El juego de las mafias III: Los de negro
La influencia del narcotráfico y el lado oscuro del fútbol colombiano. Tercer capítulo de la nueva entrega del especial ¿A qué jugamos?
Fernando Araújo Vélez
Y el fútbol continuó, pese a que en noviembre de 1989, a la salida del Hotel Nutibara de Medellín, un árbitro, Álvaro Ortega, fue asesinado por haber aprobado un gol del Medellín en un juego de finales del torneo nacional. Continuó, pese a que unos meses antes, un grupo de hinchas, o de empresarios, autodenominado “representante de seis clubes profesionales”, había secuestrado al árbitro Armando Pérez para, según ellos, dejarle claro lo que debía hacer. Continuó, pese a las advertencias del juez Jesús Díaz, quien dijo que en el fútbol colombiano de aquel año “sólo faltaba un muerto”, y de que por todo eso y mucho más, era claro que “algo olía a podrido”. Los títulos de Millonarios en 1987 y 1988, por ejemplo, estuvieron plagados de absurdas decisiones de los jueces en los campos de juego y de algunos dirigentes en sus escritorios, pero nadie dijo nada, que fue como gritar que nadie se opuso a lo que ocurría.
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Y de repente, el gran título que le había sido esquivo al América en las finales de la Libertadores de los años 85, 86 y 87, se le dio a su más enconado enemigo, el Nacional de Escobar Gaviria, en mayo de 1989, luego de unas semifinales con olor a guerra ante un Millonarios que desde hacía años estaba en manos de Gonzalo Rodríguez Gacha. Los partidos de ida y vuelta, en Medellín y Bogotá, fueron una clara demostración de la locura-terror que se vivía en Colombia, y habían comenzado a disputarse mucho antes de que se iniciaran en el campo de juego, con sobres repletos de dinero, llamadas, citas y encuentros a escondidas, y los paseos del pánico a los que eran sometidos los árbitros que llegaban a Colombia. No era necesario comprarlos con miles de dólares o con la promesa de casa y carros lujosos para que inclinaran la balanza hacia uno u otro equipo. Solo con que tuvieran que arbitrar en Colombia era suficiente.
A su llegada, los recogía uno de los integrantes del staff arbitral colombiano, les decía “bienvenidos a su ciudad”, por supuesto, y los llevaba a un tour por los lugares en donde operaban los carteles. Al paso, el anfitrión les relataba algunos de los macabros sucesos que habían ocurrido en tal o cual calle durante los últimos años, haciendo énfasis en las razones por las cuales había sido asesinado tal o cual personaje, todo con un mesurado tono de amabilidad, salpicado de diminutivos, azucarados giros locales y estudiadas sonrisas. El “paseo de iniciación”, por decirlo así, finalizaba en el hotel, con un almuerzo o una cena a todo plato, postres, café de exportación, whisky sello azul y un regalo, “un detalle” de parte de los dirigentes de “nuestro amado fútbol colombiano”. Al día siguiente los recogía el mismo personaje y los llevaba al estadio, en un “simple gesto de atención hacia nuestros distinguidos visitantes”.
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Lo máximo que se podía esperar de los árbitros que llegaban a pitar a los estadios colombianos era que trataran de ser neutrales, pero eso era casi imposible. Cualquier duda la resolvían a favor del local, y cuando no había dudas y el resultado era peligroso, se inventaban alguna argucia que cambiara el rumbo de los acontecimientos. Había ocurrido con el América a mediados de los 80. Ocurrió con Millonarios en el 89, con la Selección Colombia que jugó las Eliminatorias para el Mundial de Italia 90, y con Atlético Nacional. Incluso, aquel aura de intimidación acompañaba a los equipos colombianos cada vez que viajaban a participar de un campeonato en el exterior. Colombia, en todas sus manifestaciones, significaba peligro. Colombia era miedo. Colombia era violencia. Colombia era asesinato y droga y terror y la posibilidad de dinero, de muchísimo dinero, y de ese coctel comenzaron a hacer parte algunos clanes fuera de nuestras fronteras.
