Así era la vida de James Rodríguez en Envigado
El diez del Real Madrid volvió esta semana a sus raíces como futbolista profesional, entrenando con el Envigado Fútbol Club. Publicamos un fragmento del libro "James, su vida", sello editorial Aguilar, que cuenta su adolescencia allí.
Nelson Fredy Padilla *
Para reconstruir el comienzo de la vida profesional de James Rodríguez hay que recorrer el municipio de Envigado, anexo a Medellín, y detenerse en la cancha de El Dorado, el teatro de los sueños de miles de niños que aspiran a ganarse la vida y a cambiársela a sus familias con el fútbol. Ya no es el campo de arena en que se él formó. Es sintética y en la entrada se agradece su reconstrucción a «don Juan Pablo Upegui» (hijo de Gustavo Upegui López, fundador del Envigado Fútbol Club, empresario clave para que James y su amigo Felipe Gómez se hicieran profesionales; en otras épocas amigo de Pablo Escobar Gaviria y luego asesinado en 2006). Aquí se entregó en 1991 el capo del cartel de Medellín a la justicia -casi al tiempo que James nacía-. Ahora es el semillero de todas las categorías de jugadores del equipo naranja y el parque de centenares de vecinos que practican atletismo o hacen caminata en la pista atlética.
Felipe «Pipe» Gómez mira el campo con cierta nostalgia y señala el muro de la llamada «Cantera de héroes», donde se ven en acción las máximas figuras formadas aquí: Fredy Guarín, Dorlan Pabón, Giovanni Moreno, Mauricio Molina y, claro, James. «Aquí vivimos partidos que yo creo que él tampoco olvida». No fue fácil para dos niños llegar de una ciudad pequeña y sencilla como Ibagué a una grande y compleja como Medellín: «La vimos muy grande, asustaba llegar aquí sin conocer a nadie, con una ilusión, y encontrarnos con tantos pelaos aspirando a lo mismo. Había negros grandísimos y fuertes del Chocó, de Urabá, de Cali, y nosotros ranas plataneras con una talla de apenas 1,50». Mientras las familias de los dos se trasteaban del todo para acompañarlos en la mayor apuesta de sus vidas, «Pipe» y James coincidieron con otros prospectos en la sede de la tienda Margo’s (por Margarita Zulay Gallego, esposa de Gustavo Upegui), la fábrica de los uniformes naranja y verde del Envigado.
Esta etapa significó para ellos «una lección de tolerancia», no solo por la convivencia con seres humanos de otro color de piel, sino de cultura totalmente diferente a la del Tolima. La mayoría era de la costa del Pacífico, con casos dramáticos de pobreza absoluta. «Oír las historias de vida de esa gente nos fortalecía, porque comparados con ellos éramos privilegiados y nos quedó claro que había que aprovechar la oportunidad». Para Envigado, «los tolimenses» eran prioridad y pronto le consiguió trabajo a Juan Carlos Restrepo, como jefe de la división de informática de la universidad local y le ayudó a la mamá de «Pipe» a montar un restaurante. Pilar Rubio, la mamá de James; Juan Carlos, el padrastro, y Juana Valentina, la hermanita, se llevaron incluso a su perro Simón. Ellos llegaron en avión y las cosas en un camión de Trasteos Rojas. El apartamento donde vivieron los Rubio Restrepo queda en la 40 con 40 F Sur, en un segundo piso, unas pocas cuadras arriba de la cancha de El Dorado.
Fueron días difíciles. Para Pilar no era fácil volver a Envigado, donde vivió con el papá biológico de James -del mismo nombre-, donde le apostó por primera vez a conformar una familia en torno al mundo del fútbol. Al estrés de la adaptación a una ciudad extraña y de James a un equipo donde la competencia era intensa, se sumó la desaparición del pastor collie. Un día llegó de entrenar y encontró a la familia buscándolo con desesperación. En un paseo cotidiano se perdió o se lo robaron. Todos ayudaron a buscarlo calle por calle del empinado barrio, parque por parque, casa por casa y nadie les dio razón. Colgaron letreros con su fotografía y nunca apareció. Hubo luto familiar antes de que superaran ese trauma y volvieran a tener mascota, un hiperactivo beagle que irrumpe en el DVD promocional que James grabó a los 16 años. Lo bautizaron Beethoven, más por la serie de películas estadounidenses sobre un perro travieso que por el músico alemán. «Era un terremoto, le dañaba los zapatos a Pilar, se le comía los guayos a James, les tocaba encerrarlo». La música que sonaba con más fuerza en esa casa era el reguetón y la salsa, por la que empezó a interesarse James, contagiado por los «parceros» del equipo y por Juan Carlos. Salían de programa familiar. Les encantaba ir al Parque Metropolitano de las Aguas a vivir la adrenalina de los toboganes de máxima velocidad, los de revolcón y los de hidrotubos. El resto del tiempo libre lo utilizaban para bajar a la cancha de El Dorado o al Polideportivo a ver jugar a los demás equipos de la Liga de Antioquia, desde profesionales hasta infantiles.
