El juego de las mafias II: El legado de El Dorado
La influencia del narcotráfico y el lado oscuro del fútbol colombiano. Segundo capítulo de la nueva entrega del especial ¿A qué jugamos?
Fernando Araújo Vélez
América perdió, y por aquella pagada convivencia que se fue forjando con lo años entre el periodismo y el fútbol, los hinchas creyeron también haber perdido. Y el país entró en una especia de luto, porque como decían por la radio y en los noticieros de televisión, América era Colombia en la copa. A la vuelta de un tiempo, terminó por quedar muy en claro que aquella frase era casi absolutamente cierta: América era Colombia, porque desde el más pequeño hasta el más grande de sus estamentos, Colombia se le había vendido a los distintos carteles de la droga, que se habían multiplicado. América era Colombia, pues sus artimañas, sus gustos, sus modos de vivir y de negociar, sus valores de película de mafia, sus no valores con respecto a la vida, se habían diseminado por todo el país, y se enquistarían en lo más profundo de la sociedad por muchas décadas. El dinero todo lo había podido, todo lo podía y todo lo pudo.
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Los Rodríguez Orejuela compraron jugadores, árbitros, periodistas, gloria, contactos, y se involucraban hasta en los detalles más diminutos, como la adquisición de pastillas y brebajes para que los futbolistas corrieran y no dejaran de correr. Como escribió Rodríguez Mondragón, “Con la llegada de los extranjeros al América llegaron las mañas para estar ‘a tono’ en los partidos. Era normal que se prepararan unas bebidas que los jugadores consumían antes y durante el partido. Brebajes que los ponían ‘eléctricos’ durante todo el juego y lo tomaban con toda libertad porque no existían los controles antidopaje o eran manipulados. En el camerino ponían dos termos, uno era azul, que solo los jugadores titulares sabía qué contenía; estaba otro de color rojo, que era para el técnico y demás integrantes del plantel (…). Los jugadores encargados de traer, desde Argentina, las pastillas, que maceraban para hacer el brebaje eran las estrellas Falcioni y Gareca”.
Con el correr de los años, de los partidos y los títulos, los Rodríguez Orejuela fueron imponiendo sus condiciones en el fútbol colombiano. Elegían directivos a su amaño, y estos, a los técnicos de Colombia, por ejemplo, con la obvia consecuencia de que muchos de los futbolistas que jugaban en la Selección eran del América de Cali. Su poder, casi infinito por aquel entonces, fue creando otros poderes de distintos carteles que habían visto cómo por el fútbol, desde el fútbol, se podían manejar muchos hilos en el país. Eran los tiempos de Gonzalo Rodríguez Gacha, sí, pero también, de Pablo Escobar, de los hermanos Arizabaleta, de los Dávila y de múltiples personajes de mayor o menos peso dentro del entramado de la droga. Todos, y cada uno de ellos, se fueron involucrando en el mundo del fútbol, al comienzo, como socios de los Rodríguez. Luego, como claros y acérrimos enemigos.
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De alguna manera, el fútbol profesional colombiano había estado manchado desde sus inicios, más allá de que la mayoría de la “familia fútbol” hubiera intentado por todos los medios posibles negarlo. Aquello que los periodistas llamaron con pompa “El Dorado”, no fue más que un conjunto de tretas y de contratos por debajo de cuerda con jugadores que se vendieron al mejor postor, como Adolfo Pedernera, Néstor Raúl Rossi y Alfredo Di Stéfano, y por fuera, muy por fuera de las leyes acordadas por el fútbol internacional. Con ellos, esencialmente, empezó a escribirse la historia con dos versiones muy distintas y opuestas. En una, fueron los héroes, los ídolos, los estandartes del “gran Millonarios” de los tiempos de El Dorado que venció al Real Madrid y se cansó de ganar y ganar estrellas en Colombia, hasta el punto de que por dignidad, acordaron no vencer a ningún rival por más de seis goles.
