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Crónica de un sueño: tras 10 años del título que cortó la sequía de Millonarios

El 16 de diciembre de 2012 Millonarios rompió una sequía de 24 años sin ganar un título de Liga.

Andrés Osorio Guillott
16 de diciembre de 2022 - 05:44 p. m.
Mayer Candelo, capitán de Millonarios en el título de 2012, levantando el trofeo de campeón.
Mayer Candelo, capitán de Millonarios en el título de 2012, levantando el trofeo de campeón.
Foto: El Espectador

“Delgado va a ser el gol, va a tapar el siguiente y va a ser el héroe, póngale cuidado”, me dijo Julián Matheus, uno de los amigos con los que asistí ese día a la final entre Millonarios y Medellín. ¿De qué otra forma podía ser? ¿Y quién más merecía encargarse de ese enorme peso sino él?

La presión de Millonarios ese semestre aumentó. En El Campín había un largo silencio, pues los gritos de gloria se perdieron en los eslabones del tiempo. Ninguno de los dos equipos que allí juegan tradicionalmente habían podido levantar un título de Liga. En 2009 Santa Fe ganó la Copa Colombia y en 2011 los azules hicieron lo propio, pero colgar una estrella en el cielo era algo que no ocurría en los pocos años que llevaba el siglo XXI.

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Santa Fe levantó su séptimo título de Liga el primer semestre de 2012. Pasaron 37 años para que los rojos volvieran a ser campeones. Muchas generaciones aprenderían ese día lo que significaba mirar a la ciudad desde lo más alto. Por eso la presión de Millonarios fue mayor desde el principio. Incluso el primer partido de ese segundo torneo del año fue para enfrentar al vigente campeón. Los hinchas del león llegaban engrandecidos a ese clásico para jactarse de su condición frente al rival de patio. Los azules ganaron 2-0 con goles de Wason Rentería y Humberto Osorio Botello. Los hinchas azules celebraron, pero sabían que el camino estaba cuesta arriba.

Pasaron los días y Millonarios venció a Huila, a Equidad, empató con Nacional, derrotó a Once Caldas y a Real Cartagena; empató con Cali y hasta la fecha 8 cayó al perder con Itagüi. Luego volvió el clásico y ganaron nuevamente los embajadores; luego perdió con Chicó y de ahí en adelante no volvió a caer: le ganó a Júnior, empató con Tolima, derrotó a Cúcuta, igualó con Medellín y en las últimas fechas salió victorioso frente a Quindío, Pasto, Envigado y Patriotas.

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A la par de su gran campaña en la Liga, Millonarios disputaba la Copa Sudamericana. Arrancó eliminado a Inti Gas; luego dejó en el camino a Guaraní con una gran presentación en territorio paraguayo; en octavos de final enfrentó a Palmeiras, empezó perdiendo y terminó remontando en El Campín con una noche estelar; en cuartos de final otro brasilero: Gremio. También arrancó perdiendo y todo se definía una vez más en El Campín. Esa noche falté a uno de los eventos de mi grado del colegio. Podía ganarme un problema. Pero al final Wason Rentería hizo que todo valiera la pena.

Millonarios empezó perdiendo en casa. Había que hacer tres goles para clasificar. Y uno de los relatos épicos de ese semestre se dio desde el minuto 60, cuando por fin, después de varios intentos, Wilberto Cosme descontó. El gol fue una calca del partido, pues el balón pegó prácticamente en los dos palos y entró. Parecía que sí, parecía que no. Pero llegó. Al 80′ llegó el segundo, cuando todo parecía imposible. Wason Rentería anotó de cabeza. Celebró al frente de la tribuna norte. Bailó. Todos le decían que dejara de celebrar porque aún faltaba un tanto más. Todo o nada en los minutos finales.

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Las manos sudadas, los corazones latiendo más rápido de lo normal. La ansiedad. Los dedos cruzados. Los saltos para aliviar la tensión. Los minutos corrieron y parecía que el tercero estaba cerca. Al minuto 91, el juez central pitó un penalti tras el derribo de uno de los defensas de Gremio a Harold Martínez. Era ahí o no era nunca. Los brasileños pelearon, pero era una época sin VAR. La palabra del árbitro era la última y no había manera de echarse para atrás.