Otro proceso traumático fue adaptarse al colegio que les consiguió el Envigado, a cinco minutos en carro del centro de entrenamiento. Es de la Arquidiócesis regional y se llama Liceo Francisco Restrepo Molina. Desde el Mundial de Brasil 2014, junto al «cuadro de honor» de los mejores estudiantes que se exhibe a la entrada, hay una cartelera con la foto de James con el uniforme del colegio y al lado una celebrando un gol y mostrando el escudo de la Selección nacional. «Siempre con la camiseta puesta», dice un letrero de colores. Encima, en la puerta de acceso, están las imágenes del papa Francisco, hincha del fútbol y del club argentino San Lorenzo de Almagro, y del obispo local. Por el portón que da a la calle se filtran los rayos del sol de la tarde, intensificados por los vitrales amarillos.
El aire de convento se disipa cuando termina la jornada y empieza el desfile de niños y niñas con la camiseta número 10 de Colombia. Otros lucen la del Mónaco y varios la cresta engominada, el peinado al estilo James. Se paran frente a la cartelera a hablar de fútbol. El rector, Juan de Dios Arrieta, destaca que el colegio nació hace 54 años «como una respuesta a la violencia que se vivía en esta zona». Los registros de James y «Pipe» son del 2004 y el 2005, cuando cursaban los grados octavo y noveno. Era común recibir estudiantes recomendados por el Envigado, aunque no con mucha alegría, porque «tenían perfil de indisciplinados y les buscaban la solución aquí en el plano académico». Por eso la primera decisión fue separarlos «para que no produjeran un corto circuito». A Arrieta le preocupaba que el club les exigía demasiado: «Entrenaban de seis a ocho de la mañana, llegaban tarde y pedían salir a entrenar de nuevo a las dos. El estudio no era lo que les interesaba, venían porque les tocaba, pero toda su mente estaba enfocada era en el deporte».
Los salones quedaban pegados y se secreteaban por una ventana:
—James, ¿qué está haciendo?
—Nada. Esta clase está muy aburridora. ¡Vámonos!
—No, marica, aquí no podemos volarnos.
—«Pipe», me quiero ir de acá.
—Présteme la tarea, marica, que me van a regañar.
—Yo tampoco la he hecho.
«No es que uno sea bruto -dice Felipe-. Lo que pasaba era que no nos llamaba la atención el estudio. A James menos. No nos pegábamos de los libros porque lo que nos gustaba era el fútbol. Nos pedían que estudiáramos, pero llegábamos cansados y, además, toda la parte emocional y sicológica que nos inculcaban en el club era que nos concentráramos únicamente en cada partido, y así lo hacíamos». No aparecen reportes de indisciplina de James, sí de «Pipe». Él se defiende: «Es que James era muy “burletero”, hasta ser fastidioso, me hacía pasar unas… y siempre me pillaban. Yo era el que salía regañado, él se quedaba con su carita de santico y encima tenía que prestarle la tarea».
La buena memoria que le reconocen a James la ponía al servicio de lo que le convenía: estadísticas de fútbol, jugadas de fútbol, declaraciones de jugadores y técnicos profesionales, la última versión del Play Station, los cantos de las barras. «Había empezado con la fiebre de aprenderse los cantos de las barras, porque se oyen de fondo en el Play. Es más hincha de Nacional, pero en el 2003, cuando el Independiente Medellín jugó la Copa Libertadores y llegó a la semifinal, se aprendió todas y se la pasaba cantándomelas hasta que me desesperaba:
"Vos sos mi vida, Vos sos mi alegría Vos sos lo más grande que tiene mi vida Dale hoooo, dale hooooo, dale rojo, dale Hooo".
Estaba en el baño y empezaba a corear. Yo le pedía que no jodiera más con eso y seguía pegándole:
"Vamos, Poderoso, que tenemos que ganar. Hoy toda esta hinchada es una fiesta popular, si somos primeros cantaré hasta reventar, si somos coleros no te voy a abandonar".
Me lo tuve que aguantar en los partidos contra Boca, contra Gremio y en la semifinal contra Santos. Y también se aprendió los coros de esos equipos. Después, estando en Envigado, empezó con el “¡Hala Madrid! ¡Hala Madrid!”. Para un deportista la siesta es importante. Le pedía que me dejara dormir y cantaba más duro».
