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El 20 de octubre de 1988 pudo haberse anticipado la muerte de Álvaro Ortega Madero, tras un partido entre Deportes Quindío e Independiente Santa Fe en el que nada tuvo que ver. El encuentro fue pitado por Luis Fernando Gil. El equipo del Eje Cafetero iba ganando 1-0 y el juez dio once minutos de adición, tiempo durante el cual el cuadro cardenal igualó el encuentro. El juego terminó en medio de una gresca con hinchas ingresando a la cancha para agredir a los visitantes. Algunos salieron heridos del estadio Centenario de Armenia. “Siempre he actuado correctamente y jamás me han ofrecido dinero para favorecer a determinado equipo. Nunca han tratado de sobornarme, mi carrera ha sido limpia”, comentó Gil.
Dos semanas después, en la tarde del martes 1° de noviembre, en cercanía del aeropuerto José María Córdova de Medellín, un grupo de unos diez hombres armados le atravesaron un taxi y un automóvil Mazda blanco al carro en el que se movilizaba el colegiado Octavio Sierra, quien viajaba con sus colegas de arbitraje Rubén Darío Sánchez y Armando Pérez. Este último fue obligado a quedarse en el carro de Sierra y después fue secuestrado durante 24 horas.
Durante el cautiverio, los secuestradores le dijeron a Armando Pérez que el hecho obedecía al extraño arbitraje del encuentro entre Quindío y Santa Fe y a una denuncia sobre corrupción en el fútbol colombiano que había sido publicada por el periodista Francisco Santos en el periódico El Tiempo. Tras ser liberado, Pérez manifestó a los medios que mientras estuvo encerrado fue contactado por un hombre misterioso que le dijo representar a seis de los ochos clubes que disputaban las finales del campeonato profesional: Atlético Nacional, Júnior, Quindío, Cúcuta Deportivo, Deportivo Pereira y Millonarios.
“Por teléfono, un desconocido me dijo que el arbitraje colombiano se manejaba muy mal. Le pregunté que por qué me habían escogido a mí y me respondió que pudo haber sido otro de los jueces el que corriera con la misma suerte”, afirmó entonces Armando Pérez. Hoy refiere que tuvo que negociar su libertad y que aceptó transmitir un mensaje del hombre que aseguraba representar a las escuadras mencionadas. “Lo que buscaron con ese secuestro fue que los jueces tuviéramos arbitrajes limpios, pues de lo contrario nos borraban”, aseguró Armando Pérez. También afirmó que los secuestradores se referían con desprecio a los otros dos equipos del octogonal: Santa Fe y América.
En ese entorno de incertidumbre en una época de guerra entre los carteles del narcotráfico, bombas, asesinatos, secuestros, apuestas deportivas ilegales y delitos por doquier, en vez de buscar soluciones, el entorno de la pelota en el país miró hacia otro lado. Empezando por la Dimayor, cuya Comisión Disciplinaria se comportó en contravía de su nombre y le quitó al estadio de Armenia la sanción de tres fechas que le había impuesto por los incidentes del compromiso ante Santa Fe. Luego de un tiempo, como sucede habitualmente en Colombia, el eco del secuestro del juez Armando Pérez fue remplazado por el escándalo de turno. Ese 1988 fue conocido como el años de las masacres.
El siguiente fue peor. Cuando llegó noviembre de 1989, ya se había perpetrado la masacre de La Rochela, en enero; el asesinato de José Antequera, en marzo; el del gobernador de Antioquia, Antonio Roldán, en julio; y el del candidato presidencial Luis Carlos Galán, en agosto. Fue un año de carros bomba, uno de ellos contra la sede de este diario. Pero el fútbol no se detuvo. En mayo, Nacional ganó la Copa Libertadores y en octubre la selección de Colombia clasificó al mundial Italia 90. En el momento de las finales del torneo nacional, el 26 de octubre Álvaro Ortega pitó el partido América 3, Medellín 2. Ese día, al cierre del compromiso, le anuló un gol de chilena al delantero del DIM, Carlos Castro, al considerar que fue una jugada peligrosa.
