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El fútbol de aquellos recientes y lejanos años ochenta tuvieron casi todo lo bueno, pero también casi todo lo malo en Colombia. Los mejores futbolistas y los equipos más poderosos, los campeonatos más disputados y los elogios más exagerados. Detrás, un patrocinio de muy dudosas calidades morales. En 1987, y luego de aquella final perdida ante Peñarol, América se quedó por fuera de la Libertadores. Todos los que dijeron que América arreglaba rivales y compraba árbitros tuvieron que admitir que esas artimañas no eran un pecado exclusivo del equipo caleño. Tuvieron que aceptar que otros cuadros empleaban los mismas tácticas delincuenciales. El fútbol dejó de ser fútbol, simplemente porque las victorias dejaron de depender del balón. Entonces el campeonato del 87 fue para Millonarios. Diez años después de Onega, Brand y Amado, quienes le habían ofrecido la estrella número once.
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Ese título fue el primero del reinado de Gonzalo Rodríguez Gacha en el equipo azul. En una oportunidad, el extinto narcotraficante hablaba con Germán Castro Caicedo y Pablo Escobar sobre la manera de convencer a Gabriel García Márquez para que intercediera por ellos ante el presidente Belisario Betancur. La única vez que Rodríguez abrió la boca fue para preguntar: “¿Y cuánto cobra ese por lo que le pedimos?” Así fue siempre El Mexicano. En la vida como en el fútbol. Hombre de billetes en la mano para solucionarlo todo. Hombre de comprar, vender o matar. Los jugadores de Millonarios eran, en realidad, sus jugadores. “Lo único que sé es que si alguno de estos vergajos se llega a ir del equipo, no amanece. Poco me importa lo que le ofrezcan por fuera. Aquí se tiene que quedar, por lo menos hasta que a mí me sirva”, le dijo alguna vez a un periodista en uno de sus acostumbrados asados sabatinos. Por fortuna, jamás tuvo que cumplir con su amenaza.
Se dice que por una parte se conoce al todo; tal es el principio básico de las encuestas. Y esta es sólo una de tantas historias de los tiempos de Rodríguez Gacha. Una historia que muestra a la perfección lo que era el fútbol colombiano en 1987. El final, o mejor, el veredicto, nunca llegó, como es costumbre en Colombia. No hubo culpables ni inocentes y los personajes no volvieron a hablar del tema. Cada quien continuó en lo suyo, en el paraíso de la impunidad. Corría el primer semestre de 1991. El campeonato colombiano se jugaba domingo, miércoles y domingo. Sin mayores escándalos, sin mayores emociones. En uno de esos juegos, disputado el 3 de abril, se enfrentaban en el estadio Pascual Guerrero el Deportivo Cali, dirigido por Jorge Luis Pinto, y el Deportes Quindío, conducido por Luis Augusto García. El resultado, 2-0 a favor del Cali, y el partido, intenso, sólo fueron parle de la anécdota, pues la discusión que inició Jorge Luis Pinto en la pista atlética se robó los comentarios de la prensa especializada.
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Pinto, entrenador de Santa Fe en el 87, acusó de deshonesto a García frente al público y los micrófonos. La respuesta de éste fue inmediata. Y lo que era un partido de fútbol terminó por convertirse en una pelea verbal entre los dos técnicos. Hubo ofensas, amenazas y gestos obscenos. Después del juego ambos dijeron lo suyo para la televisión y la radio. La polémica tomó vuelo y muchos recordaron algunos oscuros incidentes ocurridos durante las finales de 1987. La historia de Pinto y García llegó a la Dimayor. La Comisión Disciplinaria de la entidad decidió sancionar al técnico del Cali con diez fechas de suspensión y $ 1.650.000 de multa. García, por su parte, continuó dirigiendo al Quindío. Mientras tanto, preparaba los planes para la Selección Colombia que jugaría la Copa América de Chile ese mismo año. (Había sido nombrado por la Federación Colombiana de Fútbol en enero, después del retiro de Francisco Mataran y la renuncia de Hernán Darío Gómez por amenazas contra su vida y la de sus familias).
