La influencia de los clubes en la identidad del fútbol colombiano II
Un pasado reciente teñido de gloria continental ilusionó con volver a viejas épocas. El momento fue efímero y, tras un par de años dorados, se reveló la profunda crisis del fútbol colombiano. “¿A qué jugamos?”, nueva entrega.
Hugo Santiago Caro
Cuando Colombia llegó a los cuartos de final del Mundial de Brasil 2014, el grueso de jugadores que conformaban el plantel de esa selección daba cuenta de que nuestro país estaba alineado con la producción en masa de futbolistas que partían hacia el exterior. La filosofía del balompié colombiano había invertido los papeles de su modelo: de importar figuras extranjeras (en su mayoría argentinas) en la época del Dorado, las mismas que le marcaron a los primeros futbolistas nacionales para dónde era el camino, ahora se sacaban futbolistas en masa.
En contexto: La influencia de los clubes en la identidad del fútbol colombiano I
Colombia se volvió una máquina exportadora de talentos que, en muchas ocasiones, eran flor de un día en nuestro fútbol profesional cuando comenzaban a ser vendidos al exterior. Para la muestra, de los 23 futbolistas que convocó José Néstor Pekerman para la cita orbital, solamente tres jugaban en el rentado local: Camilo Vargas, que poco había jugado con la tricolor; un recio Alexander Mejía, consolidado en Atlético Nacional de la mano de Juan Carlos Osorio, y Faryd Mondragón, que en el ocaso de su carrera llegaba a ese Mundial más por un homenaje a su trayectoria que por su presente deportivo (se retiró al termino de la Copa).
De resto, la selección contó con futbolistas regados por Europa, con algunas excepciones provenientes del fútbol argentino. España, Inglaterra, Francia, Italia y Alemania, las cinco grandes ligas de Europa, aportaban todos los jugadores a ese combinado. No importaba si eran equipos grandes o pequeños, nuestro fútbol obedecía a la demanda de jugadores de un fútbol globalizado y en camino a la mediatización masiva de la que hoy es preso.
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Además, en el medio nacional se vivía en un ambiente turbio sin un norte claro. Equipos que otrora dominaran el rentado a base de una identidad clara, como el Atlético Nacional de Francisco Maturana con sus puros criollos o el América de Cali, equipo de las estrellas extranjeras de Ochoa Uribe, ya no gozaban de la regularidad que tuvieron. En casos como el de los escarlatas, el presente era completamente negativo, opuesto a las glorias del pasado, pues, sin la influencia directa de los dineros del narcotráfico, el equipo tocó fondo y cayó en la segunda división.
Pero la debacle se ocultaba tras un velo. Contagiados del entusiasmo del Mundial que jugó Colombia, aparecieron para la segunda mitad de la década procesos que dieron señas de que las buenas épocas estaban de regreso. Santa Fe, Nacional y Junior tomaron la bandera.
Santa Fe y su época dorada
Un buen ejemplo para explicar el Santa Fe de esos años es Camilo Vargas, hoy el mejor arquero del fútbol mexicano. El bogotano era producto de un Santa Fe que comenzaba a resucitar, que fue semifinalista de la Copa Libertadores en 2013 (cayó contra Olimpia del Paraguay) y un año atrás quedó campeón de liga, rompiendo una sequía de 37 años sin estrellas.
Callado y poco expresivo, Vargas se ganó el cariño de la hinchada cardenal, que lo vio debutar en 2007 y, poco a poco, ganarse el puesto en el arco de Santa Fe. La de Camilo es una historia que nace en los tiempos en que en las tribunas de El Campín coreaban “el equipo de Wilson tiene corazón”, en alusión al carisma impregnado por Wilson Gutiérrez, entonces técnico del equipo.
En torno a Vargas y, sobre todo, a Omar Pérez, el estratega enarboló un equipo que mostraba ansias de gloria, que representaba el hambre de la hinchada que había aguantado tres décadas sin títulos y que ahora veía a su equipo pelear con los grandes del continente.
Un proceso que exigía dejar atrás el complejo de David contra Goliat y ponía a Santa Fe ―a su dirigencia, su plantel y su hinchada― en posición de reasumir la grandeza, poner la cabeza en alto y seguir peleando títulos. Con la puerta abierta, no podían quedarse en la entrada.
