un trofeo por la sentencia de Benjamín Urrea al jurar por Dios que el equipo rojo no sería campeón. El conjuro del buen fútbol que contó con jugadores como Aurelio José Pascuttini, Juan Manuel Battaglia, Jorge Ramón Cáceres, Alfonso Cañón, entre otros, se siguió fraguando en la década de 1980 con Ochoa a la cabeza, con los refuerzos de Eduardo Pimentel, Willington Ortiz, Julio Falcioni, Anthony de Ávila y demás jugadores que lograron un pentacampeonato y tres finales de Copa Libertadores que, infortunadamente, no tocaron el puerto esperado.
Curiosamente, de Ávila hizo parte de la época más gloriosa de América, que integró el rompimiento del mito del garabato, fue un jugador que, tiempo después, estuvo en contra de seguir manteniendo en el escudo al diablo. Por encima de cualquier indumentaria, el delantero samario siempre cargaba la imagen del Divino Niño y de La Milagrosa. Siempre se encomendó a su religión y fue tan fiel a ella que muchas veces tapó el escudo. De él, de sus creencias y de su club quiso alejar al diablo, reforzando un mito que fue revivido hace poco y que sigue hablándose en voz baja.
Pese a esa confrontación, al ‘Pipa’ no pudieron renegarle nunca nada, pues su obra habla más que sus creencias. Su fútbol fue su escudo y sus oraciones al Señor de los Milagros y San Marcos sus fuentes de energía para lograr los goles que, incluso, reaparecieron más de 10 años después de su supuesto retiro cuando decidió, con 45 años, volver a América de Cali y marcar dos goles, uno contra Independiente Santa fe y otra contra el eterno rival, el Deportivo Cali.
El bombardero del fútbol colombiano
Tendemos a fantasear con supuestos, con lo que pudo haber sido y lo que puede ser. ¿Qué pudo haber sucedido con Iván René Valenciano si no hubiera caído en el vicio del alcohol?
El delantero barranquillero cometió lo que en la Antigua Grecia se llamó una hamartia, un error determinante que cambia el destino. Fueron años en los que el alcohol fue adquiriendo importancia en la cotidianidad del jugador, excluyendo paulatinamente las horas en familia y las horas de reposo que son esenciales para el equilibrio y el rendimiento de los futbolistas.
Valenciano, que nació en el barrio Simón Bolívar en Barranquilla, que cada vez que retorna a su tierra hace del recuerdo una acción del presente al jugar fútbol con los pequeños que se le acercan, es el goleador histórico de Júnior con 158 goles en 243 partidos. Ganó un título en 1993 y otro en 1995, siendo goleador en este último con 24 goles.
En el equipo ‘Tiburón’ jugó con Oswaldo Mackenzie, ‘El Pibe’ Valderrama, Alexis Mendoza, entre otras figuras y referentes. Fue cómplice de grandes armadores y estandarte de ataques fulminantes. Debutó en 1988. Sus hinchas cuentan que los contrincantes temían atravesársele a los balones que pateaba ‘El Cachetón’, que la velocidad de sus disparos alcanzaba los 120 kilómetros por hora, que fue único en esa especie de delantero y que su olfato de goleador lo nutrió con el olor a sancocho de pescado que se apropiaba de los callejones y las canchas donde jugó con una pelota de trapo, con la misma con la que fue capaz de convencer al dueño de un asadero de pollos para que jugara en un equipo consolidado en la ciudad.
Los tiempos después del Júnior estuvieron llenos de desequilibrios y soledad. Valenciano cuenta que todo el dinero que llegó a ganar con el fútbol lo invirtió en alcohol. Ese vicio, que es silencioso y despiadado cuando se llega al fondo, lo condujo a la banca rota, al olvido de su familia y de los amigos que estaban para las fiestas y que desaparecieron para tender una mano. Es por ello que esos días de contradicciones con sus anhelos y de constantes derrotas con su humanidad no serán mencionados aquí, pues este espacio, que no lo revictimiza, es para hablar de las bondades y las pequeñas glorias que obtuvo en la década de 1990, cuando Colombia estaba sumida en el miedo y la resignación al ver en las calles las esquirlas de las bombas y en las noticias los nuevos casos de corrupción y narcotráfico.
