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Un hombre que tiene más título de liga que la gran mayoría de equipos del fútbol colombiano. Este sábado, en su casa en la ciudad de Cali, falleció a los 90 años Gabriel Ochoa Uribe, el técnico más ganador en la historia de nuestro balompié.
(Los recuerdos de Gabriel Ochoa Uribe)
Ganó siete con el América, cinco con Millonarios y uno con Santa Fe. Un antioqueño que dejó los regionalismos atrás y fue campeón con dos equipos de Bogotá y uno de Cali y que fue el mentor de varios exfutbolistas que siguieron su legado, como Julio César Falcioni y Ricardo Gareca. Jorge Luis Pinto también fue su alumno más adelantado.
“Murió a las 7:40 de la noche, en su casa. Con mamá al lado suyo, en paz, sin dolor”, le confirmó Héctor, su hijo, a este diario.
Un revolucionario de la dirección técnica del fútbol colombiano
Muchos pudieron ser los caminos tomados por Gabriel Ochoa Uribe. Cuando atajaba pelotas en las calles de su natal Sopetrán (Antioquia), apareció uno de ellos: la hípica. Comenzó a correr y a ganar carreras de caballos, animales que siempre ha amado. Sin embargo, su enorme contextura no terminó siendo acorde a una disciplina en la que el peso sobre el lomo es clave para la velocidad que toma la bestia.
Por su disciplina desde pequeño, su creencia en Dios y la espiritualidad de la que se enorgullece, Gabriel también pudo caminar por el sendero del sacerdocio. De hecho, jugó fútbol con otros hombres que al final si anduvieron por allí. Y lo hizo bajo el consentimiento de su madre, cuya palabra era sagrada. Le obedecía y acataba sus consejos. Por eso, los representantes del América de Cali debieron pedirle permiso a ella para llevárselo.
Lo que amaba dentro del terreno de juego era volar en busca de la pelota. Lo que entendía, en la adolescencia, era que debía atrapar ese sagrado objeto. Años más tarde, tras pasar por el Atlético Municipal (después Atlético Nacional), llegó a uno de los clubes en los que se transformó en leyenda: Millonarios. Cuando Adolfo Pedernera lo vio atajar, le dijo: “pibe, así no podés seguir jugando”. Ochoa convivía con lesiones en manos, codos y rodillas.
“Trajo a Julio Cozzi, el mejor arquero de esa época. Y ese sí sabía todo, sabía cómo pararse, cómo achicar, cómo saber, por el perfil del atacante, si le pega duro, suave o con chanfle. Todo eso lo sabía Julio”, contó Gabriel Ochoa, que sumó una experiencia en el América de Río de Janeiro. Y a la sombra de otro histórico aprendió secretos de la portería y, además, conquistó cuatro títulos de primera división con el equipo albiazul que brilló en los primeros años del balompié profesional en Colombia.
Con 27 años arrancó su carrera como director técnico y se demoró poco en sumar sus primeros logros al palmarés. En 1959 consiguió su primer título en el banco albiazul. En 1961, 1962, 1963 y 1972, los otros. En el medio se fue a “Santafecito” -como él llama al cuadro albirrojo de Bogotá- y triunfó en 1966. Cuando pensaba que estaba retirado de la dirección técnica y se encontraba cómodamente ejerciendo su amada medicina en un consultorio de Bogotá, el amor por el fútbol lo convenció de nuevo.
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En 1978, Pepino Sangiovanni, por entonces presidente del América, lo buscó y se lo llevó al club escarlata. Ochoa consiguió terminar con la ausencia de trofeos y entrenó a planteles colmados de cracks con los que fue campeón siete veces (1979, 1982, 1983, 1984, 1985, 1986 y 1990). Además, llegó a tres finales de Copa Libertadores (1985, 1986 y 1987). Todas las perdió. La última, la más dolorosa: se le escapó por segundos con el gol de Diego Aguirre que todavía no deja de torturarle sus recuerdos.
“Teníamos que ser campeones, pero la victoria se esfumó a los 120 minutos y 23 segundos. El balón llegó a Falcioni, a Julio se le olvidó que tenía que reventar la pelota a la tribuna para ganar 20 segundos y la envió al medio. Gonsalves, con una falta que el árbitro Silva no da, se encarama encima de Luna y cabecea. Aguirre regresaba cansado, muerto. Aponte le había dado distancia, pero el balón le cayó a Aguirre, la paró en el pecho, se volteó, empalmó un zurdazo, gol, se acabó el partido y se fue la Copa. Nunca lloré en ese ni en ningún otro partido. Cometimos un error y lo pagamos. Dios no quiso que esta copa fuera para nosotros, estaba en otras cosas”, rememoró con nostalgia Ochoa Uribe.
La consagración continental sí la consiguió un hombre que reconoció con caballerosidad el legado del Médico. Francisco Maturana, el otro técnico más importante en la historia del fútbol colombiano, fue campeón de la Copa Libertadores en 1989 con Atlético Nacional y lo primero que hizo fue enviarle una carta a Ochoa dedicándole el título.
“Usted, doctor Ochoa, ha sido y será siempre para mí el técnico empujador que nos abrió el camino y el decano que nos enseñó no solo del buen fútbol, sino a enfrentar el triunfo y la derrota con la madurez que necesitamos quienes escogimos esta profesión. Hoy que he cumplido con una meta, el ser campeón de la Copa Libertadores de América, objetivo que usted siempre anheló, quiero con toda la humildad y la sinceridad de que soy capaz, ofrecerle a usted este preciado trofeo como mi afectuoso reconocimiento a su persona y su ejemplo”, dice la carta realizada en una máquina de escribir por Maturana, quien conoció a Ochoa Uribe cuando fue a que le tratara una lesión, a final de la década del 70, tiempos en los que no imaginaba que se convertiría en su ídolo e inspiración.
Fueron 90 años en los que Gabriel Ochoa Uribe vivió múltiples sucesos paradójicos, que conforman la gloria deportiva de la que es dueño, la vida familiar que lo caracteriza y el amor que conserva. Porque desde hace 63 años tenía a su lado a Cecilia Perea, la mujer que fue su paciente, que conoció en un quirófano, inconsciente, con catorce fracturas después de sufrir un accidente, y la curó, la acompañó y se enamoró. Se enamoraron. Y formaron un hogar que hasta este sábado sonreía en Cali, ciudad en la que el Médico seguía viendo fútbol por televisión, en la que continuaba cuidando su alimentación y en la que preservaba su dieta saludable para tener la vitalidad y la brillantez conceptual que lo hicieron eterno en la memoria del balón.
En paz descanse, Dr. Ochoa.