“Usted si es mucho Rufino”, el recuerdo de Millonarios y San Lorenzo en Libertadores
Se cumple hoy medio siglo de un partido que sacudió a la afición azul en el coliseo de la calle 57.
Jorge Cardona, especial para El Espectador
Se cumple hoy medio siglo de un partido que sacudió a la afición azul en el coliseo de la calle 57. “Millos metió dos goles y empató”, fue la definición de El Espectador para resumir lo que sucedió en un juego de la Libertadores de América contra San Lorenzo de Almagro.
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Se cumple hoy medio siglo de un partido que sacudió a la afición azul en el coliseo de la calle 57. “Millos metió dos goles y empató”, fue la definición de El Espectador para resumir lo que sucedió en un juego de la Libertadores de América contra San Lorenzo de Almagro.
Hace cincuenta años, en el estadio Nemesio Camacho El Campín se vivió una histórica noche de fútbol y de escándalo. En desarrollo de la segunda fase de la copa Libertadores de América, el miércoles 11 de abril de 1973 saltaron a la cancha Millonarios y San Lorenzo de Almagro. El onceno azul era el campeón vigente del balompié colombiano, equipo orientado por el médico Gabriel Ochoa Uribe con una tripleta ofensiva para la memoria. El Boom de Brand, Ortiz y Morón, que inmortalizó la Billos Caracas Boys en un tema tropical que se puso de moda entre la audiencia azul. El rival era el campeón vigente del futbol argentino conducido por Juan Carlos Lorenzo.
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El viernes anterior, Millonarios había tocado la gloria al derrotar por la mínima diferencia al campeón vigente de la Libertadores, Independiente de Avellaneda. Un partido de gladiadores que se resolvió en un balón suelto que Luis Eduardo “Camello” Soto pescó llegando al área chica. Un taponazo que el legendario Miguel Ángel Santoro asistió inerme a los cuarenta minutos del primer tiempo. San Lorenzo llegaba a Bogotá tras salir primero en el grupo que, junto a River Plate, enfrentó a los equipos bolivianos Jorge Wilsterman y Oriente Petrolero. El ganador del triangular entre Millonarios, Independiente y San Lorenzo tenía derecho a jugar la final.
Como invitado especial, el saque de honor del juego lo hizo Efraín “El Caimán” Sánchez, memorioso arquero barranquillero que defendió los tres palos de la selección nacional en muchos partidos y que además fue titular en el mundial de 1962 en Chile, aunque recibió once goles en tres juegos. La invitación obedeció a que el cancerbero, ya retirado, había sido jugador de ambos oncenos. En San Lorenzo de Almagro empezando su carrera deportiva a finales de los años cuarenta, y en Millonarios como jugador y técnico veinte años después. Todos aplaudieron al Caimán y con las graderías repletas, el ambiente era de camaradería y de saludos corteses.
Como jueces del encuentro, lo mismo que en el partido de la víspera con Independiente, la Confederación Suramericana de Fútbol designó al árbitro brasilero Sebastián Rufino; y como jueces de línea al peruano Edison Pérez y al uruguayo Ramón Barreto. El periodismo deportivo nacional había formulado reparos a la conducción del primer juego, lo que impuso un ambiente prevenido frente al segundo. Rufino ordenó el comienzo del partido y, como se esperaba, Millonarios salió a aprovechar la altura y el equipo del Toto Lorenzo a aplicar un estricto código de marcas. El partido se convirtió en un forcejeo por la pelota sin dominio alguno ni peligro en los arcos.
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San Lorenzo planteó un cerco defensivo con Juan Carlos Piris como último hombre y Roberto Telch repartiendo el balón en la mitad sin dejar que los escurridizos de Millonarios merodearan el área visitante. Atentos a todo giro de Alejandro Brand y Willington Ortiz, con Roberto Espósito y Enrique Chazarreta patrullando toda creación azul o tratando de aprovechar las pifias para animar a Rubén “El ratón” Ayala, sin mucha suerte. En el primer tiempo se impuso un partido cerrado, muy chocado, de permanentes reclamos y faltas, pero en blanco por las escasas llegadas a los arcos custodiados por el argentino Agustín Irusta y el chocoano Senén Mosquera.
El segundo tiempo se planteó idéntico. Hasta “El ratón” Ayala y Victorio Cocco se pusieron a la defensiva, pero a la saga de cualquier desliz. El cuadro bogotano, con más ímpetu que caminos para romper la defensa, logró una falta clave en el minuto 29 de la etapa complementaria. El delantero paraguayo de Millonarios, Apolinar Paniagua, corrió a disputar por izquierda un balón con el defensor Juan Carlos Piris. De atrás, el defensor argentino le sacó el balón y el juez Rufino interpretó la acción como jugada peligrosa. Pitó la falta en inmediaciones del área chica, y para ejecutarla tomó el balón el dueño de todos los lanzamientos, el paraguayo Julio Gómez.
Con su acostumbrado chanfle, Gómez templó el balón a media altura en diagonal de izquierda a derecha, entró a cabecear su compatriota Paniagua y el balón terminó en el fondo de la red sin intervención del golero Irusta. El juez de línea Edison Pérez levantó el banderín, pero el juez Rufino hizo caso omiso y caminó hacia el centro del campo. Los jugadores de Millonarios se congregaron al lado extremo de la cancha en ruidosa celebración compartida desde las tribunas. El Campín parecía caerse en medio del júbilo azul. Pero en cosa de segundos, el arquero suplente Jorge D’Alessandro encaró al juez de línea porque él había levantado su banderín.