En ese colegio aparecieron dos amigos más en la última fila del salón de James, Jorge Pineda Jiménez «El Buti», «un gordito buena gente», que empezó a andar con él y reían tanto que los profesores los llamaban al orden, y Felipe Alzate, otro compañero de pupitre, que dejó boquiabierto a James cuando lo vio jugar fútbol en un recreo. Era dos años mayor, jugaba en las inferiores del Medellín y James no paraba de preguntarle cosas sobre los entrenamientos. De inmediato organizó un equipo para el campeonato interclases y, para variar, fueron campeones, pues le ganaron al otro octavo donde estaba «Pipe». «Se burlaban: “Es que el equipo del Cabezón es muy malo”. Y no paraban de reír. Ya en el equipo con el que jugábamos intercolegiados estábamos todos pero no nos matábamos tanto porque en el Envigado nos hacían la advertencia de cuidarnos de lesiones cuando jugábamos recochas. Alzate jugaba muy bien, era grande, amarraba mucho el balón y nos defendía en la cancha y en las peleas que se armaban en los partidos».
Cuando les quedaba tiempo libre no iban a la iglesia de la vecina parroquia de Santa Gertrudis. El programa era ir a jugar microfútbol en la cancha La Bombonera, en Sabaneta, o en la del barrio La Merced. «También jugábamos mucho “cucapata”, que es que si te dejas hacer un túnel con el balón, todos los jugadores te bolean más patadas que un hijuemadre».
David Salazar, profesor de matemáticas, recuerda mucho a James porque no cumplía con sus deberes, hasta el punto de que debió citar a Pilar, su madre, para obligarlo a tomar en serio la clase. No era como David Arenas, un niño de ese colegio y de la misma época, tan brillante para los números que a los 13 años era maestro internacional de ajedrez. «Era claro que no quería saber nada de factorización. Lo veía ido. Me tocada decirle:
—Quihubo pues papito, despierte. No decía nada. Agachaba la cabeza. Frente a la mamá le di el ultimátum:
—James. ¿Va a hacer las tareas?
—Sí, señor.
—Mire a su mamá, piense en ella. ¿Va a estudiar con juicio?
—Sí, señor.
—Acuérdese que tiene que educarse porque usted es el hombre de la casa. ¿O es que piensa vivir del fútbol?
—Sí, señor. Amo el fútbol y voy a vivir del fútbol».
Hoy el profesor se ríe de que el alumno le haya ganado el reto, interesándose más por Cristiano Ronaldo que por el álgebra de Baldor. «Me calló la boca y hace poco me mandó saludos con los amigos».
La actitud infantil empezó a moderarse por fuerza de la presión creciente dentro del Envigado. «En los primeros partidos que jugamos de la Liga de Antioquia ratificamos nuestro talento y que éramos complementarios. Aquí jugamos muchos partidos a muerte contra Nacional, Medellín y la tienda Margo’s, que era el segundo equipo de Envigado. Y siempre James anotaba un gol, ponía un pasegol. Me acuerdo de un golazo que le hizo a Nacional aquí, desde mitad de cancha, y se la metió “de pica barra” al arquero. Ganamos 5-2. El problema después era mantenerse y ser constante en el rendimiento para que nos llamaran a la profesional. Fue duro. Nos ponían 15 minutos contra “subveintes” ya profesionales, como Dorlan y Giovanni, para ver si dábamos la talla. Nos sentábamos y sentíamos la diferencia: ya no jugábamos por divertirnos, por el bolis y el raspao, sino con la ansiedad de que no nos quedara grande el paso definitivo. Debíamos pensar como grandes aunque apenas entrábamos a la adolescencia».
En ese momento Pilar y Juan Carlos, con James a la mesa, diseñaron el proyecto definitivo rumbo al profesionalismo. Ella se dedicaría con mayor intensidad al proceso logístico de un futbolista, desde los papeleos hasta los guayos y los uniformes. Aplicaron el mismo modelo que les dio los primeros resultados en Ibagué. Aparte de los exigentes entrenamientos con la sub-14 de Envigado a primera hora de la mañana, contrataron al técnico del mismo club, Omar «El Misio» Suárez, para que le diera clases privadas después de salir del colegio en la tarde. ¿Por qué Suárez? Porque entre los preparadores de esa región fue al que le notaron mayor afinidad con el juego de James. Fue jugador profesional del Once Caldas, Cali, Santa Fe, Nacional, Envigado, Pasto y Tolima. Zurdo y disciplinado, es uno de los responsables de la formación de 1.600 niños del Envigado, a los que les enseña a partir del proceso que vivió con James.