Por eso el fútbol colombiano dejó de ser solo “colombiano”. Los carteles tenían subsedes en varios países, y aliados y no tan aliados, y el intercambio de jugadores, favores, transacciones, se volvió una costumbre. Cuando Nacional ganó la Libertadores del 89, el primer gran título del fútbol colombiano, los René Higuita, Leonel Álvarez, Albeiro Usuriaga, Luis Carlos Perea, Andrés Escobar y demás que hicieron parte de aquella epopeya de revertir un cero dos en contra ante Olimpia de Paraguay en El Campín de Bogotá, pasaron a ser ídolos y referentes del fútbol latinoamericano, como pocas veces o nunca había ocurrido con un club que no fuera argentino, brasileño o uruguayo, los tres países que dominaban el fútbol y la Libertadores. Francisco Maturana, el creador de aquella revolución futbolera, se transformó en una especie de sabio que era requerido por los principales medios de comunicación de Suramérica y dictaba charlas por doquier.
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En cuanto a fútbol, fútbol, aquel Nacional fue la primera gran revolución de fútbol en Colombia, y tal vez en Suramérica. Se había construido con base en algunos jugadores colombianos surgidos de las divisiones inferiores del club. Cuando Maturana los hizo debutar en primera división, se conocían y jugaban como él y Hernán Darío Gómez, su asistente, pretendían, la mayor parte de las veces, a un toque, en espacios reducidos, con la defensa adelantada y manejando constantes cambios de frente para desahogar el juego. En los entrenamientos, jugaban en espacios mínimos para que los jugadores se acostumbraran a la presión. Sin la pelota, Nacional intentaba quitarle el balón a sus rivales en su campo, muy al estilo del Barcelona de Joseph Guardiola entrados los primeros años 2.000, y de los equipos de Marcelo Bielsa. La hinchada “verrrrrede, veeeerdeeeeee”, también fue pionera en Colombia.
Hasta su aparición, con sus cánticos y sus enormes banderas, ninguna otra había cantado en un estadio ni nada por el estilo. Su presentación en la gran sociedad futbolera, por decirlo así, fue desde el 30 de mayo del 89, cuando decenas de decenas de voces y carros provenientes de Medellín y de Antioquia en general, inundaron las calles de Bogotá para colmar las tribunas del Campín la noche del miércoles 31 de mayo para alentar a su equipo en el juego de vuelta de la Libertadores ante Olimpia. Ya en el estadio, comenzaron a cantar desde el mediodía, en una afinada sinfonía que combinaba con el juego de su equipo y que solo terminó en la madrugada del jueves siguiente, para volver a aparecer a su llegada a la capital antioqueña. Hacía dos años que aquel “verdeeeee, verdeeeeeee” se había empezado a tomar las tribunas del Atanasio Girardot. De alguna manera, fútbol y cánticos fueron caminando tomados de la mano y seguirían así por varios años.
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Igual, la noche del 31 de mayo del 89 sería inolvidable para el fútbol colombiano. Con presiones arbitrales, con fallos polémicos, con argucias y sospechas, pero también con triunfos legítimos y un nivel excelso de sus principales jugadores, Atlético Nacional fue la base de la Selección Colombia que jugó las copas del Mundo del 90, 94 y 98, no solo por sus futbolistas, sino por su manera de concebir el juego, y hasta por los personajes oscuros que lo rondaban. Partido tras partido, primero Nacional, y luego la Selección Colombia, fueron dejando una marca indeleble en la historia, y fechas y partidos memorables que, como era obvio, concitaron la atención de los distintos carteles del país. Aunque la mayoría de los integrantes del mundillo fútbol sabía que algo raro ocurría, o por lo menos lo sospechaba, casi nadie se atrevió a decir nada. Unos y otros, en silencio o a los gritos a veces, firmaron un secreto pacto de silencio y de mutua colaboración.