Son de una misma generación. Ambos provienen de las fuertes brisas y la humedad de la costa Caribe. Son de la región que dio origen a nuestro fútbol, que ha sido cuna y trinchera de los jugadores que, con los botines puestos, han logrado transportar la historia del país, la historia rural, profunda, la de la alegría de bailar una cumbia, de tomarse un petaco de cerveza un domingo al mediodía; también la de la Colombia oscura, la del conflicto armado y la del narcotráfico que hizo de sus tentáculos una epidemia de la corrupción en el ser humano, no de la que solo se remite a la política, sino la que quebrantó y corrompió estructuralmente a la sociedad con el dinero fácil y la ignominia frente a los demás.
Anthony de Ávila, apodado como ‘el Pipa’ por su sobrepeso en la infancia, lejos de esa corrupción ya mencionada, fue protagonista de una polémica en 1997, luego de que les dedicara un gol que marcó con la Selección Colombia contra Ecuador a los hermanos Rodríguez Orejuela, exjefes del Cartel de Cali y dueños de América en la década de lo 90.
‘El Pipa’ no fue cómplice. Ni él ni muchos jugadores son culpables de los negocios turbios que se manejaban por debajo de los escritorios y detrás de las canchas. Ese hecho solo habla de un momento de la historia en la que el país estaba enlodado en todos sus contextos por los capos del narcotráfico, por personas que tuvieron más poder que el mismo Estado.
De Ávila fue un jugador audaz. Fue una liebre que supo escabullirse en el campo de juego. Más que al rival, a lo que le huyó siempre fue al miedo. Fue sabio en reconocer que todo proviene de la voluntad y el interior. Su metro y sesenta centímetros de estatura no era impedimento para enfrentarse a un volante de marca de un metro y ochenta centímetros. Sabía que todo estaba en ser ágil para lograr una finta, que sin miedo se podía lograr la firmeza para recibir una entrada o para atreverse y desubicarlo con una gambeta.
El delantero nació en Santa Marta el 21 de diciembre de 1963. Creció, como muchos otros, en calles amarillas, que a lo lejos se derretían en olas de calor. En la costa, en cuanto a los deportes, existen varias inclinaciones que no solo van arraigadas al fútbol, también lo está el boxeo y el béisbol. Este último lo practicó de Ávila en su adolescencia, incluso estuvo por encima de muchas otras disciplinas. No obstante, con el fútbol sintió empatía, y por ello terminó en la Selección Juvenil de Magdalena, donde compartió varios partidos con Alberto Gamero. En un partido en 1983 entre el Unión y el América, Gabriel Ochoa, técnico en ese entonces del conjunto ‘Escarlata’, vio previamente al delantero samario. A partir de ahí, la historia se escribió con gambetas y goles.
‘Pitufo’, como también le dicen al goleador histórico de América y al jugador con más campeonatos en el fútbol colombiano, marcó 208 tantos para el equipo de la capital del Valle del Cauca y ganó nueve títulos con la misma camiseta (1983,1984,1985,1986,1987, 1990, 1992, 1996-1997).
Fue ‘El profe’ Ochoa que rompió con la ‘maldición del garabato’, que decía que América no ganaría un título por tener en su escudo a un diablo, que no lograría un trofeo por la sentencia de Benjamín Urrea al jurar por Dios que el equipo rojo no sería campeón. El conjuro del buen fútbol que contó con jugadores como Aurelio José Pascuttini, Juan Manuel Battaglia, Jorge Ramón Cáceres, Alfonso Cañón, entre otros, se siguió fraguando en la década de 1980 con Ochoa a la cabeza, con los refuerzos de Eduardo Pimentel, Willington Ortiz, Julio Falcioni, Anthony de Ávila y demás jugadores que lograron un pentacampeonato y tres finales de Copa Libertadores que, infortunadamente, no tocaron el puerto esperado.