«Fui el primer técnico que James tuvo aquí en la sub-13. Llegó a la cancha del Polideportivo y noté que era un talentoso, que más que en condiciones técnicas estaba mejor preparado mentalmente. Era el que más sobresalía, el que hacía cosas diferentes como meter túneles y, además, era el que unía al grupo. En los entrenamientos los amigos se peleaban para que quedara en el equipo de ellos. En el club le repasé toda la fundamentación y luego el señor Juan y la mamá me pidieron que le hiciera un trabajo aparte para que utilizara mejor la pierna derecha, el cabezazo y el cambio de ritmo. “Yo quiero que usted me ayude a mejorar, ‘Misio’”», me pidió él mismo. La primera clase nos sentamos cada uno en un balón y, con base en mis 16 años de profesional, le advertí crudamente lo que se iba a encontrar en el fútbol profesional a nivel de técnicos, jugadores, presiones, mañas, envidias, patadas. Era muy tímido. Me oía con atención y humildad, y le pedí que nunca cambiara esa actitud. A mediodía veníamos a esta cancha (El Dorado) con diez balones, le pagábamos algo a un arquero y le dábamos hasta mejorar en cada aspecto. Los papás siempre estaban atentos a lo que necesitáramos, desde hidratación hasta pararse frente al balón para simular una barrera. Era el que llegaba más temprano y tenía total disposición con sol o lluvia, sin quejarse del cansancio ni de nada. Aparte de entrenar con la profesional y conmigo era capaz de venir solo a seguir practicando en la tarde».
Hubo otros testigos de la evolución. Uno de ellos se llama Carlos Darío Bermúdez, de 71 años, ojos verdes y vestido de naranja de pies a cabeza. Desde hace un cuarto de siglo todos los niños que llegan a entrenar se detienen a saludarlo con respeto y le dicen «Káiser», como a Beckenbauer. Fue un delantero frustrado: «Cuando yo era joven no había continuidad ni se creía en el futbolista nacional, preferían traer montones de argentinos buenos y malos, y sentarlo a uno. Ahora es distinto y por eso aparecen los James». Él les repasa lo que los profesores como Suárez les enseñan. Habla mientras les lanza balones con la mano para que salten sobre unos conos, la paren de pecho, hagan 21 y se la devuelvan: «Yo soy buscatalentos. Pienso que el jugador nace y también tiene que hacerse paso a paso. James tiene una estrella muy fuerte pero, por ejemplo, la derecha solo le servía para subirse al bus y “El Misio” se la cuadró».
El primer año en el Envigado no terminó como se esperaba. El equipo rindió a tope con la dupla James-«Pipe» hasta la final de la Liga Antioqueña, cuando perdieron con el equipo B del Envigado de la misma categoría, Margo’s. Deportivamente hablando fue una humillación porque la suplencia los venció. Suárez dice que fue el peor partido del equipo y de James. «Ninguno estaba concentrado, se contagiaron de impotencia y él empezó a jugar con rabia, tanta que por primera vez lo vi dedicado a gritar a todos los compañeros y me tocó llamarlo a la calma. Este muchacho siente demasiado el fútbol, pensaba». Una fotografía del grupo, deprimido, con la medalla de subcampeones y el mono James con cara de indignado, obligado a pararse allí como un lapidado, quedó de recuerdo, aparte del discurso que les dio «El Misio» para que aprendieran la lección. «Pipe» goza: «Me divierto recordándole ese día a James y todavía se molesta. Estaba loco por el desespero de que jugáramos bien. A eso súmele la presión de que “El Misio” quería consolidarlo como el líder. Nunca lo había visto así, tanto que se hizo expulsar en esa final porque le metió una plancha a un man y ya tenía amarilla por protestar. No se me olvida la cara del técnico cuando acabó el partido. Le dije a James: “Ay, marica, abrámonos de aquí”. Pero nos agarró y la vaciada fue tenaz. La verdad es que llegamos crecidos creyendo que la teníamos fácil y Margo’s nos la cobró. Cuando pasan cosas así, James dura días sin hablar, y si uno le toca el tema, cambia la papeleta. Después dijo que había aprendido a no perder nunca más la paciencia, a que la única forma de estar calmado es con el balón en los pies, pensando antes de pasarla».
La revancha fue en el campeonato del 2004, recuerda “El Misio”: «Sentí que avanzamos mucho en mentalidad. Íbamos perdiendo en esta cancha 2-0 y, como el año anterior, él en vez de tener el balón y construir el juego, empezó a tirar pelotazos. Yo le gritaba: “James: ¿ese es el trabajo que hemos hecho? Bájela al piso”. Asumió la crisis, se echó el equipo al hombro y empezó la remontada con un golazo muy parecido al que le hizo a Uruguay en el Mundial de Brasil, también “de picabarra” desde el borde del área. Ganamos 4-2. Desde entonces los técnicos de categorías mayores me llamaban: “Profe, présteme a James”, porque tenía clarito cómo actuar para ser un profesional de verdad, un grande. Ahora, cuando doy las charlas, les detallo a los niños lo que pueden aprender de él. Durante el Mundial de Brasil 2014 analizábamos cada partido y luego lo llevábamos a la práctica».
En Antioquia hay más de 3.000 equipos de fútbol registrados y todos los niños quieren ser el nuevo James. Pocos serán estrellas.
