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Era la 1:50 de la tarde, diciembre de 1978. Y a Gabriel Ochoa se le abrieron los ojos cuando vio en su consultorio de la Clínica Marly de Bogotá en la lista de pacientes el nombre de José Pepino Sangiovanni, directivo del América, que además sonaba para asumir la presidencia del equipo. “¡Y este qué hace aquí, en Cali también hay médicos. Viene a hablar de fútbol!”, exclamó. Lo hizo esperar más de cuatro horas.
El médico Ochoa estaba podrido del fútbol, se había retirado luego de que en 1977 partió de Millonarios por desencuentros con el presidente Álvaro Gutiérrez. Para él, los principios eran lo primero y el directivo le había dado la espalda en medio de las quejas de algunos jugadores por las fuertes exigencias en los entrenamientos que tenía junto a su preparador físico, Luis Alberto “El Mono” Rubio. Punto final.
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- Vengo a ofrecerle al América de Cali —le dijo Sangiovanni cuando Ochoa le abrió la puerta.
-Le agradezco mucho, pero a mí el fútbol me pagó muy mal. Ya volví a la medicina.
-Yo sé todo eso, pero cómo le parece que pienso que solo usted puede sacar campeón por primera vez al América. Imagínese hacerlo con el club con el que jugó cuando usted tenía 25 años.
Ese detalle lo fue todo para Gabriel Ochoa. Se quitó el caparazón, se recostó en la silla y respetó que el dirigente supiera que había jugado en el club. Igual dijo que no, pero Sangiovanni le dejó su tarjeta.
Pero había algo que sacudía por dentro al doctor Ochoa: la muerte repentina de Luis Fernando, su hijo de 21 años, por un aneurisma. Quería salir corriendo de Bogotá. A los tres días lo llamó, y su regreso al fútbol duró 12 años dirigiendo la era más dorada de un club colombiano: lo sacó campeón de liga siete veces, cinco de ellas consecutivas. Y con tres subcampeonatos de Copa Libertadores al hilo.
Miguel Rodríguez Orejuela estaba elaborando los planos de una selección suramericana en el América de Cali. Y se juntaron en pleno Juan Manuel Bataglia, Ricardo Gareca, Julio Falcioni, Roberto Cabañas y Willington Ortiz, entre muchísimos otros. Los que conocen al médico saben que trazó una línea de independencia con los hermanos Rodríguez Orejuela. No aceptó los premios galácticos y hoteles lujosos que les ofrecían a sus jugadores. Los mantuvo al margen.
Y la coronación de todo iba a ser el 31 de octubre de 1987, en el estadio Nacional de Santiago ante Peñarol, en la que era la tercera final de Libertadores del equipo escarlata en el tercer duelo de desempate entre ambos. Ya todos estaban celebrando en Cali, faltaba menos de un minuto para el pitazo final. Pedro Sarmiento, junto con otros jugadores, iban a meter pelotas al campo para quemar el tiempo que faltaba. Y Ochoa, siempre en la piel del juego limpio, explotó de la ira. No los dejó. Y a ocho segundos del final, Diego Aguirre anotó el gol agónico de los uruguayos. Su eterna máxima: “Muero con la mía, pero no sobrevivo con la de los demás”.
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Y las sentidas palabras tras la debacle: “Dios no quiso que fuera para mí. Él me da lo que le pido y si no me dio la Libertadores es porque no la merezco”. Mientras tanto, Willington Ortiz, entre lágrimas, se acostó en la tina del hotel entre botellas de vino. Dolor, dolor, dolor.
Por esos días Ochoa, siempre a la vanguardia táctica de lo que anotaba en su libreta en sus expediciones a los mundiales de fútbol, ya jugaba en un 4-3-3. Y también le acreditan traer a Colombia la figura del líbero, cargo que encarnó para barrer Víctor Hugo Espinoza. Privilegió el orden, el resultado y la disciplina sobre el espectáculo. Ganar era el único verbo que valía.
Y en paralelo con su trabajo en el América de Cali asumió el cargo de la selección colombiana rumbo al Mundial de México 1986. En esa construcción de identidad fue el hombre que se encargó de que la selección vistiera por fin el color amarillo de su bandera en la camiseta. Además diseñó un plan estratégico a largo plazo para fortalecer la estructura de la selección y el fútbol colombiano. Esa carpeta envejeció ante la mirada displicente de los directivos en la Federación Colombiana de Fútbol.
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Al final no logró el objetivo de clasificar al Mundial. El repechaje se le cruzó con la primera final del América de Libertadores en el tercer partido ante Argentinos Juniors, que se jugó el 24 de octubre. Y el duelo de ida ante Paraguay fue tres días después. Ambos juegos, curiosamente, se jugaron en el mismo estadio: Defensores del Chaco de Asunción. Ochoa Uribe privilegió su compromiso con América y delegó a Humberto Ortiz, su mano derecha, para preparar a la selección. Las cosas no salieron bien: América perdió la final y Colombia cayó 3-0. En el partido de vuelta, Colombia certificó su eliminación del Mundial al que había renunciado a organizar.
Semanas turbulentas para el país, pues cinco días después el M-19 se tomó el Palacio de Justicia. Y a la semana, en medio del duelo colectivo, ocurrió la tragedia de Armero.
Todo en medio del brillo de esa selección suramericana, de ese segundo Dorado, que tuvo como combustible algunos dineros ilícitos, casi, casi, casi le dan a Colombia su primera Copa Libertadores.