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En medio de ese cambio de chip, Gutiérrez dejó el equipo por las mismas épocas en que la selección de Colombia jugaba el Mundial en Brasil. En su lugar, llegó al mando un flaco narigón, de sonrisa amplia y más de diez años vagando por Sudamérica como técnico: Gustavo Costas.
Excapitán de Racing de Avellaneda como jugador, campeón como DT en Perú, Ecuador y Paraguay, Costas tenía por delante la misión de consolidar un proceso que seguía siendo humilde, de nicho. Y así lo entendió el argentino. Con un Vargas ya mundialista en el arco y Omar Pérez orquestando el grupo, sumado a la irrupción de jugadores como Wilson Morelo, el nuevo entrenador engranó inmediatamente y quedó campeón de la primera liga que disputó contra Independiente Medellín. Costas potenció la base que había recibido, aunque su primer paso por el equipo fue más bien corto, salió a mitad del 2015 después de caer en cuartos de final de la Copa Libertadores contra Inter de Portoalegre. En solo un año le dio a ese Santa Fe las pistas para convertirse en un equipo copero.
Para remplazar a Costas, la dirigencia de Santa Fe fijó sus ojos en uno de los entrenadores más curtidos por ese entonces en Sudamérica: el uruguayo Gerardo Pelusso. Exseleccionador de Paraguay, campeón en ese país, Uruguay y Perú, Pelusso cumplía con el perfil que había dejado Costas, aunque su fútbol no siguiera la identidad del argentino.
Fiel a una escuela de garra, como la uruguaya, Pelusso hizo de la defensa su fortín, valiéndose de un experimentado Robinson Zapata que bien había suplido a Vargas en el arco; un Francisco Meza, presente en los ciclos de Gutiérrez y Costas, y un Yerry Mina que, aunque también jugó con los dos entrenadores, fue con Pelusso con quien mostró su talante a toda Sudamérica.
Santa Fe (el Santa Fe de Pelusso) dejó de ser Omardependiente. El ‘10′ argentino entró en la curva descendente de su carrera y sumado a problemas físicos y lesiones, el protagonismo que había tenido su talento y su magia fue ocupado por una solidez defensiva y un alto interés por asegurar resultados.
No era un Santa Fe que goleara ni mostrara un juego vistoso, pero era un equipo que ganaba partidos y tenía la astucia copera para enfrentar citas importantes, ahí estaba la experiencia de Pelusso. Ya era un plantel de roce internacional y faltaba un reto en ese 2015, la Copa Sudamericana.
En los siete partidos que disputó Santa Fe, solamente marcó cinco goles, siendo el último un tanto de Baldomero Perlaza a Sportivo Luqueño en la semifinal de ida. Ahí, por segunda vez, el gol visitante los hizo avanzar y puso al equipo de Pelusso en la final. No era un conjunto de espectáculo en el ataque, a pesar de tener buenos atacantes, no era el estilo de juego de grandes creativos que manejaran los hilos y su fútbol tenía la clara escencia de la escuela más uruguaya, priorizando la solidez defensiva y apostándole al balón parado como herramienta letal.
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La historia dice que supieron aguantar el cero, aunque los críticos digan que no arriesgaron tampoco, pero los goles no le hicieron falta para ganar su primer título internacional a Santa Fe.
Pelusso terminó renunciando por problemas con el ídolo del equipo, Omar Pérez, mientras que Gustavo Costas regresó para el segundo semestre del 2016 tras un fallido paso de Alexis García por el banquillo cardenal. Con el retorno del antiguo estratega, Santa Fe se consagró a nivel intercontinental en la Copa Suruga Bank, un compromiso adquirido por ganar la Sudamericana que lo enfrentó al Kashima Antlers japonés y fue la cúspide de un proceso que pasó por tres manos distintas y no solo le devolvió la senda de títulos a Santa Fe, sino que lo llevó a ser un equipo copero y candidato a cuanto torneo disputó. El inicio del oásis.
El Nacional de Rueda y Osorio
En el otro gran caso de éxito, la piedra angular de la gloria continental que consiguió Atlético Nacional en la década anterior la puso Juan Carlos Osorio en un ciclo de plena lucidez. Un periplo que, aunque terminó en 2015, con la marcha del risaraldense para dirigir al Sao Paulo de Brasil, encadenó entre enero de 2013 y junio de 2014 un tricampeonato de Liga que encumbró a Nacional como el más campeón del campeonato colombiano. Además de ganar también dos títulos de Copa Colombia, una Superliga y de llegar a una final de la Copa Sudamericana.