* Editor dominical de El Espectador. Autor de "Vivir un Mundial. Crónicas de Brasil 2014" (eLibros Editorial).
Para reconstruir el comienzo de la vida profesional de James Rodríguez hay que recorrer el municipio de Envigado, anexo a Medellín, y detenerse en la cancha de El Dorado, el teatro de los sueños de miles de niños que aspiran a ganarse la vida y a cambiársela a sus familias con el fútbol. Ya no es el campo de arena en que se él formó. Es sintética y en la entrada se agradece su reconstrucción a «don Juan Pablo Upegui» (hijo de Gustavo Upegui López, fundador del Envigado Fútbol Club, empresario clave para que James y su amigo Felipe Gómez se hicieran profesionales; en otras épocas amigo de Pablo Escobar Gaviria y luego asesinado en 2006). Aquí se entregó en 1991 el capo del cartel de Medellín a la justicia -casi al tiempo que James nacía-. Ahora es el semillero de todas las categorías de jugadores del equipo naranja y el parque de centenares de vecinos que practican atletismo o hacen caminata en la pista atlética.
Felipe «Pipe» Gómez mira el campo con cierta nostalgia y señala el muro de la llamada «Cantera de héroes», donde se ven en acción las máximas figuras formadas aquí: Fredy Guarín, Dorlan Pabón, Giovanni Moreno, Mauricio Molina y, claro, James. «Aquí vivimos partidos que yo creo que él tampoco olvida». No fue fácil para dos niños llegar de una ciudad pequeña y sencilla como Ibagué a una grande y compleja como Medellín: «La vimos muy grande, asustaba llegar aquí sin conocer a nadie, con una ilusión, y encontrarnos con tantos pelaos aspirando a lo mismo. Había negros grandísimos y fuertes del Chocó, de Urabá, de Cali, y nosotros ranas plataneras con una talla de apenas 1,50». Mientras las familias de los dos se trasteaban del todo para acompañarlos en la mayor apuesta de sus vidas, «Pipe» y James coincidieron con otros prospectos en la sede de la tienda Margo’s (por Margarita Zulay Gallego, esposa de Gustavo Upegui), la fábrica de los uniformes naranja y verde del Envigado.
Esta etapa significó para ellos «una lección de tolerancia», no solo por la convivencia con seres humanos de otro color de piel, sino de cultura totalmente diferente a la del Tolima. La mayoría era de la costa del Pacífico, con casos dramáticos de pobreza absoluta. «Oír las historias de vida de esa gente nos fortalecía, porque comparados con ellos éramos privilegiados y nos quedó claro que había que aprovechar la oportunidad». Para Envigado, «los tolimenses» eran prioridad y pronto le consiguió trabajo a Juan Carlos Restrepo, como jefe de la división de informática de la universidad local y le ayudó a la mamá de «Pipe» a montar un restaurante. Pilar Rubio, la mamá de James; Juan Carlos, el padrastro, y Juana Valentina, la hermanita, se llevaron incluso a su perro Simón. Ellos llegaron en avión y las cosas en un camión de Trasteos Rojas. El apartamento donde vivieron los Rubio Restrepo queda en la 40 con 40 F Sur, en un segundo piso, unas pocas cuadras arriba de la cancha de El Dorado.
Fueron días difíciles. Para Pilar no era fácil volver a Envigado, donde vivió con el papá biológico de James -del mismo nombre-, donde le apostó por primera vez a conformar una familia en torno al mundo del fútbol. Al estrés de la adaptación a una ciudad extraña y de James a un equipo donde la competencia era intensa, se sumó la desaparición del pastor collie. Un día llegó de entrenar y encontró a la familia buscándolo con desesperación. En un paseo cotidiano se perdió o se lo robaron. Todos ayudaron a buscarlo calle por calle del empinado barrio, parque por parque, casa por casa y nadie les dio razón. Colgaron letreros con su fotografía y nunca apareció. Hubo luto familiar antes de que superaran ese trauma y volvieran a tener mascota, un hiperactivo beagle que irrumpe en el DVD promocional que James grabó a los 16 años. Lo bautizaron Beethoven, más por la serie de películas estadounidenses sobre un perro travieso que por el músico alemán. «Era un terremoto, le dañaba los zapatos a Pilar, se le comía los guayos a James, les tocaba encerrarlo». La música que sonaba con más fuerza en esa casa era el reguetón y la salsa, por la que empezó a interesarse James, contagiado por los «parceros» del equipo y por Juan Carlos. Salían de programa familiar. Les encantaba ir al Parque Metropolitano de las Aguas a vivir la adrenalina de los toboganes de máxima velocidad, los de revolcón y los de hidrotubos. El resto del tiempo libre lo utilizaban para bajar a la cancha de El Dorado o al Polideportivo a ver jugar a los demás equipos de la Liga de Antioquia, desde profesionales hasta infantiles.