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Y el fútbol continuó, pese a que en noviembre de 1989, a la salida del Hotel Nutibara de Medellín, un árbitro, Álvaro Ortega, fue asesinado por haber aprobado un gol del Medellín en un juego de finales del torneo nacional. Continuó, pese a que unos meses antes, un grupo de hinchas, o de empresarios, autodenominado “representante de seis clubes profesionales”, había secuestrado al árbitro Armando Pérez para, según ellos, dejarle claro lo que debía hacer. Continuó, pese a las advertencias del juez Jesús Díaz, quien dijo que en el fútbol colombiano de aquel año “sólo faltaba un muerto”, y de que por todo eso y mucho más, era claro que “algo olía a podrido”. Los títulos de Millonarios en 1987 y 1988, por ejemplo, estuvieron plagados de absurdas decisiones de los jueces en los campos de juego y de algunos dirigentes en sus escritorios, pero nadie dijo nada, que fue como gritar que nadie se opuso a lo que ocurría.
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Y de repente, el gran título que le había sido esquivo al América en las finales de la Libertadores de los años 85, 86 y 87, se le dio a su más enconado enemigo, el Nacional de Escobar Gaviria, en mayo de 1989, luego de unas semifinales con olor a guerra ante un Millonarios que desde hacía años estaba en manos de Gonzalo Rodríguez Gacha. Los partidos de ida y vuelta, en Medellín y Bogotá, fueron una clara demostración de la locura-terror que se vivía en Colombia, y habían comenzado a disputarse mucho antes de que se iniciaran en el campo de juego, con sobres repletos de dinero, llamadas, citas y encuentros a escondidas, y los paseos del pánico a los que eran sometidos los árbitros que llegaban a Colombia. No era necesario comprarlos con miles de dólares o con la promesa de casa y carros lujosos para que inclinaran la balanza hacia uno u otro equipo. Solo con que tuvieran que arbitrar en Colombia era suficiente.
A su llegada, los recogía uno de los integrantes del staff arbitral colombiano, les decía “bienvenidos a su ciudad”, por supuesto, y los llevaba a un tour por los lugares en donde operaban los carteles. Al paso, el anfitrión les relataba algunos de los macabros sucesos que habían ocurrido en tal o cual calle durante los últimos años, haciendo énfasis en las razones por las cuales había sido asesinado tal o cual personaje, todo con un mesurado tono de amabilidad, salpicado de diminutivos, azucarados giros locales y estudiadas sonrisas. El “paseo de iniciación”, por decirlo así, finalizaba en el hotel, con un almuerzo o una cena a todo plato, postres, café de exportación, whisky sello azul y un regalo, “un detalle” de parte de los dirigentes de “nuestro amado fútbol colombiano”. Al día siguiente los recogía el mismo personaje y los llevaba al estadio, en un “simple gesto de atención hacia nuestros distinguidos visitantes”.
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Lo máximo que se podía esperar de los árbitros que llegaban a pitar a los estadios colombianos era que trataran de ser neutrales, pero eso era casi imposible. Cualquier duda la resolvían a favor del local, y cuando no había dudas y el resultado era peligroso, se inventaban alguna argucia que cambiara el rumbo de los acontecimientos. Había ocurrido con el América a mediados de los 80. Ocurrió con Millonarios en el 89, con la Selección Colombia que jugó las Eliminatorias para el Mundial de Italia 90, y con Atlético Nacional. Incluso, aquel aura de intimidación acompañaba a los equipos colombianos cada vez que viajaban a participar de un campeonato en el exterior. Colombia, en todas sus manifestaciones, significaba peligro. Colombia era miedo. Colombia era violencia. Colombia era asesinato y droga y terror y la posibilidad de dinero, de muchísimo dinero, y de ese coctel comenzaron a hacer parte algunos clanes fuera de nuestras fronteras.
