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El padre del Pibe Valderrama, Jaricho, le criticó mucho la falta de potencia en la pegada. Era una característica transversal en una familia de futbolistas que dejó un legado en el balompié del Caribe, de Santa Marta, para ser más exactos. Carlos, que además tenía los pies torcidos, nunca se destacó por rematar fuerte y de media distancia. Lo hizo por ser preciso, que no necesariamente tiene que ser un antónimo del disparo contundente. Se destacó por buscar siempre el pase y no su gol. Pensaba siempre antes de jugar. Era una sincronía entre el jugador atlético y el genio matemático.
Mientras El Pibe tejía su sueño de jugar al fútbol en la cancha de La Castellana, en el barrio Pescaíto de Santa Marta, en los estadios de Colombia se destacaban jugadores como Delio Maravilla Gamboa, Efraín el Caimán Sánchez, Marco Tulio Coll y Francisco Cobo Zuluaga. Y mientras El Pibe jugaba con la camiseta roja de las rifas y las pantalonetas de los colores que se pudieran, en esa misma cancha de su aldea fueron surgiendo Alfredo Maestro Arango, Antony de Ávila y Alberto Gamero.
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Su virtud en el fútbol es genética, pues su papá y sus tíos fueron figuras en el Unión Magdalena, un club que no sería lo que es si no fuera por el sello de la familia Valderrama. El Pibe tenía que vestir también la camiseta del ciclón antes de pasar por Millonarios, Cali, Montpellier, Real Valladolid, Medellín y Júnior. Y sí, también la de la selección de Colombia, pero jugar y hacer historia con el equipo que representa a todo un país siempre será un relato aparte.
Muchas veces vistió la camiseta por fuera de la pantaloneta y las medias debajo de las rodillas. Y a eso se suma su frondoso y llamativo cabello rubio y rizado. Una imagen que ya era distintiva y poco ortodoxa. Era la imagen de un hombre rebelde, que no se salía del molde por ego sino por convicción. No era el 10 del cabello corto y los botines perfectos. Era un 10 para siempre, destinado a serlo porque su liderazgo le impedía pasar desapercibido. Quizá se quedó corto Maturana cuando dijo hace poco que Valderrama “era el perfume de la selección” en la década de 1990.
Fue, es y será la inspiración de muchos. Fue, por ejemplo, el ídolo de David Beckham, uno de los mejores volantes de Inglaterra a principios de los 2000. Ese galáctico de Real Madrid tiene la última camiseta que vistió como profesional El Pibe, quien, a su vez, tiene la primera que utilizó el británico. Es la inspiración y el referente de la generación venidera del balompié nacional. El 10 de nuestro presente, James Rodríguez, lo tiene como ídolo, y entrar en el debate de quién es mejor es asistir al equívoco de comparar a dos futbolistas que han dejado su impronta desde sus tiempos y circunstancias.
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Las jugadas más memorables de aquella selección de la década de 1990 tuvieron la influencia de Valderrama. Más que los goles que marcó, fue los que construyó desde su visión de juego y su generosidad, virtudes no menores en un hombre que se hizo líder y referente no tanto por sus arengas, sino más bien por su capacidad de comprender las habilidades y momentos de sus compañeros para inducirlos a hacer lo que sabían, lo que era correcto para ese instante. Y aunque con todos se entendió, alguna vez reconoció que con Bernardo Redín podían jugar hasta “siendo ciegos”.
El fútbol bien puede ser un lenguaje del corazón. La manera de jugarlo es un reflejo del comportamiento del ser humano. El que busca el pase antes que su propia gloria, el que motiva a los demás y el que detenía el balón como quien respira y piensa antes de actuar es el que no solo es persona sino también mensaje y testimonio. Y ese es El Pibe, el que no solo se volvió el referente de una época y el ídolo de muchos niños que crecieron también en canchas empedradas y polvorosas, el que dejó un estilo de juego y una actitud para la vida. En una sociedad de tantos espejos rotos, donde parecen perderse entre los pasos apresurados de las gentes los reflejos de quienes han dado un ejemplo de grandeza y convicción, se hace necesario volver a ver con detenimiento los reflejos que perduran en los anaqueles del tiempo, y es necesario volver para entender que hacer historia no es un asunto propio del azar, sino una acción compuesta por la valentía que se requiere para mantenerse en pie pese a todo, y para mantener a quienes caen al lado, pues el acierto del buen ego, y de quien se reconoce como trascendente no está en pensar en su altar y su estatua, sino en todas las voces y memorias que dignifican a una sociedad que, en nuestro caso, vio la esperanza en el hombre del cabello rizado mientras afuera de los estadios la droga y la guerra sembraban el miedo y se apoderaban del Estado y sus huérfanos.