Wason Rentería tomó la pelota. Era un partido con ansias de grandeza para el delantero colombiano, pues en el pasado jugó para Internacional de Porto Alegre, el rival de patio de Gremio. La seguridad y la confianza estaban de su lado. Un cobro a media altura al palo de la mano izquierda. La red se infló y el estadio se fue al suelo con los gritos de gol, los puños al cielo y la algarabía de clasificar en los últimos minutos a la semifinal de la Copa Sudamericana.

Atrás había quedado el bochornoso 26 de septiembre, que aún hoy sigue siendo recordado por todos los contrarios de Millonarios. Los azules jugaban la Copa Alfredo Di Stéfano con Real Madrid en honor al argentino que tantas glorias le dio a ambos equipos hacia mediados del siglo XX. Los adjetivos sobran. Perdieron 8-0. Nada más por decir de ese resultado.

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Por esos días los hinchas de Millonarios decían que había que apostarle todo a la Copa Sudamericana. La ilusión fue gigantesca cuando los embajadores empataron sin goles en Argentina frente a Tigres. Todo se definía una vez más en El Campín. Pero todo terminó ahí. El partido quedó 1-1. Los argentinos se llevaron el tiquete a la final que, dicho sea de paso, fue una de las finales más polémicas en los últimos años, pues en el estadio de Sao Paulo, el otro finalista, hubo hasta un arma de fuego en uno de los camerinos en aquel entonces.

La obligación era la Liga. Millonarios había logrado quedarse con el punto invisible tras haber terminado primero del todos contra todos. En su grupo estaban Pasto, Tolima y Júnior. Las cosas habían empezado mal por la prelación que le había dado Hernán Torres a la Copa Sudamericana.

Millonarios perdió con Júnior en el primer juego; le ganó a Tolima 3-0 de local y perdió con Pasto 3-1 de visita, pero en casa le ganó 1-0. El partido en el Manuel Murillo Toro era crucial. Y la noche del 5 de diciembre apareció otra épica. El juego estaba por terminar. Por el sector derecho se juntaron José Luis Tancredi, Jorge Perlaza y Harrison Otálvaro, que con una definición cruzada anotó el tanto de la victoria por 2-1. El silencio de los locales lo rompió la hinchada de Millonarios, que viajó en masa a Ibagué para acompañar al equipo.

El paso a la final se definía en Bogotá (otra vez). Millonarios dependía de sí mismo. Fue un partido flojo con Júnior. Terminó 0-0. Hubo minutos de suspenso, pues faltaba esperar el resultado entre Pasto y Tolima. Al final todo se dio. En la radio se confirmó que todo había acabado y que Millonarios volvía a la final de la primera división del fútbol colombiano. Dos generaciones no sabían lo que era vivir ese momento. Era una ansiedad nunca antes experimentada. El afán de que llegara el día de la final. La ilusión del título estaba más cerca y era más palpable que nunca.

La ida empezaba en Medellín. Otro 0-0 para vivir entre la emoción de no haber perdido, pero entre la incertidumbre y el miedo de que la llave quedó abierta para cualquiera. Así llegaría el domingo 16 de diciembre para definir al campeón.

Ese domingo nos despertamos en mi casa sobre las 7:00 de la mañana. Mi familia aún tiene un almacén de ropa deportiva que queda a tres cuadras del estadio. Había que madrugar por la ansiedad, pero también porque era un día para “hacerse la navidad”, para vender toda la mercancía de Millonarios que habían comprado para la final. Desde muy temprano se vieron los carros con las banderas albiazules. Parecía ficción ver ese marco para estas generaciones que no sabían lo que era disputar una estrella. Ayudé a vender camisetas, chaquetas, gorros y también banderas. Al mediodía entré al estadio. No quería pasar un minuto más afuera. Ese día no había cabeza para nada más. Hasta comer se nos olvidó.

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Nos inventábamos cualquier tema de conversación para que los minutos pasaran. Fueron cinco horas muy largas. Recordábamos los partidos del semestre. Imaginábamos la celebración del título o la manera en que tocaba escondernos si perdíamos la final. Y qué curioso cuando uno empieza a hablar de nosotros, qué curiosa la forma en la que el fútbol nos regala ese sentido de pertenecer, ese sentido de congregación y comunidad.

A las 5:30 en punto empezó el partido. Los globos azules, los papeles picados. “Hay que salir campeón, hay que salir campeón...” se escuchaba al unísono en las gradas del Campín. El cuerpo tendía a dormirse por los nervios. A veces costaba entender que se estaba jugando por una estrella. Pensaba uno en la responsabilidad de los jugadores de Millonarios de romper esa mala racha de 24 años sin ganar la liga.

