Cuando el fútbol les ganó a las fronteras invisibles de Medellín
En los años 90 la capital antioqueña atravesó uno de los momentos más complicados de su historia por culpa de la violencia y la intolerancia.
Daniel Bello
Uno de los episodios más tristes en la historia del fútbol colombiano ha sido el asesinato de Andrés Escobar, en 1994. Su partida, producto de una sociedad intolerante y gatillo fácil, generó un dolor particular, ya que el defensor era considerado como un exponente del juego limpio. Era uno de los fijos en la selección y un ídolo en Medellín.
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Uno de los episodios más tristes en la historia del fútbol colombiano ha sido el asesinato de Andrés Escobar, en 1994. Su partida, producto de una sociedad intolerante y gatillo fácil, generó un dolor particular, ya que el defensor era considerado como un exponente del juego limpio. Era uno de los fijos en la selección y un ídolo en Medellín.
Ese año en la capital antioqueña fueron asesinadas 378 personas, la mayoría jóvenes. Los tentáculos de las pandillas, el narcotráfico, el conflicto armado y la intolerancia sumergieron a la ciudad en una espiral sangrienta que hizo que fuera considerada como la más peligrosa del mundo.
Había fronteras invisibles, impuestas por los actores armados, que no permitían el libre tránsito por la ciudad. Quien se metía en el barrio equivocado corría el riesgo de perder la vida.
Por esos días John Jairo Vahos organizó un partido en la parte nororiental de Medellín, una zona delicada. “Hice un torneo para unir a las personas, y jugaron buenos y malos. Había una gran apuesta económica, pero más que eso era la hegemonía de todo el sector. Tuvimos bengalas y pólvora”, recuerda Vahos, originario del barrio Manrique-Las Granjas.
Para ese partido había un árbitro designado, pero al ver el ambiente hostil, este no se animó a pitar. Como no se podía posponer, a Vahos le tocó dirigir y al último minuto pitó un penalti que alteró los ánimos de los asistentes. “Me sacaron una metra, me pegaron con esa metra en el pecho, me tiraron de todo. Un amigo mío sacó un arma y me defendió. Hablé con los duros del barrio, me respetaron la vida. Yo me tuve que parar”. Sin embargo, al cabo de unas horas se calmaron los ánimos, y y hubo fiesta pospartido.
En esa misma época, Jürgen Griesbeck, un estudiante alemán que había llegado a Medellín con el objetivo de hacer un doctorado en la Universidad de Antioquia, había quedado muy conmovido por la muerte de Andrés Escobar. Devolvió su beca y quiso estudiar a fondo el fenómeno de la violencia en la ciudad.
“Caminaba por un barrio de la zona nororiental y lo que vi de lejos eran dos grupos acercándose a una cancha de fútbol. Depositaban algo al entrar y se ponían a jugar. Me acerqué por curiosidad y vi que lo que habían dejado a un lado eran sus armas. Era un partido común y corriente, donde la gente disfrutaba el rato”, recuerda Griesbeck.
Al ver eso, el alemán fue con la Oficina de Paz y Convivencia de Medellín y les propuso una metodología para combatir las fronteras invisibles que afectaban a la ciudad. Así nació el proyecto Fútbol por la Paz. Por sus contactos en los barrios y su relación con la pelota, Vahos era un personaje clave para liderar el proyecto.
El lanzamiento oficial fue en el barrio Antioquia, y Manrique fue uno de los puntos donde más creció Fútbol por la Paz. “La metodología tenía que servir a dos propósitos, bajar la mortalidad y subir la movilidad social. No era un proyecto deportivo, era social”, subrayó Griesbeck.
Uno de los aspectos claves en la metodología era la presencia de las mujeres. Para jugar era obligatorio tenerlas en el equipo, por lo que para que eso funcionara los hombres tenían que crear un entorno seguro para ellas.
En los años 90 no era habitual que las niñas jugaran fútbol, y para garantizar su lugar en la competencia las reglas dictaban que ellas tenían que marcar el primer gol.
Como querían que los rivales resolvieran conflictos, plantearon el jugar sin árbitro. Había un asesor que solo intervenía si se descontrolaba la situación. “¿Si dentro del terreno podemos solucionar un problema, por qué afuera no podemos empezar un pacto de no agresión? Ponían las reglas y tenían que honrar su palabra”, resalta Vahos. “No se iban a ir cogiditos de la mano pa cine, pero eso era hablar de paz”.
Al final de cada partido había un tercer tiempo, en el que los equipos se reunían para ver si se cumplía con el reglamento, y así se sumaban puntos. El fair play se evaluaba tanto como los goles. “Poner un balón entre unos niños y esperar a que tenga efecto no funciona solo”, subrayó Griesbeck sobre la importancia de este espacio pospartido.
Vahos recuerda que los de Manrique y los de Castilla no se la llevaban, pero debido a esos festivales deportivos se establecieron lazos de amistad. “Fuimos más de 40 equipos compartiendo un sancocho o una frijolada. Luego nos devolvieron la visita. Eso es lo bonito que da el fútbol”. Había unión. Todos los más de 10.000 involucrados jugaban con una sola camiseta. Al jugar, la única diferencia eran los petos.
Hoy en día Fútbol por la Paz sigue con vida en otros proyectos como Golombiao, el cual tiene presencia en varios departamentos del país. Cuenta con el apoyo de Colombia Joven y el respaldo de la Fundación Selección Colombia. Vahos sigue vinculado y ha trabajado con la Conmebol para capacitar a líderes de los demás países de la región en programas similares. “Es increíble un programa que sale de la zona nororiental de Medellín y se ha extendido a nivel internacional”.
Cuando una delegación del Parlamento alemán viajó a Medellín conoció el proyecto y le llamó la atención para implementarlo en su país ante el ascenso de grupos de ultraderecha a finales de los 90. Vieron la experiencia y quisieron aplicarlo para combatir el populismo. Griesbeck regresó a su tierra para implementar la metodología.
Al ver el efecto del fútbol como transformador social y su experiencia con otras organizaciones, como World Street Football, Griesbeck creó Common Goal, una ONG que cuenta con el apoyo de varios futbolistas, quienes se comprometieron a donar el 1 % de todos sus ingresos para impulsar proyectos benéficos. A ese proyecto se han sumado jugadores de renombre, como Juan Mata y Mats Hummels. La mayoría de los contribuyentes son mujeres. En Colombia hay cinco jugadoras inscritos: Alexéi Rojas, Leicy Santos, Vanessa Córdoba, Natalia Gaitán y Manuela Acosta.
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