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Es que ese Millonarios del 96-97 (el de Lunari, “el Muelas” León, Jhon Mario, Ramírez Gacha, Bonner Mosquera, Rendón, Domínguez, Flaminio Rivas...) fue realmente muy bueno y, si bien no ganó el título (algo que reclaman siempre los “ganadores” de las redes sociales, para los cuales el resultado final es lo único que importa), dejó grandes recuerdos por su buen fútbol, excelentes partidos e identidad en un equipo que siempre he visto como el villano (o, más bien, así lo veía en los ochenta), pero un villano chévere, como pasa en las películas.
(Falcao, Higuita, Lunari... el fútbol se despide de Jhon Mario Ramírez)
Era, además, de esa estirpe de jugadores de microfútbol y cemento surgidos en los barrios populares bogotanos que uno siempre ha visto haciendo maravillas y jugadas imposibles, que fueron capaces de trasladar esa magia (verdadera “magia”) a las grandes canchas de pasto y de ahí a los mejores estadios del país, lo que, de verdad, no era tan fácil. Y era también la prueba de que en Bogotá siempre han salido grandes jugadores de fútbol, muchos de los cuales han sido tapados por aquellos que manejan las divisiones inferiores de los equipos y que, al ser oriundos de otros lugares (porque casi siempre ha sido así), hacen negocio con sus paisanos o con aquellos que les sueltan billete impidiendo destacarse a todos esos cracks que siempre vi en las ligas locales (y que fueron bastantes).
Igualmente, fue un superviviente de entornos sociales complicados, como Altos de Cazucá, entre Soacha y Ciudad Bolívar, de esos en los que la violencia cotidiana, el “no futuro”, las fronteras invisibles, la estigmatización a un territorio y a quienes no se acomodan a cierto orden; la desconfianza hacia una autoridad que no representa a la gente y la presencia de una delincuencia de la que no se sabe bien a quién le rinde cuentas, es la norma y no la excepción. John Mario, con su talento (que se destacaba en los lugares donde los cracks del microfútbol surgen por todas partes), pudo salir adelante, aunque, como ocurre con muchos ídolos populares, no cortó los lazos con su barrio, su gente y su territorio.
También, como muchos artistas geniales, Jhon Mario fue díscolo, desordenado y pendenciero. De hecho, estoy seguro -y no es una novedad decirlo- de que desaprovechó mucho de su talento y que, con un poco más de orden, podía haber tenido una carrera más larga y fructífera, pero, eso no impide tener claro que, en poco tiempo, dejó un recuerdo imborrable en la hinchada azul, en los otros equipos en los que jugó y, por supuesto, en los que amamos el fútbol, que somos muchos, así -por lo menos yo- sintamos ahora que este deporte ya no nos representa (pero ese es otro cuento).
Lástima Jhon Mario, duele su partida a los 50 años, pero el COVID-19, como bien sabemos, no perdona al que agarre mal parqueado o no tenga suerte. Y da más pesar, porque había reorganizado, hacía ya rato, su vida y estaba empezando a cumplir su sueño -otro más- como director técnico de Patriotas en la primera división del fútbol colombiano.
Total, que valga la pena recordarlo con su juego calidoso, sus jugadas “micreras”, su camiseta número 10 y su irrefrenable deseo de divertir a la tribuna (porque si alguien clamaba por “una jugadita, por el amor de Dios”, ahí estaba Jhon Mario listo para hacerla realidad). Y que su historia nos sirva para tener presente que los cracks del balón son artistas que nos hacen felices, así muchas veces solo nos acordemos de ellos cuando llega el triste final.
*Petrit Baquero es Historiador y Politólogo. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017)