Tiempo después, John Jairo Velásquez Vásquez, lugarteniente del extinto capo de la mafia Pablo Escobar Gaviria (hincha del Medellín), reveló que ese día de octubre de 1989 su jefe estaba viendo el encuentro por televisión y consideró que la decisión de Ortega había sido “un robo”, por lo que ordenó asesinarlo. Tres semanas después, el sentenciado a muerte fue designado por la Dimayor como uno de los jueces de línea del partido entre Independiente Medellín y América, que ahora debía jugarse en el Atanasio Girardot. Ese partido se disputó el 15 de noviembre.
Aquel miércoles, Ortega partió de Barranquilla, donde vivía, junto a su amigo y colega Jesús Díaz, quien no quería que incluyeran a Ortega en la terna para el partido en la capital antioqueña e intentó convencer a la Dimayor de que lo cambiaran. Al final no fue así y, en Medellín, ambos se hospedaron en el hotel Eupacla. Sobre las dos de la tarde, en su habitación, Ortega recibió una llamada que lo colmó de zozobra. “Álvaro se descompuso, se puso pálido. Le pregunté quién lo había llamado y no quiso decirme. Añadió que después del partido me contaba. Le insinué que no estuviera en el juego, pero respondió que no se arrugaba”, relató Díaz, quien había dejado de pitar tras el secuestro de Armando Pérez.
Díaz volvió a oficiar como juez y ese día, junto a su amigo Álvaro Ortega, ambos lo hicieron desde las líneas. El juego terminó en empate sin goles. Luego abordaron una patrulla de Policía para regresar al hotel, pero se quedaron en el restaurante Dino para cenar. Como eran casi las once de la noche y no había servicio, decidieron caminar al restaurante Sorpresa, ubicado atrás del hotel Nutibara. En ese momento, Díaz le recordó a Ortega su promesa de contarle sobre la misteriosa llamada. Cuando esperaba el relato, escuchó el chillido de las llantas de un taxi. Giró para observar y un hombre se bajó con una miniametralladora. Ortega salió a correr, recibió un tiro en una pierna y cayó al suelo. El sicario se acercó, lo cogió por el cuello y le propinó nueve disparos más.
“Me hirieron, me jodieron, Chucho. Coge a ese hijueputa”, alcanzó a decir Álvaro Ortega. Y Jesús Díaz agarró del cuello al conductor del taxi e insultó a sus ocupantes, mientras el asesino le apuntaba con el arma a la cabeza y le decía: “Chucho, tranquilo, no nos metas en problemas con el patrón. No te queremos hacer daño”. Después el vehículo aceleró y Chucho Díaz cayó pesadamente al pavimento entre la calle 53 y la carrera 50 de Medellín. Se levantó y buscó que algún carro se detuviera y llevara a Ortega a un hospital. Ante la impotencia por falta de ayuda, se atravesó en la avenida y con un habitante de calle, que le robó la billetera al árbitro atacado, logró subir el cuerpo de su colega a un taxi.
Cuando llegaron a la clínica Soma, un médico le informó a Jesús Díaz que Ortega ya había muerto. Fue como un balazo a su alma. Llamó a su madre a informarle lo sucedido. También al entonces alcalde de Medellín, Juan Gómez Martínez, a quien había conocido en un saque de honor, para pedirle que agilizara el traslado del cadáver de Álvaro Ortega a Barranquilla. Desde ese momento, los medios de comunicación reportaron el hecho, resaltando que el árbitro fallecido tenía 32 años, era oriundo del corregimiento Robles, del municipio de El Guamo (Bolívar) y ese era su primer año como juez profesional.
“Hoy no han matado a un árbitro, sino a dos”, expresó esa noche Jesús Díaz. Desde entonces, abandonó las tarjetas, el uniforme negro y el silbato. Sus penas sí se quedaron con él. En cada Navidad, no soporta los fuegos pirotécnicos porque le recuerdan el sonido de los disparos que mataron a su amigo. Al mismo que visita siempre en su tumba y cuyo recuerdo le sigue quebrando la voz y le genera lágrimas. Llora, como el fútbol colombiano lo hizo hace 30 años porque a raíz del asesinato de Ortega, la Dimayor canceló el campeonato de 1989. En medio del escándalo, como después del secuestro de Pérez, se anunciaron severas medidas para erradicar el narcotráfico del fútbol. Nunca se cumplieron.
@SebasArenas10 (sarenas@elespectador.com)