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En medio de la confusión se difundieron dos versiones, que Paniagua estaba en fuera de lugar cuando rozó el balón y desacomodó al meta argentino, o que el ariete paraguayo no tocó el esférico, pasó derecho y lo que hizo con su movimiento fue distraer al arquero rival que perdió la noción de la bola hasta que la vio en la red. En cualquier caso, cuando el árbitro Rufino anuló el gol y vinieron los reclamos azules, el asunto perdió su compostura y se convirtió en una batalla campal, mientras en las tribunas creció la indignación a tal punto que empezó la lluvia de objetos a la cancha. Pilas de radio, banderas, botellas, monedas, fueron diez minutos de descontrol.
Tuvo que intervenir la policía para que el asunto no desbordara en avalancha y contener a decenas de aficionados intentando trepar por las rejas para saltar a la cancha. Al final, el juego se reanudó, pero estaban tan encendidos los ánimos que el cuarto de hora restante del encuentro mantuvo la misma tónica de una disputa por el balón sin técnica ni tarjetas rojas. En el momento de la pelea, Rufino la sacó varias veces, pero nunca expulsó a nadie. Al cierre del encuentro, Delio Gamboa, que entró por Jaime Morón, ganó arriba un cabezazo y anotó con eco de celebración en la tribuna. Pero nuevamente Rufino anuló el tanto, en esta ocasión por falta ofensiva contra Irusta.
Aunque Rufino tenía razón, a la altura del minuto 40 del segundo tiempo, este nuevo revés por vía suya fue como echarle leña al fuego. Cuando pitó el final del encuentro empezó la cacería. En medio de la silbatina, Rufino corrió hacia el túnel de los árbitros, pero entre agarrones fue a dar al piso y quedó sentado en la grama rodeado por sus atacantes. Los árbitros Mario Canessa y Guillermo “El chato” Velásquez, entraron a protegerlo, pero antes de que lo blindaran con apoyo de la policía, un hombre de edad madura logró hacerle esguince hasta a los defensas de los dos equipos y le asestó su sombrillazo al juez antes de que lograra ponerse a salvo.
La pelotera siguió en la tribuna y en algunos momentos afuera del estadio. Las transmisiones radiales se explayaron en voces y reclamos de directivos, aficionados y futbolistas. Los jugadores, el cuerpo técnico y demás integrantes de la delegación que acompañó a San Lorenzo, incluidos varios periodistas argentinos, tuvieron que ser protegidos por la Policía en el vestuario y luego hasta su traslado al hotel Continental. Al día siguiente, los periódicos abundaron en detalles narrativos y fotográficos sobre las jugadas cruciales de la polémica, y la televisión repitió una y otra vez la palomita de Paniagua, con conclusiones divididas acerca de si finalmente tocó o no la pelota.
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Apolinar Paniagua aseguró a los periodistas que la bola venía picando desde atrás y que cuando la vio le metió la cabeza. La prensa argentina insistió que fue un balón directo que ni rozó la coronilla del ariete paraguayo. “El pícaro fue Pérez”, fue la versión del médico Ochoa Uribe, que, en vez de sumarse a los señalamientos contra Rufino, la emprendió contra el juez de línea peruano. “No creí que a nivel internacional se vieran estas cosas. Nos han quitado un triunfo legítimo”, insistió el DT de Millonarios. La versión del periodista Rufino Acosta de El Espectador resumió la conclusión colombiana: “Por obra y desgracia de Sebastián Rufino, San Lorenzo empató en Bogotá”.
Millonarios demandó el partido, pero la Confederación Suramericana de Fútbol no cambió un ápice el resultado. Paradójicamente, suspendió por sesenta días al juez Sebastián Rufino y amonestó al línea Edison Pérez. El peso mayor de las sanciones recayó en el “pantalonudo” Jaime Arroyave, uno de los asistentes históricos de Ochoa Uribe. Lo suspendieron por 120 días, pero él no dijo nada al respecto. Los que lo vieron dicen que en medio de la batalla se movía de un lado a otro portando un equipo de comunicaciones y conectado a la tribuna. A la semana siguiente, con más resignación que ganas, Millonarios viajó a Argentina a los partidos de revancha.
Su invicto de veinte juegos sin conocer la derrota se perdió el martes 24 de abril, al ser derrotado por San Lorenzo, con goles de Juan Carlos Piris y Victorio Nicolás Cocco. Dos días después perdió por idéntico marcador con Independiente de Avellaneda en su cancha. Los goles fueron del uruguayo Elvio Pavoni y el delantero Agustín Balbuena. La nota de exaltación fue un penal que Senén Mosquera le atajó a “El chivo” Pavoni, especialista en ejecuciones desde los doce pasos. Ese Independiente, orientado por el estelar Humberto Mashio, se coronó un mes después campeón de la Libertadores de América luego de tres partidos con el Colo Colo de Chile.
Por largo tiempo, los aficionados de Millonarios rememoraron los éxitos de ese plantel que alcanzó su décima estrella el 28 de enero de 1973, pues no alcanzaron las fechas del rentado 72 para definir al campeón. Tampoco olvidaron con desagrado al brasilero que en su país tenía fama de expulsar jugadores. “El coronel sádico” era su apelativo, como dejó consignado para la revista El Gráfico, su enviado a Bogotá, Héctor Onésime. Hasta que el fantasma del brasilero fue superado por el ingrato recuerdo del juez chileno Hernán Silva y la Libertadores de 1989, la expresión bogotana para homologar el desahogo del madrazo fue: “Usted si es mucho Rufino”.
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