Macnelly Torres, Juan Pablo Ángel, Fernando Uribe, Jefferson Duque, Alexis Henríquez, Farid Díaz, Daniel Bocanegra, Edwin Cardona, Sherman Cárdenas y Franco Armani, entre otros, fueron piezas que, fiel al estilo de Osorio, rotaron entre sus planteles para convertir el estilo de Nacional en una supremacía total.
Cuando Osorio partió rumbo a Brasil, el músculo económico del equipo no titubeó en contratar a Reinaldo Rueda Rivera, un técnico que ya había sido mundialista con Ecuador y venía de hacer lo propio con Honduras.
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La base llena de grandeza y experiencia que dejó Osorio fue tomada por Rueda, que compensó bajas con la consolidación de canteranos como Marlos Moreno, Felipe Aguilar y Dávinson Sánchez; y la llegada de figuras como Miguel Ángel Borja, Alejandro Guerra, Andrés Ibargüen y Yimmi Chará, entre otros.
Claro, no todos llegaron ni jugaron al tiempo, pero sí refrescaron un plantel que ya había conseguido todo lo que podía conseguir a nivel local y pedía a gritos la gloria continental. Gracias a un cuarto título de liga, ya con Rueda en 2015, Nacional enfrentó la Copa Libertadores 2016 en un pico de forma excepcional.
Un invicto y 16 puntos en la fase de grupos, sumado a partidos memorables como contra Rosario Central en los cuartos de final, cuando Orlando Berrío vivió uno de los momentos más estelares de su carrera, mostraron en Nacional una mística copera que hacía soñar con una nueva Copa Libertadores, la segunda en su historia (después de 1989).
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El Nacional de Rueda jugaba a la par con todos los equipos del continente. La rapidez y contundencia por los costados de Marlos Moreno y Orlando Berrío fueron piezas claves para desequilibrar cuanta defensa tuvieron por delante. Esto, sumado a un Miguel Borja tan enchufado como en pocos momentos en su carrera se le ha visto.
Además de Central, también descolgaron en el camino a Huracán y golearon en el marcador global a Sao Paulo por 4-1. No hubo freno. La revelación del torneo, el modesto Independiente del Valle, no pudo pasar del 1-1 en la ida y sucumbió 1-0 en la vuelta con gol de Miguel Borja a los ocho minutos del partido en Medellín.
Nacional conquistó el continente y pudo seguir derecho, pues su pico de forma le alcanzó para ser finalista de la Copa Sudamericana de ese mismo 2016. Cuando los de Rueda soñaban con el doblete continental y estaban cerca de suceder a Santa Fe en el palmarés de la Sudamericana, el infortunio llamó a la puerta.
Chapecoense, el modesto equipo brasileño que había tenido un torneo de ensueño sufrió un accidente aéreo llegando a Medellín donde falleció gran parte de su plantel. En un acto de plena humanidad, Nacional solicitó que, sin jugarse la final, el título fuera para los brasileños en homenaje y así fue. Pudo ser un doblete para el palmarés, pero la grandeza no solo está con lo que se consigue en la cancha. Con ese gesto, Nacional ganó tanto respeto como si hubiera ganado el título jugando.
¿Toda la época fue un espejismo?
Sumado a las tres finales de Sudamericana que se jugaron los colombianos durante la década, Junior, el mismo de donde brotó el mayor talento que tiene hoy Colombia, Luis Díaz, consiguió la cuarta final en 2018, perdiendo contra Atlético Paranaense desde el punto penalti.
El equipo barranquillero es el ejemplo claro del vaivén en el que quedó el balompié nacional después de la cumbre que pudo tocar entre 2014 y 2016. Con gran poderío económico, tal vez el único que puede tratar de competir a la hora de contratar jugadores frente a las chequeras que se manejan en el resto del continente, el cuadro Tiburón armó planteles sólidos que lograron títulos y llegaron a pelear a nivel continental, como ese 2018.