En la otra, y para quien quisiera ir a las verdades, y decir, como Nietzsche, “La verdad, aunque haya que amar a nuestro enemigo y odiar a nuestro amigo”, Di Stéfano, Pedernera y Compañía eran unos traidores a la causa de los trabajadores, y en su caso, a la causa de decenas de futbolistas argentinos que se habían declarado en huelga ante los estamentos de la Asociación del Fútbol Argentino para que sus clubes les pagaran lo que les adeudaban y les mejoraran su situación laboral. A las estrella de River Plate poco les importó dejar botados a sus compañeros. Se fueron a Colombia con un contrato por encima de la mesa y otro por debajo, y Millonarios, por intermedio de don Alfonso Senior, los contrató sin pagar un centavo de su traspaso. Eran otros tiempos, sí. Había otras costumbres, por supuesto. Las firmas y las legalidades no eran tan estrictas, tal vez porque la lealtad y la solidaridad se imponían.
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El Dorado le dejó al hincha colombiano infinidad de tardes de domingo inolvidables, y a los dirigentes, varios miles de pesos-dólares de la época. Promovió cierta pasión por el fútbol y convirtió a los indecisos y escépticos en decididos y fervientes futboleros. Y sin embargo, también produjo y lanzó una serie de mensajes que a la larga desembocaron en la cultura mafiosa que explotó en los 80 y 90, y que comenzó con aquella idea, con aquella práctica de que los equipos se armaban con grandes figuras y punto, y continuó con aquella de que la victoria era el único fin del fútbol. Por los tiempos de El Dorado, ningún equipo colombiano trabajó en sus divisiones inferiores. Por El Dorado, ningún club se volvió un club, con todas características de los clubes. Por El Dorado, hubo muy poca promoción de futbolistas colombianos, y por El Dorado, se consolidó la costumbre de contratar a jugadores extranjeros porque sólo ellos podrían darle peso al fútbol colombiano.
El negro legado de los años de El Dorado se multiplicó en los 80, con la llegada de las principales figuras del fútbol suramericano a los equipos colombianos. El dinero lo podía todo, y lo pudo todo: los triunfos, los campeonatos, los odios, las compras, el miedo, e incluso, la muerte. Cada cartel tenía un equipo, y a la par, una siniestra oficina de sicarios, que solo con estar, con existir, intimidaba y acomodaba las cosas, es decir, los resultados, al antojo de los jefes. Si alguien hablaba, otro alguien de su familia moría o desaparecía. Si alguien informaba, dos o tres padecían las consecuencias. Incluso, si algún futbolista se ponía la camiseta de su acérrimo rival, de su enemigo, pasaba a ser un blanco de su antiguo “patrón”, como les ocurrió a Pedro Sarmiento y a Hernán Darío Herrera, quienes surgieron y jugaron en Nacional y en la Selección y fueron contratados por el América de Ochoa Uribe.
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Ya para aquel entonces, Pablo Escobar era el amo y patrón del Nacional. Había seguido la senda de Hernán Botero Moreno, quien en los 70 adquirió la mayoría de acciones del club antioqueño y no tuvo ningún problema en hacer del equipo, “su” equipo, lo que se le antojó. Iba al estadio Atanasio Girardot cada quince días, y en más de una ocasión se le vio amenazando a algún árbitro o a los rivales. Incluso, en una foto que se volvió leyenda, aparecía mostrándole billetes de dólar a un juez, con todo lo que aquello quería decir. En enero de 1985, otra imagen suya circuló, publicada por algunos de los principales periódicos, en el instante en que caminaba rumbo a un avión, encadenado, rumbo a los Estados Unidos, donde la justicia lo había condenado a 30 años de prisión por diversos delitos de narcotráfico y lavado de activos. Atlético Nacional pasó de sus manos, casi que directamente a las de Escobar Gaviria.