Otro proceso traumático fue adaptarse al colegio que les consiguió el Envigado, a cinco minutos en carro del centro de entrenamiento. Es de la Arquidiócesis regional y se llama Liceo Francisco Restrepo Molina. Desde el Mundial de Brasil 2014, junto al «cuadro de honor» de los mejores estudiantes que se exhibe a la entrada, hay una cartelera con la foto de James con el uniforme del colegio y al lado una celebrando un gol y mostrando el escudo de la Selección nacional. «Siempre con la camiseta puesta», dice un letrero de colores. Encima, en la puerta de acceso, están las imágenes del papa Francisco, hincha del fútbol y del club argentino San Lorenzo de Almagro, y del obispo local. Por el portón que da a la calle se filtran los rayos del sol de la tarde, intensificados por los vitrales amarillos.
El aire de convento se disipa cuando termina la jornada y empieza el desfile de niños y niñas con la camiseta número 10 de Colombia. Otros lucen la del Mónaco y varios la cresta engominada, el peinado al estilo James. Se paran frente a la cartelera a hablar de fútbol. El rector, Juan de Dios Arrieta, destaca que el colegio nació hace 54 años «como una respuesta a la violencia que se vivía en esta zona». Los registros de James y «Pipe» son del 2004 y el 2005, cuando cursaban los grados octavo y noveno. Era común recibir estudiantes recomendados por el Envigado, aunque no con mucha alegría, porque «tenían perfil de indisciplinados y les buscaban la solución aquí en el plano académico». Por eso la primera decisión fue separarlos «para que no produjeran un corto circuito». A Arrieta le preocupaba que el club les exigía demasiado: «Entrenaban de seis a ocho de la mañana, llegaban tarde y pedían salir a entrenar de nuevo a las dos. El estudio no era lo que les interesaba, venían porque les tocaba, pero toda su mente estaba enfocada era en el deporte».
Los salones quedaban pegados y se secreteaban por una ventana:
—James, ¿qué está haciendo?
—Nada. Esta clase está muy aburridora. ¡Vámonos!
—No, marica, aquí no podemos volarnos.
—«Pipe», me quiero ir de acá.
—Présteme la tarea, marica, que me van a regañar.
—Yo tampoco la he hecho.
«No es que uno sea bruto -dice Felipe-. Lo que pasaba era que no nos llamaba la atención el estudio. A James menos. No nos pegábamos de los libros porque lo que nos gustaba era el fútbol. Nos pedían que estudiáramos, pero llegábamos cansados y, además, toda la parte emocional y sicológica que nos inculcaban en el club era que nos concentráramos únicamente en cada partido, y así lo hacíamos». No aparecen reportes de indisciplina de James, sí de «Pipe». Él se defiende: «Es que James era muy “burletero”, hasta ser fastidioso, me hacía pasar unas… y siempre me pillaban. Yo era el que salía regañado, él se quedaba con su carita de santico y encima tenía que prestarle la tarea».
La buena memoria que le reconocen a James la ponía al servicio de lo que le convenía: estadísticas de fútbol, jugadas de fútbol, declaraciones de jugadores y técnicos profesionales, la última versión del Play Station, los cantos de las barras. «Había empezado con la fiebre de aprenderse los cantos de las barras, porque se oyen de fondo en el Play. Es más hincha de Nacional, pero en el 2003, cuando el Independiente Medellín jugó la Copa Libertadores y llegó a la semifinal, se aprendió todas y se la pasaba cantándomelas hasta que me desesperaba:
"Vos sos mi vida, Vos sos mi alegría Vos sos lo más grande que tiene mi vida Dale hoooo, dale hooooo, dale rojo, dale Hooo".
Estaba en el baño y empezaba a corear. Yo le pedía que no jodiera más con eso y seguía pegándole:
"Vamos, Poderoso, que tenemos que ganar. Hoy toda esta hinchada es una fiesta popular, si somos primeros cantaré hasta reventar, si somos coleros no te voy a abandonar".
Me lo tuve que aguantar en los partidos contra Boca, contra Gremio y en la semifinal contra Santos. Y también se aprendió los coros de esos equipos. Después, estando en Envigado, empezó con el “¡Hala Madrid! ¡Hala Madrid!”. Para un deportista la siesta es importante. Le pedía que me dejara dormir y cantaba más duro».