Sin embargo, cuando se pensaba que todo había concluido, Pinto y los directivos del Cali se quejaron y la Comisión decidió sancionar en idéntica forma a García. Hubo presiones, dudas y muchos comentarios. Todo ello llevó a que la Dimayor le exigiera al técnico del Cali que presentara pruebas de sus acusaciones. El 10 de abril, Jorge Luis Pinto fue con algunos jugadores a la Notaría 11 de Cali para rendir declaración bajo la gravedad del juramento. Así consta en los documentos, firmados y autenticados por el notario Álvaro Niño Serrano. Más tarde, dentro de las pruebas que Pinto le entregó a Álvaro González, revisor fiscal de la Federación Colombiana de Fútbol, los interesados en el asunto pudieron ver algunos documentos que sustentaban algunas de las irregularidades de García durante el campeonato del 87. El Comité Ejecutivo de la Federación, compuesto por su presidente, León Londoño Tamayo, y por Álvaro González, Gustavo Jaramillo, Efraín Pachón, Arturo Bustamante, Álvaro Mejía y Carlos Ariel García, estudió el caso. Sin emitir concepto, decidió entregárselo al Tribunal Deportivo de la organización, después de ratificar a García como técnico de la Selección. Era el 30 de abril.
El Tribunal Deportivo, rama jurisdiccional de la Federación, integrado por Carlos Enrique Marín Vélez, Hernán Gómez Agudelo y Jesús María Cobo Arizabaleta, anunció que el 14 de mayo entregaría su veredicto. Y ese día, en horas de la noche, León Londoño recibió un sobre sellado con el resultado del estudio. Allí se declaraba a García como ‘no responsable’ de las acusaciones. Sin embargo, al fallo le faltaba la firma del presidente del Tribunal, Marín Vélez, quien no dio explicaciones sobre su actitud. Los otros dos miembros del grupo se limitaron a decir que le aconsejaban al ‘Chiqui’ que renunciara a su cargo, pues su presencia en la Selección le hacía daño a la imagen de Colombia en el exterior.
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La tarde del 14 de mayo, día en que el tribunal deportivo iba a anunciar su veredicto, debían presentarse a declarar los testigos de Pinto, pero Hamir Carabalí y Luis Norberto Gil, respectivamente jugadores de Santa Fe y Millonarios en 1987, no lo hicieron. Se excusaron por motivos personales, aunque después dijeron que alguien los había amenazado. Antes, en su declaración escrita ante el Notario 11 de Cali, Carabalí había expresado que en la tarde del 16 de diciembre de 1987 se le había acercado Luis Norberto Gil para ofrecerle un millón de pesos de parte de Luis Augusto García si bajaba su rendimiento con el fin de facilitar la victoria de Millonarios.
Gil, por su parte, declaró que ese día había conversado con su compañero Miguel Augusto Prince, quien le había pedido que contactara, en nombre de García, a Carabalí para ofrecerle la suma antes mencionada. Pero esto jamás lo tuvieron en cuenta los señores del tribunal. Ese mismo 14 de mayo se presentó a declarar Francisco Mario Osorio, gerente deportivo del Quindío en 1985. Osorio confirmó que García le había entregado, en septiembre, dos cheques, uno de $100.000 y otro de $140.000 para que los depositara en la cuenta bancaria de la señora Etilia de Palomá, esposa del árbitro Luis Alfonso Palomá. La consignación fue hecha por él, bajo el nombre de Mario Tobón, en la sucursal del Banco de Colombia en Corabastos y allí, según Osorio, se pueden constatar los hechos.
Pese a esto, los miembros del tribunal dijeron que el señor Osorio jamás había sido dirigente del Quindío. Pasaron algunos días y se halló un carnet que confirmaba la presencia de Osorio en la dirección del Quindío durante todo el año de 1986, firmado por el gerente de la Dimayor en aquel entonces, Jorge Correa Pastrana, y por el presidente, León Londoño Tamayo. A raíz del dictamen del tribunal, Pinto declaró que llevaría sus pruebas ante el Tribunal Deportivo de Coldeportes Nacional y que, en caso de que allí se presentara la misma decisión, recurriría a la justicia ordinaria para dilucidar el asunto. El Chiqui García, por su parte, se marchó sonriente y dijo que no hablaría más del tema, pues la Selección Colombia era más importante y había que prepararla para la Copa América que se iniciaba el6 de julio en Chile.
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García convocó a sus jugadores en Barranquilla, lejos del escándalo y de los murmullos que se habían desatado en Bogotá. Todo parecía concluido. Nadie había vuelto a hablar del caso. Los periodistas se dedicaron a la Copa Libertadores de América, los protagonistas, a sus equipos y las pruebas se quedaron en el escritorio de los señores de la Federación. El 20 de mayo el ambiente volvió a agitarse. La revista Nuevo Estadio de Manizales publicó algunos de los documentos que había presentado Jorge Luis Pinto para acusar a García. El Tiempo demostró con un facsímil del carnet de Francisco Mario Osorio que éste sí había trabajado para el Quindío en el 86. La integridad de García quedó de nuevo a la deriva. Entonces apareció en el escenario el árbitro Armando Mosquera Aguilar con una declaración autenticada ante notaría, en la que afirmaba haber actuado como juez de línea en un encuentro entre Santa Fe y Millonarios el 18 de noviembre de 1987.