Los jugadores, más que pasar de un equipo a otro, pasaban de un cartel al otro, como ocurrió con dos estrella de Nacional, que se fueron al América, y tiempo después, durante unas semanas de vacaciones, fueron recogidos por algunos de los asistentes de Escobar Gaviria, que les habló en una de sus oficinas clandestinas de Medellín. Les hizo saber que estaba bastante molesto con esa transacción, y al final de la conversación, o del sermón, les dijo que ya que las cosas estaban como estaban, ellos debían ser sus ojos y sus oídos en Cali, y que tenían que informarle sobre todo lo que ocurría, o sobre lo que ellos se enteraban. Les dio teléfonos para que se comunicaran, y les insistió para que lo mantuvieran informado. “Sí, patrón, claro que sí”, le dijeron, según algunos de los relatos que hizo Rodríguez Mondragón en su libro, “El hijo del ajedrecista”. Días más tarde, en Cali, los dos futbolistas se reunieron con sus nuevos jefes.
Les contaron que Escobar los había secuestrado y que los había obligado a que fueran sus informantes. Les pidieron protección, pero aquella petición se filtró. Alguien la escuchó, y de inmediato se la comunicó a Pablo Escobar, “y en una sangrienta reacción, alcanzó a matar a los suegros de los jugadores americanos y a algunos otros miembros (…). Le mató siete u ocho personas de la familia”, de acuerdo con el relato de Rodríguez Mondragón. Pese a la estela de sangre, de billetes, de sobornos y demás que iban dejando los nuevos dueños del fútbol colombiano, el juego continuaba, cada vez más intenso, y cada día, más amañado. Era poco menos que imposible detenerlo. América, Nacional, Millonarios, Santa Fe, y más atrás, Medellín y el Unión Magdalena, eran la representación más visible de los distintos carteles que pululaban en Colombia. Los carteles movían a las instituciones, y las instituciones les seguían el juego, a veces por dinero y por poder, a veces por simple y terrorífico miedo. El fútbol continuaba. “El show debe continuar”, como en una canción de Queen. Y continuó.
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América perdió, y por aquella pagada convivencia que se fue forjando con lo años entre el periodismo y el fútbol, los hinchas creyeron también haber perdido. Y el país entró en una especia de luto, porque como decían por la radio y en los noticieros de televisión, América era Colombia en la copa. A la vuelta de un tiempo, terminó por quedar muy en claro que aquella frase era casi absolutamente cierta: América era Colombia, porque desde el más pequeño hasta el más grande de sus estamentos, Colombia se le había vendido a los distintos carteles de la droga, que se habían multiplicado. América era Colombia, pues sus artimañas, sus gustos, sus modos de vivir y de negociar, sus valores de película de mafia, sus no valores con respecto a la vida, se habían diseminado por todo el país, y se enquistarían en lo más profundo de la sociedad por muchas décadas. El dinero todo lo había podido, todo lo podía y todo lo pudo.
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Los Rodríguez Orejuela compraron jugadores, árbitros, periodistas, gloria, contactos, y se involucraban hasta en los detalles más diminutos, como la adquisición de pastillas y brebajes para que los futbolistas corrieran y no dejaran de correr. Como escribió Rodríguez Mondragón, “Con la llegada de los extranjeros al América llegaron las mañas para estar ‘a tono’ en los partidos. Era normal que se prepararan unas bebidas que los jugadores consumían antes y durante el partido. Brebajes que los ponían ‘eléctricos’ durante todo el juego y lo tomaban con toda libertad porque no existían los controles antidopaje o eran manipulados. En el camerino ponían dos termos, uno era azul, que solo los jugadores titulares sabía qué contenía; estaba otro de color rojo, que era para el técnico y demás integrantes del plantel (…). Los jugadores encargados de traer, desde Argentina, las pastillas, que maceraban para hacer el brebaje eran las estrellas Falcioni y Gareca”.