Sin embargo, el dinero no asegura el éxito. Los planteles eran efímeros y no consolidaban procesos que reflejaran estabilidad a más de un año.
Un problema que no es exclusivo de Júnior. En general, después del impacto de Pacho Maturana en los noventa, ni dirigencial ni futbolísticamente otro proceso pudo ser lo suficientemente organizado para conseguir una regularidad que no se marchite al cabo de un par de años. Claro, es un fútbol que no prospera, como en otras épocas, con dineros provenientes del narcotráfico y eso dificulta también la capacidad de conseguir estabilidad económica, o por lo menos presupuestos que sean equitativos entre todos los equipos.
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Ni siquiera Once Caldas, campeón de Copa Libertadores en 2004, consiguió establecer una supremacía duradera, al igual que Santa Fe con su Sudamericana y Nacional con su Libertadores. Y el oásis se reveló como un espejismo, que hoy en día devolvió al fútbol profesional colombiano a su realidad. El mismo momento en el que estuvo antes de ese Mundial de 2014.
Crisis. La globalización e inflación del fútbol mundial parecen dejar en el camino al rentado local. Y el mundo solo entra en contacto para llevarse talentos y devolver futbolistas veteranos que vienen a quemar sus últimos cartuchos. Mientras tanto, el balompié nacional cada día añora más sus días de gloria en los que, aunque no ganaba, por lo menos plantó cara en el ámbito internacional.
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Cuando Colombia llegó a los cuartos de final del Mundial de Brasil 2014, el grueso de jugadores que conformaban el plantel de esa selección daba cuenta de que nuestro país estaba alineado con la producción en masa de futbolistas que partían hacia el exterior. La filosofía del balompié colombiano había invertido los papeles de su modelo: de importar figuras extranjeras (en su mayoría argentinas) en la época del Dorado, las mismas que le marcaron a los primeros futbolistas nacionales para dónde era el camino, ahora se sacaban futbolistas en masa.
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Colombia se volvió una máquina exportadora de talentos que, en muchas ocasiones, eran flor de un día en nuestro fútbol profesional cuando comenzaban a ser vendidos al exterior. Para la muestra, de los 23 futbolistas que convocó José Néstor Pekerman para la cita orbital, solamente tres jugaban en el rentado local: Camilo Vargas, que poco había jugado con la tricolor; un recio Alexander Mejía, consolidado en Atlético Nacional de la mano de Juan Carlos Osorio, y Faryd Mondragón, que en el ocaso de su carrera llegaba a ese Mundial más por un homenaje a su trayectoria que por su presente deportivo (se retiró al termino de la Copa).
De resto, la selección contó con futbolistas regados por Europa, con algunas excepciones provenientes del fútbol argentino. España, Inglaterra, Francia, Italia y Alemania, las cinco grandes ligas de Europa, aportaban todos los jugadores a ese combinado. No importaba si eran equipos grandes o pequeños, nuestro fútbol obedecía a la demanda de jugadores de un fútbol globalizado y en camino a la mediatización masiva de la que hoy es preso.
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Además, en el medio nacional se vivía en un ambiente turbio sin un norte claro. Equipos que otrora dominaran el rentado a base de una identidad clara, como el Atlético Nacional de Francisco Maturana con sus puros criollos o el América de Cali, equipo de las estrellas extranjeras de Ochoa Uribe, ya no gozaban de la regularidad que tuvieron. En casos como el de los escarlatas, el presente era completamente negativo, opuesto a las glorias del pasado, pues, sin la influencia directa de los dineros del narcotráfico, el equipo tocó fondo y cayó en la segunda división.
Pero la debacle se ocultaba tras un velo. Contagiados del entusiasmo del Mundial que jugó Colombia, aparecieron para la segunda mitad de la década procesos que dieron señas de que las buenas épocas estaban de regreso. Santa Fe, Nacional y Junior tomaron la bandera.
Santa Fe y su época dorada
Un buen ejemplo para explicar el Santa Fe de esos años es Camilo Vargas, hoy el mejor arquero del fútbol mexicano. El bogotano era producto de un Santa Fe que comenzaba a resucitar, que fue semifinalista de la Copa Libertadores en 2013 (cayó contra Olimpia del Paraguay) y un año atrás quedó campeón de liga, rompiendo una sequía de 37 años sin estrellas.