En ese colegio aparecieron dos amigos más en la última fila del salón de James, Jorge Pineda Jiménez «El Buti», «un gordito buena gente», que empezó a andar con él y reían tanto que los profesores los llamaban al orden, y Felipe Alzate, otro compañero de pupitre, que dejó boquiabierto a James cuando lo vio jugar fútbol en un recreo. Era dos años mayor, jugaba en las inferiores del Medellín y James no paraba de preguntarle cosas sobre los entrenamientos. De inmediato organizó un equipo para el campeonato interclases y, para variar, fueron campeones, pues le ganaron al otro octavo donde estaba «Pipe». «Se burlaban: “Es que el equipo del Cabezón es muy malo”. Y no paraban de reír. Ya en el equipo con el que jugábamos intercolegiados estábamos todos pero no nos matábamos tanto porque en el Envigado nos hacían la advertencia de cuidarnos de lesiones cuando jugábamos recochas. Alzate jugaba muy bien, era grande, amarraba mucho el balón y nos defendía en la cancha y en las peleas que se armaban en los partidos».
Cuando les quedaba tiempo libre no iban a la iglesia de la vecina parroquia de Santa Gertrudis. El programa era ir a jugar microfútbol en la cancha La Bombonera, en Sabaneta, o en la del barrio La Merced. «También jugábamos mucho “cucapata”, que es que si te dejas hacer un túnel con el balón, todos los jugadores te bolean más patadas que un hijuemadre».
David Salazar, profesor de matemáticas, recuerda mucho a James porque no cumplía con sus deberes, hasta el punto de que debió citar a Pilar, su madre, para obligarlo a tomar en serio la clase. No era como David Arenas, un niño de ese colegio y de la misma época, tan brillante para los números que a los 13 años era maestro internacional de ajedrez. «Era claro que no quería saber nada de factorización. Lo veía ido. Me tocada decirle:
—Quihubo pues papito, despierte. No decía nada. Agachaba la cabeza. Frente a la mamá le di el ultimátum:
—James. ¿Va a hacer las tareas?
—Sí, señor.
—Mire a su mamá, piense en ella. ¿Va a estudiar con juicio?
—Sí, señor.
—Acuérdese que tiene que educarse porque usted es el hombre de la casa. ¿O es que piensa vivir del fútbol?
—Sí, señor. Amo el fútbol y voy a vivir del fútbol».
Hoy el profesor se ríe de que el alumno le haya ganado el reto, interesándose más por Cristiano Ronaldo que por el álgebra de Baldor. «Me calló la boca y hace poco me mandó saludos con los amigos».
La actitud infantil empezó a moderarse por fuerza de la presión creciente dentro del Envigado. «En los primeros partidos que jugamos de la Liga de Antioquia ratificamos nuestro talento y que éramos complementarios. Aquí jugamos muchos partidos a muerte contra Nacional, Medellín y la tienda Margo’s, que era el segundo equipo de Envigado. Y siempre James anotaba un gol, ponía un pasegol. Me acuerdo de un golazo que le hizo a Nacional aquí, desde mitad de cancha, y se la metió “de pica barra” al arquero. Ganamos 5-2. El problema después era mantenerse y ser constante en el rendimiento para que nos llamaran a la profesional. Fue duro. Nos ponían 15 minutos contra “subveintes” ya profesionales, como Dorlan y Giovanni, para ver si dábamos la talla. Nos sentábamos y sentíamos la diferencia: ya no jugábamos por divertirnos, por el bolis y el raspao, sino con la ansiedad de que no nos quedara grande el paso definitivo. Debíamos pensar como grandes aunque apenas entrábamos a la adolescencia».
En ese momento Pilar y Juan Carlos, con James a la mesa, diseñaron el proyecto definitivo rumbo al profesionalismo. Ella se dedicaría con mayor intensidad al proceso logístico de un futbolista, desde los papeleos hasta los guayos y los uniformes. Aplicaron el mismo modelo que les dio los primeros resultados en Ibagué. Aparte de los exigentes entrenamientos con la sub-14 de Envigado a primera hora de la mañana, contrataron al técnico del mismo club, Omar «El Misio» Suárez, para que le diera clases privadas después de salir del colegio en la tarde. ¿Por qué Suárez? Porque entre los preparadores de esa región fue al que le notaron mayor afinidad con el juego de James. Fue jugador profesional del Once Caldas, Cali, Santa Fe, Nacional, Envigado, Pasto y Tolima. Zurdo y disciplinado, es uno de los responsables de la formación de 1.600 niños del Envigado, a los que les enseña a partir del proceso que vivió con James.