Con el correr de los años, de los partidos y los títulos, los Rodríguez Orejuela fueron imponiendo sus condiciones en el fútbol colombiano. Elegían directivos a su amaño, y estos, a los técnicos de Colombia, por ejemplo, con la obvia consecuencia de que muchos de los futbolistas que jugaban en la Selección eran del América de Cali. Su poder, casi infinito por aquel entonces, fue creando otros poderes de distintos carteles que habían visto cómo por el fútbol, desde el fútbol, se podían manejar muchos hilos en el país. Eran los tiempos de Gonzalo Rodríguez Gacha, sí, pero también, de Pablo Escobar, de los hermanos Arizabaleta, de los Dávila y de múltiples personajes de mayor o menos peso dentro del entramado de la droga. Todos, y cada uno de ellos, se fueron involucrando en el mundo del fútbol, al comienzo, como socios de los Rodríguez. Luego, como claros y acérrimos enemigos.
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De alguna manera, el fútbol profesional colombiano había estado manchado desde sus inicios, más allá de que la mayoría de la “familia fútbol” hubiera intentado por todos los medios posibles negarlo. Aquello que los periodistas llamaron con pompa “El Dorado”, no fue más que un conjunto de tretas y de contratos por debajo de cuerda con jugadores que se vendieron al mejor postor, como Adolfo Pedernera, Néstor Raúl Rossi y Alfredo Di Stéfano, y por fuera, muy por fuera de las leyes acordadas por el fútbol internacional. Con ellos, esencialmente, empezó a escribirse la historia con dos versiones muy distintas y opuestas. En una, fueron los héroes, los ídolos, los estandartes del “gran Millonarios” de los tiempos de El Dorado que venció al Real Madrid y se cansó de ganar y ganar estrellas en Colombia, hasta el punto de que por dignidad, acordaron no vencer a ningún rival por más de seis goles.
En la otra, y para quien quisiera ir a las verdades, y decir, como Nietzsche, “La verdad, aunque haya que amar a nuestro enemigo y odiar a nuestro amigo”, Di Stéfano, Pedernera y Compañía eran unos traidores a la causa de los trabajadores, y en su caso, a la causa de decenas de futbolistas argentinos que se habían declarado en huelga ante los estamentos de la Asociación del Fútbol Argentino para que sus clubes les pagaran lo que les adeudaban y les mejoraran su situación laboral. A las estrella de River Plate poco les importó dejar botados a sus compañeros. Se fueron a Colombia con un contrato por encima de la mesa y otro por debajo, y Millonarios, por intermedio de don Alfonso Senior, los contrató sin pagar un centavo de su traspaso. Eran otros tiempos, sí. Había otras costumbres, por supuesto. Las firmas y las legalidades no eran tan estrictas, tal vez porque la lealtad y la solidaridad se imponían.
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El Dorado le dejó al hincha colombiano infinidad de tardes de domingo inolvidables, y a los dirigentes, varios miles de pesos-dólares de la época. Promovió cierta pasión por el fútbol y convirtió a los indecisos y escépticos en decididos y fervientes futboleros. Y sin embargo, también produjo y lanzó una serie de mensajes que a la larga desembocaron en la cultura mafiosa que explotó en los 80 y 90, y que comenzó con aquella idea, con aquella práctica de que los equipos se armaban con grandes figuras y punto, y continuó con aquella de que la victoria era el único fin del fútbol. Por los tiempos de El Dorado, ningún equipo colombiano trabajó en sus divisiones inferiores. Por El Dorado, ningún club se volvió un club, con todas características de los clubes. Por El Dorado, hubo muy poca promoción de futbolistas colombianos, y por El Dorado, se consolidó la costumbre de contratar a jugadores extranjeros porque sólo ellos podrían darle peso al fútbol colombiano.