Callado y poco expresivo, Vargas se ganó el cariño de la hinchada cardenal, que lo vio debutar en 2007 y, poco a poco, ganarse el puesto en el arco de Santa Fe. La de Camilo es una historia que nace en los tiempos en que en las tribunas de El Campín coreaban “el equipo de Wilson tiene corazón”, en alusión al carisma impregnado por Wilson Gutiérrez, entonces técnico del equipo.
En torno a Vargas y, sobre todo, a Omar Pérez, el estratega enarboló un equipo que mostraba ansias de gloria, que representaba el hambre de la hinchada que había aguantado tres décadas sin títulos y que ahora veía a su equipo pelear con los grandes del continente.
Un proceso que exigía dejar atrás el complejo de David contra Goliat y ponía a Santa Fe ―a su dirigencia, su plantel y su hinchada― en posición de reasumir la grandeza, poner la cabeza en alto y seguir peleando títulos. Con la puerta abierta, no podían quedarse en la entrada.
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En medio de ese cambio de chip, Gutiérrez dejó el equipo por las mismas épocas en que la selección de Colombia jugaba el Mundial en Brasil. En su lugar, llegó al mando un flaco narigón, de sonrisa amplia y más de diez años vagando por Sudamérica como técnico: Gustavo Costas.
Excapitán de Racing de Avellaneda como jugador, campeón como DT en Perú, Ecuador y Paraguay, Costas tenía por delante la misión de consolidar un proceso que seguía siendo humilde, de nicho. Y así lo entendió el argentino. Con un Vargas ya mundialista en el arco y Omar Pérez orquestando el grupo, sumado a la irrupción de jugadores como Wilson Morelo, el nuevo entrenador engranó inmediatamente y quedó campeón de la primera liga que disputó contra Independiente Medellín. Costas potenció la base que había recibido, aunque su primer paso por el equipo fue más bien corto, salió a mitad del 2015 después de caer en cuartos de final de la Copa Libertadores contra Inter de Portoalegre. En solo un año le dio a ese Santa Fe las pistas para convertirse en un equipo copero.
Para remplazar a Costas, la dirigencia de Santa Fe fijó sus ojos en uno de los entrenadores más curtidos por ese entonces en Sudamérica: el uruguayo Gerardo Pelusso. Exseleccionador de Paraguay, campeón en ese país, Uruguay y Perú, Pelusso cumplía con el perfil que había dejado Costas, aunque su fútbol no siguiera la identidad del argentino.
Fiel a una escuela de garra, como la uruguaya, Pelusso hizo de la defensa su fortín, valiéndose de un experimentado Robinson Zapata que bien había suplido a Vargas en el arco; un Francisco Meza, presente en los ciclos de Gutiérrez y Costas, y un Yerry Mina que, aunque también jugó con los dos entrenadores, fue con Pelusso con quien mostró su talante a toda Sudamérica.
Santa Fe (el Santa Fe de Pelusso) dejó de ser Omardependiente. El ‘10′ argentino entró en la curva descendente de su carrera y sumado a problemas físicos y lesiones, el protagonismo que había tenido su talento y su magia fue ocupado por una solidez defensiva y un alto interés por asegurar resultados.
No era un Santa Fe que goleara ni mostrara un juego vistoso, pero era un equipo que ganaba partidos y tenía la astucia copera para enfrentar citas importantes, ahí estaba la experiencia de Pelusso. Ya era un plantel de roce internacional y faltaba un reto en ese 2015, la Copa Sudamericana.
En los siete partidos que disputó Santa Fe, solamente marcó cinco goles, siendo el último un tanto de Baldomero Perlaza a Sportivo Luqueño en la semifinal de ida. Ahí, por segunda vez, el gol visitante los hizo avanzar y puso al equipo de Pelusso en la final. No era un conjunto de espectáculo en el ataque, a pesar de tener buenos atacantes, no era el estilo de juego de grandes creativos que manejaran los hilos y su fútbol tenía la clara escencia de la escuela más uruguaya, priorizando la solidez defensiva y apostándole al balón parado como herramienta letal.
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La historia dice que supieron aguantar el cero, aunque los críticos digan que no arriesgaron tampoco, pero los goles no le hicieron falta para ganar su primer título internacional a Santa Fe.