Afirmó que la actuación de la terna arbitral había sido buena, pese a lo cual, una semana después, Lorenzo López, juez central de aquel partido, había hablado con García para solicitarle que vetara a los jueces de línea Juan Rojas y Armando Mosquera, pues no habían favorecido a Millonarios. De inmediato García se dirigió a la Dimayor para solicitar el cambio. El juego siguiente entre esos dos equipos tuvo a Valencia y Sánchez en las líneas. Millonarios ganó el partido. Posteriormente, siempre según Mosquera, “López se me acercó para preguntarme por qué no me gustaba el dinero. Después me comentó que yo había perdido un millón de pesos como juez de línea, y que él, Lorenzo López, había ganado tres millones”.
Tiempo después, López pasó a arbitrar en la Liga de Fútbol de Bogotá, donde estuvo bajo la dirección de Hernán Cortés Parada, presidente de la misma y más tarde director del Instituto Distrital para la Recreación y el Deporte. Cortés pasó por alto los antecedentes del árbitro, así como la recomendación de Álvaro González, revisor fiscal de la Federación, que días antes le había pedido que destituyera a López por comprobadas faltas contra la ética profesional. Toda esta historia concluyó ahí. No dejó de ser una simple historia más del fútbol colombiano. En 1994 García dijo: “No han demostrado absolutamente nada. Y los que tenían que decidir decidieron a mi favor”. Pinto declaró: “Mire, ya ni me molesto por ese asunto. Aquí todo termina igual”. Los demás protagonistas se limitaron a un “yo ya dije lo que tenía que decir”. Todo continuó, como si nada. En los anales de la Dimayor está escrito que Millonarios se consagró campeón colombiano del torneo profesional de fútbol el 20 de diciembre de 1987. Y que ese fue su título número doce en 39 años.
A Millonarios lo controlaba a comienzos de los años ochenta el señor Edmer Tamayo, en su calidad de presidente y mayor accionista. Se le vinculó como propietario de un cargamento de 2.000 kilos de cocaína decomisado en septiembre de 1982 y de otro de 65 kilogramos incautado en Barranquilla. Tamayo murió el 17 de febrero de 1986. Ante su tumba, León Londoño Tamayo, presidente de la Dimayor y de la Federación Colombiana de fútbol, rindió un sentido homenaje al difunto. Textualmente dijo: “Así como la fotografía exige tan poco talento pictórico, porque es una captación mecánica de la realidad, quien escribe para el amigo muerto no necesita gran valor literario. Le basta con ser un registrador sincero que pueda dar forma a lo suyo, a su destino, a su vida. Pero gran osadía se necesita para marchar por ese sendero, que bordeando nuestros propios abismos va descendiendo por entre olvidos voluntarios hasta la última soledad, esa soledad donde, como en el Fausto, se ciernen inmóviles, sin vida, las imágenes de la propia existencia, símbolos tan sólo de una vida que fue. La mayor parte de las personas que le conocieron no se fijaron en él, pero los que le comprendieron le amaron, y los que le amaron lo hicieron con pasión. Cuando ese hombre hermético se abría, era para mostrarse en toda su profundidad. Tenía, como el abismo, una gran fuerza mágica de atracción; así se ve que nadie que le conoció llegó a abandonarle del todo. En cada uno de sus actos Edmer nos reveló su alma; en todos ellos hay como una entrega al mundo de una chispa de fuego de su espíritu, y en cada uno de ellos hay una de sus pasiones, de sus amores. Por sus obras lo conocemos en su batallar heroico y en su última lucha por la vida nos legó todo. El fútbol nacional está de duelo, y ante la tumba abierta que aguardará los frágiles despojos rinde con respeto sus enlutados pabellones. Nosotros, sus amigos, inclinamos dolidos nuestras cabezas, yertos de pesar; abrazamos con cariño a su madre, a sus hermanos, a su esposa y a sus hijos y depositamos una oración y una flor, también como bandera”.