Curiosamente, de Ávila hizo parte de la época más gloriosa de América, que integró el rompimiento del mito del garabato, fue un jugador que, tiempo después, estuvo en contra de seguir manteniendo en el escudo al diablo. Por encima de cualquier indumentaria, el delantero samario siempre cargaba la imagen del Divino Niño y de La Milagrosa. Siempre se encomendó a su religión y fue tan fiel a ella que muchas veces tapó el escudo. De él, de sus creencias y de su club quiso alejar al diablo, reforzando un mito que fue revivido hace poco y que sigue hablándose en voz baja.
Pese a esa confrontación, al ‘Pipa’ no pudieron renegarle nunca nada, pues su obra habla más que sus creencias. Su fútbol fue su escudo y sus oraciones al Señor de los Milagros y San Marcos sus fuentes de energía para lograr los goles que, incluso, reaparecieron más de 10 años después de su supuesto retiro cuando decidió, con 45 años, volver a América de Cali y marcar dos goles, uno contra Independiente Santa fe y otra contra el eterno rival, el Deportivo Cali.
El bombardero del fútbol colombiano
Tendemos a fantasear con supuestos, con lo que pudo haber sido y lo que puede ser. ¿Qué pudo haber sucedido con Iván René Valenciano si no hubiera caído en el vicio del alcohol?
El delantero barranquillero cometió lo que en la Antigua Grecia se llamó una hamartia, un error determinante que cambia el destino. Fueron años en los que el alcohol fue adquiriendo importancia en la cotidianidad del jugador, excluyendo paulatinamente las horas en familia y las horas de reposo que son esenciales para el equilibrio y el rendimiento de los futbolistas.
Valenciano, que nació en el barrio Simón Bolívar en Barranquilla, que cada vez que retorna a su tierra hace del recuerdo una acción del presente al jugar fútbol con los pequeños que se le acercan, es el goleador histórico de Júnior con 158 goles en 243 partidos. Ganó un título en 1993 y otro en 1995, siendo goleador en este último con 24 goles.
En el equipo ‘Tiburón’ jugó con Oswaldo Mackenzie, ‘El Pibe’ Valderrama, Alexis Mendoza, entre otras figuras y referentes. Fue cómplice de grandes armadores y estandarte de ataques fulminantes. Debutó en 1988. Sus hinchas cuentan que los contrincantes temían atravesársele a los balones que pateaba ‘El Cachetón’, que la velocidad de sus disparos alcanzaba los 120 kilómetros por hora, que fue único en esa especie de delantero y que su olfato de goleador lo nutrió con el olor a sancocho de pescado que se apropiaba de los callejones y las canchas donde jugó con una pelota de trapo, con la misma con la que fue capaz de convencer al dueño de un asadero de pollos para que jugara en un equipo consolidado en la ciudad.
Los tiempos después del Júnior estuvieron llenos de desequilibrios y soledad. Valenciano cuenta que todo el dinero que llegó a ganar con el fútbol lo invirtió en alcohol. Ese vicio, que es silencioso y despiadado cuando se llega al fondo, lo condujo a la banca rota, al olvido de su familia y de los amigos que estaban para las fiestas y que desaparecieron para tender una mano. Es por ello que esos días de contradicciones con sus anhelos y de constantes derrotas con su humanidad no serán mencionados aquí, pues este espacio, que no lo revictimiza, es para hablar de las bondades y las pequeñas glorias que obtuvo en la década de 1990, cuando Colombia estaba sumida en el miedo y la resignación al ver en las calles las esquirlas de las bombas y en las noticias los nuevos casos de corrupción y narcotráfico.