Pelusso terminó renunciando por problemas con el ídolo del equipo, Omar Pérez, mientras que Gustavo Costas regresó para el segundo semestre del 2016 tras un fallido paso de Alexis García por el banquillo cardenal. Con el retorno del antiguo estratega, Santa Fe se consagró a nivel intercontinental en la Copa Suruga Bank, un compromiso adquirido por ganar la Sudamericana que lo enfrentó al Kashima Antlers japonés y fue la cúspide de un proceso que pasó por tres manos distintas y no solo le devolvió la senda de títulos a Santa Fe, sino que lo llevó a ser un equipo copero y candidato a cuanto torneo disputó. El inicio del oásis.
El Nacional de Rueda y Osorio
En el otro gran caso de éxito, la piedra angular de la gloria continental que consiguió Atlético Nacional en la década anterior la puso Juan Carlos Osorio en un ciclo de plena lucidez. Un periplo que, aunque terminó en 2015, con la marcha del risaraldense para dirigir al Sao Paulo de Brasil, encadenó entre enero de 2013 y junio de 2014 un tricampeonato de Liga que encumbró a Nacional como el más campeón del campeonato colombiano. Además de ganar también dos títulos de Copa Colombia, una Superliga y de llegar a una final de la Copa Sudamericana.
Macnelly Torres, Juan Pablo Ángel, Fernando Uribe, Jefferson Duque, Alexis Henríquez, Farid Díaz, Daniel Bocanegra, Edwin Cardona, Sherman Cárdenas y Franco Armani, entre otros, fueron piezas que, fiel al estilo de Osorio, rotaron entre sus planteles para convertir el estilo de Nacional en una supremacía total.
Cuando Osorio partió rumbo a Brasil, el músculo económico del equipo no titubeó en contratar a Reinaldo Rueda Rivera, un técnico que ya había sido mundialista con Ecuador y venía de hacer lo propio con Honduras.
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Claro, no todos llegaron ni jugaron al tiempo, pero sí refrescaron un plantel que ya había conseguido todo lo que podía conseguir a nivel local y pedía a gritos la gloria continental. Gracias a un cuarto título de liga, ya con Rueda en 2015, Nacional enfrentó la Copa Libertadores 2016 en un pico de forma excepcional.
Un invicto y 16 puntos en la fase de grupos, sumado a partidos memorables como contra Rosario Central en los cuartos de final, cuando Orlando Berrío vivió uno de los momentos más estelares de su carrera, mostraron en Nacional una mística copera que hacía soñar con una nueva Copa Libertadores, la segunda en su historia (después de 1989).
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Además de Central, también descolgaron en el camino a Huracán y golearon en el marcador global a Sao Paulo por 4-1. No hubo freno. La revelación del torneo, el modesto Independiente del Valle, no pudo pasar del 1-1 en la ida y sucumbió 1-0 en la vuelta con gol de Miguel Borja a los ocho minutos del partido en Medellín.
Nacional conquistó el continente y pudo seguir derecho, pues su pico de forma le alcanzó para ser finalista de la Copa Sudamericana de ese mismo 2016. Cuando los de Rueda soñaban con el doblete continental y estaban cerca de suceder a Santa Fe en el palmarés de la Sudamericana, el infortunio llamó a la puerta.
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Sin embargo, el dinero no asegura el éxito. Los planteles eran efímeros y no consolidaban procesos que reflejaran estabilidad a más de un año.
Un problema que no es exclusivo de Júnior. En general, después del impacto de Pacho Maturana en los noventa, ni dirigencial ni futbolísticamente otro proceso pudo ser lo suficientemente organizado para conseguir una regularidad que no se marchite al cabo de un par de años. Claro, es un fútbol que no prospera, como en otras épocas, con dineros provenientes del narcotráfico y eso dificulta también la capacidad de conseguir estabilidad económica, o por lo menos presupuestos que sean equitativos entre todos los equipos.
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Crisis. La globalización e inflación del fútbol mundial parecen dejar en el camino al rentado local. Y el mundo solo entra en contacto para llevarse talentos y devolver futbolistas veteranos que vienen a quemar sus últimos cartuchos. Mientras tanto, el balompié nacional cada día añora más sus días de gloria en los que, aunque no ganaba, por lo menos plantó cara en el ámbito internacional.
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