Con la muerte de Tamayo, el poder en Millonarios lo heredaron los abogados Germán y Guillermo Gómez. Este último fue acribillado, a comienzos de los 90, en un restaurante antioqueño al norte de Bogotá. Ya había dejado gran parte de sus intereses en manos de Gonzalo Rodríguez Gacha, aunque continuaba figurando entre las directivas del conjunto azul. El título número trece para Millonarios llegó en 1988. Era casi el mismo equipo del 87: Prince, Estrada, Hernández, !guarán, Vanemerack… y el mismo técnico, Luis Augusto García. Los rivales a vencer, Nacional y América. Y la guerra, también contra ellos. Porque en los 80 y los 90 el fútbol fue parte de la guerra en Colombia. Cada cartel tenía una divisa y cada divisa tenía la obligación de ganar. En realidad eran Gonzalo Rodríguez Gacha, Pablo Escobar Gaviria y Miguel Rodríguez Orejuela camuflados en las camisetas de Millonarios, Nacional y América. Y un tanto rezagado, Fanor Arizabaleta, con el uniforme de Santa Fe.
Esos cuatro clubes jugaron la ronda que definió al campeón. Pero esa fue una ronda turbia. Y estaba sucia aun mucho antes de que comenzara. El 2 de noviembre, cuando apenas se iniciaban los cuadrangulares finales, el árbitro Armando Pérez desapareció repentinamente. Unos hombres, que se hicieron llamar ‘representantes de seis clubes profesionales’, lo secuestraron en Medellín. Querían que hubiera limpieza en la liguilla de fin de año. Eran apostadores. Ese mismo día, Jesús Díaz (colega de Pérez) pronunció una frase premonitoria: “Lo único que falta es un muerto”. Se refería Díaz, por aquel entonces el mejor árbitro colombiano, al secuestro de Armando Pérez y a las constantes amenazas de muerte que recibía casi a diario. Al respecto dijo: “Es que llegué al extremo de salir de mi casa para dirigir un partido sin saber si iba a regresar o no. Mi oficio se está convirtiendo en algo casi insoportable, que no me afecta sólo a mí sino a mi familia. Todo por culpa de aquellos que generalizan, que culpan y señalan por doquier y no se atreven a dar nombres. De aquellos que creen que todos los árbitros somos unos vendidos, unos antiéticos. Es hora de que los medios hablen con más claridad”.
Dos días antes, todos los árbitros profesionales inscritos ante la Dimayor se habían negado a dirigir la tercera fecha del octogonal. Un tiempo después uno de ellos declaró: “Es que no sólo eran las amenazas contra nosotros y nuestras familias. También eran los continuos sobornos a los que nos veíamos sometidos. Y si uno hablaba, chao. Un día fui donde don Jorge Correa Pastrana (en 1988 era secretario de la Dimayor; después fue nombrado presidente de esta entidad) y le expliqué todo esto. Lo único que me dijo fue que me quedara tranquilo, que no había problemas”. Fue entre América y Millonarios que empezó a reventar el polvorín. En lo estrictamente futbolístico, se entiende. Un gol desde 30 metros de Ceferino Peña, anulado sin mayor razón, insinuó el poder que Rodríguez Gacha ya ejercía en el fútbol. A la semana siguiente, ante Santa Fe, de aquel poder no quedaron dudas. Los árbitros terminaron de inclinar la balanza hacia Millonarios y su capo. Una falta dentro del área azul, ignorada, y otra fuera del área roja, sancionada como penal, dejaron a Millonarios en el camino del campeonato. Ese juego concluyó en medio del desorden y la violencia. Del árbitro, un tal Ramiro Rivera, no se volvió a saber nada.
“Hay una fuerza extraña que lo manipula todo. Esto no es fútbol”, dijo después de aquella derrota el argentino Jorge Raúl Balbis, defensa central de Independiente Santa Fe. Como si no lo hubiera dicho. Lo tacharon de resentido, mal perdedor y demás. Nadie se tomó la molestia de averiguar qué había querido decir, entre otras razones, porque a nadie le interesaba saber la verdad de sus palabras. También ocurrió lo mismo cuando el portero Carlos Fernando Navarro Montoya declaró en Buenos Aires, en octubre de 1986, que el fútbol colombiano estaba infiltrado por la mafia. Los medios lo insultaron y lo llamaron ‘vendepatria’. Sus declaraciones fueron mal recibidas y debido a ellas jamás lo llamaron a actuar con la Selección Colombia después de los dos partidos que jugó en las Eliminatorias de 1985 bajo la conducción de Gabriel Ochoa Uribe. En septiembre del 93 un periodista le preguntó por el fútbol colombiano. Respondió que no quería volver a hablar nunca más de ese tema, que una vez había dicho la verdad y por esa verdad lo habían crucificado. “En lugar de enfadarse, deberían investigar”, fue su última frase.
*Este texto hace parte del libro Pena Máxima, publicado por editorial Planeta en 1995.
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