«Fui el primer técnico que James tuvo aquí en la sub-13. Llegó a la cancha del Polideportivo y noté que era un talentoso, que más que en condiciones técnicas estaba mejor preparado mentalmente. Era el que más sobresalía, el que hacía cosas diferentes como meter túneles y, además, era el que unía al grupo. En los entrenamientos los amigos se peleaban para que quedara en el equipo de ellos. En el club le repasé toda la fundamentación y luego el señor Juan y la mamá me pidieron que le hiciera un trabajo aparte para que utilizara mejor la pierna derecha, el cabezazo y el cambio de ritmo. “Yo quiero que usted me ayude a mejorar, ‘Misio’”», me pidió él mismo. La primera clase nos sentamos cada uno en un balón y, con base en mis 16 años de profesional, le advertí crudamente lo que se iba a encontrar en el fútbol profesional a nivel de técnicos, jugadores, presiones, mañas, envidias, patadas. Era muy tímido. Me oía con atención y humildad, y le pedí que nunca cambiara esa actitud. A mediodía veníamos a esta cancha (El Dorado) con diez balones, le pagábamos algo a un arquero y le dábamos hasta mejorar en cada aspecto. Los papás siempre estaban atentos a lo que necesitáramos, desde hidratación hasta pararse frente al balón para simular una barrera. Era el que llegaba más temprano y tenía total disposición con sol o lluvia, sin quejarse del cansancio ni de nada. Aparte de entrenar con la profesional y conmigo era capaz de venir solo a seguir practicando en la tarde».
Hubo otros testigos de la evolución. Uno de ellos se llama Carlos Darío Bermúdez, de 71 años, ojos verdes y vestido de naranja de pies a cabeza. Desde hace un cuarto de siglo todos los niños que llegan a entrenar se detienen a saludarlo con respeto y le dicen «Káiser», como a Beckenbauer. Fue un delantero frustrado: «Cuando yo era joven no había continuidad ni se creía en el futbolista nacional, preferían traer montones de argentinos buenos y malos, y sentarlo a uno. Ahora es distinto y por eso aparecen los James». Él les repasa lo que los profesores como Suárez les enseñan. Habla mientras les lanza balones con la mano para que salten sobre unos conos, la paren de pecho, hagan 21 y se la devuelvan: «Yo soy buscatalentos. Pienso que el jugador nace y también tiene que hacerse paso a paso. James tiene una estrella muy fuerte pero, por ejemplo, la derecha solo le servía para subirse al bus y “El Misio” se la cuadró».
El primer año en el Envigado no terminó como se esperaba. El equipo rindió a tope con la dupla James-«Pipe» hasta la final de la Liga Antioqueña, cuando perdieron con el equipo B del Envigado de la misma categoría, Margo’s. Deportivamente hablando fue una humillación porque la suplencia los venció. Suárez dice que fue el peor partido del equipo y de James. «Ninguno estaba concentrado, se contagiaron de impotencia y él empezó a jugar con rabia, tanta que por primera vez lo vi dedicado a gritar a todos los compañeros y me tocó llamarlo a la calma. Este muchacho siente demasiado el fútbol, pensaba». Una fotografía del grupo, deprimido, con la medalla de subcampeones y el mono James con cara de indignado, obligado a pararse allí como un lapidado, quedó de recuerdo, aparte del discurso que les dio «El Misio» para que aprendieran la lección. «Pipe» goza: «Me divierto recordándole ese día a James y todavía se molesta. Estaba loco por el desespero de que jugáramos bien. A eso súmele la presión de que “El Misio” quería consolidarlo como el líder. Nunca lo había visto así, tanto que se hizo expulsar en esa final porque le metió una plancha a un man y ya tenía amarilla por protestar. No se me olvida la cara del técnico cuando acabó el partido. Le dije a James: “Ay, marica, abrámonos de aquí”. Pero nos agarró y la vaciada fue tenaz. La verdad es que llegamos crecidos creyendo que la teníamos fácil y Margo’s nos la cobró. Cuando pasan cosas así, James dura días sin hablar, y si uno le toca el tema, cambia la papeleta. Después dijo que había aprendido a no perder nunca más la paciencia, a que la única forma de estar calmado es con el balón en los pies, pensando antes de pasarla».
La revancha fue en el campeonato del 2004, recuerda “El Misio”: «Sentí que avanzamos mucho en mentalidad. Íbamos perdiendo en esta cancha 2-0 y, como el año anterior, él en vez de tener el balón y construir el juego, empezó a tirar pelotazos. Yo le gritaba: “James: ¿ese es el trabajo que hemos hecho? Bájela al piso”. Asumió la crisis, se echó el equipo al hombro y empezó la remontada con un golazo muy parecido al que le hizo a Uruguay en el Mundial de Brasil, también “de picabarra” desde el borde del área. Ganamos 4-2. Desde entonces los técnicos de categorías mayores me llamaban: “Profe, présteme a James”, porque tenía clarito cómo actuar para ser un profesional de verdad, un grande. Ahora, cuando doy las charlas, les detallo a los niños lo que pueden aprender de él. Durante el Mundial de Brasil 2014 analizábamos cada partido y luego lo llevábamos a la práctica».
En Antioquia hay más de 3.000 equipos de fútbol registrados y todos los niños quieren ser el nuevo James. Pocos serán estrellas.
* Editor dominical de El Espectador. Autor de "Vivir un Mundial. Crónicas de Brasil 2014" (eLibros Editorial).