Un partido cerrado. Las propuestas eran de Millonarios, pero los minutos pasaban y la claridad no llegaba. Fue hasta el minuto 44 que el trofeo de la liga empezó a acariciarse. Harrison Otálvaro recibió un cambio de frente de Mayer Candelo por el sector derecho. El control no fue el mejor, y creería uno entonces en el azar, porque esos segundos de más que se tardó en alcanzar el balón y acomodarse sirvieron para que el volante con la número 20 centrara y encontrará en el pie derecho de Wilberto Cosme el gol.

Fue un grito de gol diferente. Uno con más ahínco. Uno con la fuerza del sueño. Wilberto Cosme, que había sido tan criticado, celebró el gol señalando su oreja, reclamando así a la hinchada por las críticas con un gol que significaba más que cualquier otra cosa en el mundo en ese momento.

Millonarios se fue al descanso con la ventaja. Una ventaja que duró poco. Al minuto 52, William Zapata igualó el marcador tras un rebote que dejó Luis Delgado en el área tras una jugada de pelota quieta. Celebración para el poderoso, pero también momento de rabia para Hernán Darío ‘El Bolillo’ Gómez por la expulsión de Felipe Pardo, que provocó a la hinchada azul y vio la tarjeta roja.

Ánimos a regañadientes para Delgado, que asumió la titularidad del equipo a mitad de semestre por la lesión de Nelson Ramos. Y su revancha la obtendría minutos más tarde en los penaltis. Parecía que la obtención de la estrella tenía que ser así. Con los pelos de punta hasta el último momento. Con toda la incertidumbre a flor de piel. Sentir que la gloria depende del azar es quizá una de las peores sensaciones que deja el fútbol.

Manos en la cabeza, otros se comían las uñas. Otros se agachaban, otros daban la espalda. Nadie sabía cómo asumir esos minutos. Falló Diego Herner en Medellín y Leandro Castellanos le atajó un cobro a Ómar Vásquez. La tanda de penaltis fue tan reñida como los 180 minutos de la final.

Nadie se paró de Millonarios para cobrar. ¿Quién va? Y Luis tomó la pelota. “Delgado va a ser el gol, va a tapar el siguiente y va a ser el héroe, póngale cuidado”, me dijo Julián Matheus. Pateó al centro y arriba. Por un momento pensamos que el balón iba a salir. Luego llegó Andrés Correa, uno de los juveniles de Medellín. Sabíamos que por su corta edad podía fallar. El guardameta azul le dio la mano y le dijo que lo asegurara, y cuando se acomodó bajo los tres palos se inclinó a su mano izquierda. Y a ese lado pateó el defensa del poderoso. Con las manos casi que en el pecho detuvo el disparo. Delgado se levantó, gritó, alzó los brazos y todos se fueron a abrazarlo. Atrás, entre los recogepelotas que celebraban, estaba Andrés Llinás, hoy defensa central de Millonarios.

Recuerdo haberme abrazado con cinco personas que seguramente nunca volví a ver, pero esos abrazos fueron seguramente de los más sinceros que hemos dado en la vida. Nunca volví a ver a mis amigos llorar como lo hicieron en ese instante. Nos regalamos un minuto para abrazarnos y hacernos conscientes de que Millonarios había sido campeón. “Pasa lo que nadie podía creer, que Millonarios fuera campeón y un lunes volviera a ser bonito por fin”, dijo Nicolás Samper en el documental que registró esa campaña del conjunto embajador.

“Yo lo único que hice fue acostarme. Estaba sentado, me acosté y pensé: nos quitamos el peso de 24 años. Hicimos historia. Estamos dando felicidad”, dijo Mayer Candelo.

No solo fue esa felicidad colectiva. Ese título tiene un nombre que muchos olvidamos: el de Tatiana, la esposa de Luis Delgado, que en paz descanse. Ese semestre se detectó el cáncer que años después provocaría su muerte. Delgado dos años atrás había salvado a Millonarios de jugar la promoción, y ese 16 de diciembre le devolvió la gloria de ser campeón, y lo hizo con la fuerza que quiso demostrar para mantener a flote a su familia. Le dedicó ese campeonato porque por ella asumió los sacrificios del fútbol. Ese día nació la estrella a la que llegaría Tatiana, una estrella azul que permanece en el cielo y hoy, 10 años después, podemos recordar para agradecer por uno de los momentos más emocionantes de nuestras vidas.

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