Por eso el fútbol colombiano dejó de ser solo “colombiano”. Los carteles tenían subsedes en varios países, y aliados y no tan aliados, y el intercambio de jugadores, favores, transacciones, se volvió una costumbre. Cuando Nacional ganó la Libertadores del 89, el primer gran título del fútbol colombiano, los René Higuita, Leonel Álvarez, Albeiro Usuriaga, Luis Carlos Perea, Andrés Escobar y demás que hicieron parte de aquella epopeya de revertir un cero dos en contra ante Olimpia de Paraguay en El Campín de Bogotá, pasaron a ser ídolos y referentes del fútbol latinoamericano, como pocas veces o nunca había ocurrido con un club que no fuera argentino, brasileño o uruguayo, los tres países que dominaban el fútbol y la Libertadores. Francisco Maturana, el creador de aquella revolución futbolera, se transformó en una especie de sabio que era requerido por los principales medios de comunicación de Suramérica y dictaba charlas por doquier.
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En cuanto a fútbol, fútbol, aquel Nacional fue la primera gran revolución de fútbol en Colombia, y tal vez en Suramérica. Se había construido con base en algunos jugadores colombianos surgidos de las divisiones inferiores del club. Cuando Maturana los hizo debutar en primera división, se conocían y jugaban como él y Hernán Darío Gómez, su asistente, pretendían, la mayor parte de las veces, a un toque, en espacios reducidos, con la defensa adelantada y manejando constantes cambios de frente para desahogar el juego. En los entrenamientos, jugaban en espacios mínimos para que los jugadores se acostumbraran a la presión. Sin la pelota, Nacional intentaba quitarle el balón a sus rivales en su campo, muy al estilo del Barcelona de Joseph Guardiola entrados los primeros años 2.000, y de los equipos de Marcelo Bielsa. La hinchada “verrrrrede, veeeerdeeeeee”, también fue pionera en Colombia.
Hasta su aparición, con sus cánticos y sus enormes banderas, ninguna otra había cantado en un estadio ni nada por el estilo. Su presentación en la gran sociedad futbolera, por decirlo así, fue desde el 30 de mayo del 89, cuando decenas de decenas de voces y carros provenientes de Medellín y de Antioquia en general, inundaron las calles de Bogotá para colmar las tribunas del Campín la noche del miércoles 31 de mayo para alentar a su equipo en el juego de vuelta de la Libertadores ante Olimpia. Ya en el estadio, comenzaron a cantar desde el mediodía, en una afinada sinfonía que combinaba con el juego de su equipo y que solo terminó en la madrugada del jueves siguiente, para volver a aparecer a su llegada a la capital antioqueña. Hacía dos años que aquel “verdeeeee, verdeeeeeee” se había empezado a tomar las tribunas del Atanasio Girardot. De alguna manera, fútbol y cánticos fueron caminando tomados de la mano y seguirían así por varios años.
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Igual, la noche del 31 de mayo del 89 sería inolvidable para el fútbol colombiano. Con presiones arbitrales, con fallos polémicos, con argucias y sospechas, pero también con triunfos legítimos y un nivel excelso de sus principales jugadores, Atlético Nacional fue la base de la Selección Colombia que jugó las copas del Mundo del 90, 94 y 98, no solo por sus futbolistas, sino por su manera de concebir el juego, y hasta por los personajes oscuros que lo rondaban. Partido tras partido, primero Nacional, y luego la Selección Colombia, fueron dejando una marca indeleble en la historia, y fechas y partidos memorables que, como era obvio, concitaron la atención de los distintos carteles del país. Aunque la mayoría de los integrantes del mundillo fútbol sabía que algo raro ocurría, o por lo menos lo sospechaba, casi nadie se atrevió a decir nada. Unos y otros, en silencio o a los gritos a veces, firmaron un secreto pacto de silencio y de mutua colaboración.
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