El negro legado de los años de El Dorado se multiplicó en los 80, con la llegada de las principales figuras del fútbol suramericano a los equipos colombianos. El dinero lo podía todo, y lo pudo todo: los triunfos, los campeonatos, los odios, las compras, el miedo, e incluso, la muerte. Cada cartel tenía un equipo, y a la par, una siniestra oficina de sicarios, que solo con estar, con existir, intimidaba y acomodaba las cosas, es decir, los resultados, al antojo de los jefes. Si alguien hablaba, otro alguien de su familia moría o desaparecía. Si alguien informaba, dos o tres padecían las consecuencias. Incluso, si algún futbolista se ponía la camiseta de su acérrimo rival, de su enemigo, pasaba a ser un blanco de su antiguo “patrón”, como les ocurrió a Pedro Sarmiento y a Hernán Darío Herrera, quienes surgieron y jugaron en Nacional y en la Selección y fueron contratados por el América de Ochoa Uribe.
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Ya para aquel entonces, Pablo Escobar era el amo y patrón del Nacional. Había seguido la senda de Hernán Botero Moreno, quien en los 70 adquirió la mayoría de acciones del club antioqueño y no tuvo ningún problema en hacer del equipo, “su” equipo, lo que se le antojó. Iba al estadio Atanasio Girardot cada quince días, y en más de una ocasión se le vio amenazando a algún árbitro o a los rivales. Incluso, en una foto que se volvió leyenda, aparecía mostrándole billetes de dólar a un juez, con todo lo que aquello quería decir. En enero de 1985, otra imagen suya circuló, publicada por algunos de los principales periódicos, en el instante en que caminaba rumbo a un avión, encadenado, rumbo a los Estados Unidos, donde la justicia lo había condenado a 30 años de prisión por diversos delitos de narcotráfico y lavado de activos. Atlético Nacional pasó de sus manos, casi que directamente a las de Escobar Gaviria.
Los jugadores, más que pasar de un equipo a otro, pasaban de un cartel al otro, como ocurrió con dos estrella de Nacional, que se fueron al América, y tiempo después, durante unas semanas de vacaciones, fueron recogidos por algunos de los asistentes de Escobar Gaviria, que les habló en una de sus oficinas clandestinas de Medellín. Les hizo saber que estaba bastante molesto con esa transacción, y al final de la conversación, o del sermón, les dijo que ya que las cosas estaban como estaban, ellos debían ser sus ojos y sus oídos en Cali, y que tenían que informarle sobre todo lo que ocurría, o sobre lo que ellos se enteraban. Les dio teléfonos para que se comunicaran, y les insistió para que lo mantuvieran informado. “Sí, patrón, claro que sí”, le dijeron, según algunos de los relatos que hizo Rodríguez Mondragón en su libro, “El hijo del ajedrecista”. Días más tarde, en Cali, los dos futbolistas se reunieron con sus nuevos jefes.
Les contaron que Escobar los había secuestrado y que los había obligado a que fueran sus informantes. Les pidieron protección, pero aquella petición se filtró. Alguien la escuchó, y de inmediato se la comunicó a Pablo Escobar, “y en una sangrienta reacción, alcanzó a matar a los suegros de los jugadores americanos y a algunos otros miembros (…). Le mató siete u ocho personas de la familia”, de acuerdo con el relato de Rodríguez Mondragón. Pese a la estela de sangre, de billetes, de sobornos y demás que iban dejando los nuevos dueños del fútbol colombiano, el juego continuaba, cada vez más intenso, y cada día, más amañado. Era poco menos que imposible detenerlo. América, Nacional, Millonarios, Santa Fe, y más atrás, Medellín y el Unión Magdalena, eran la representación más visible de los distintos carteles que pululaban en Colombia. Los carteles movían a las instituciones, y las instituciones les seguían el juego, a veces por dinero y por poder, a veces por simple y terrorífico miedo. El fútbol continuaba. “El show debe continuar”, como en una canción de Queen. Y continuó.
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