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La historia de Carlos Peralta se podría asemejar a los cuentos mágicos del Caribe colombiano, del papá marinero y de los amaneceres lejos de la bahía luminosa y apacible de Cispatá, de los colores cambiantes del agua, del sonido ronroneante de los buques cargueros y del respeto al océano. También de la mamá profesora que enseña con la tranquilidad de un verdadero maestro y con la solemnidad de quien ve en la educación el principal sendero de la vida.
De las calles polvorientas de San Antero (Córdoba), repletas en marzo de gente montada en burros porque por allá en 1925 a un señor llamado Regímido Omasa Saavedra se le ocurrió que había que homenajear al manso animal por su colaboración a la hora de cargar los bultos repletos de plátanos, limones y mandarinas.
De no haber sido futbolista, el hoy delantero de Equidad pasaría sus días descargando mercancía mar adentro en un punto tan lejano que no se puede divisar desde la playa, al lado de una enorme boya de colores que sirve como referencia para que las enormes embarcaciones sepan hasta dónde pueden llegar sin el peligro de encallar. O sería un pescador de brazos fuertes y de piel ajada lanzando todos los días una red para coger meros o huachinangos, sus pescados favoritos. Iría a la plaza a reunirse con los amigos, a tomar cerveza y a hablar de béisbol, porque en la tierra de René Morales sólo se habla del bate y la pelota y del día que el lanzador estuvo en el montículo durante cinco horas (18 entradas) sin permitir carrera, para después ser incapacitado por la hinchazón del hombro.
“Aprendí a jugar fútbol gracias a mis amigos: el Tigre Espitia, Brandon, Edwin y Alexis, y otros que ahora no recuerdo”. Con los pies descalzos, el pecho descubierto y las canchas improvisadas con palos o piedras, Carlos fue mejorando en medio de la rusticidad común de una región donde todos quieren ser beisbolistas y uno que otro futbolista. No en vano, Peralta es el único de su pueblo que ha llegado al profesionalismo. “Siempre que voy me reciben con cariño, me saludan como si fuera un héroe y hablan conmigo, así no me conozcan. Ese es el calor y la alegría de las personas”.
El acento del costeño de Córdoba lo mantiene, al igual que el biotipo que llamó la atención de Formantioquia, una escuela de Medellín que fue a jugar un cuadrangular y que terminó convenciéndolo de irse para la capital paisa con apenas 13 años, a vivir en una casa de formación con otros jóvenes del Chocó, el Urabá y el Valle del Cauca, de niños provenientes de lugares inaccesibles y ricos en talento, pero pobres en su mayoría.
“Entrenaba tres veces al día y el resto me la pasaba estudiando, porque mi mamá me puso una condición: terminar el bachillerato”. Su destreza con el balón lo llevó a Envigado y a su debut en 2008 cuando tenía 18 años, en el estadio de Techo, contra Equidad, con un clima gélido, todo lo contrario al de San Antero. “Rubén Bedoya sólo me puso cinco minutos. Y a pesar de eso yo fui muy feliz, porque era mi estreno, la oportunidad por la que había trabajado”. A diferencia de muchos, su habilidad le garantizó el profesionalismo; también su primer sueldo ($800.000), el mismo que dividió para mandarle una parte a su mamá y comprar ropa y zapatos con la otra. “Tenía que devolverles, en la medida de mis posibilidades, el apoyo que me dieron durante mi formación”.
Fue jugador de Leones de Rionegro y estando con ese club sufrió su primera lesión, luego de que en un entrenamiento uno de sus guayos quedara enterrado en la grama sintética cuando intentó hacer un giro. La pierna derecha no rotó y se rompió el ligamento cruzado. “Esa casi me saca del fútbol y yo apenas empezando. Duré un año y tres meses sin jugar”. Después, por pedido de Diego Édison Umaña, llegó al América (2013) y también se lesionó, esta vez los meniscos de la rodilla izquierda. Sumado a eso, no tuvo la continuidad que le habían prometido (jugó 30 partidos y marcó nueve tantos) y en 2014 arribó al Unión Magdalena para trabajar con Fernando Velasco, luego de una travesía en la que fueron más los impases físicos que los goles.
Estando en Santa Marta, a Santiago Escobar le llegó el rumor de que había un delantero potente, ágil y muy técnico, con un promedio de anotación alto (18 tantos en 33 partidos), que fue la salvación para el conjunto samario y con prospecto para fortalecerse en una institución más sólida. “Yo estaba en San Antero cuando recibí la llamada del Sachi. Le dije que sí de una”, recuerda, pues era época decembrina, momento de comer chicharrón, marrano, gallina criolla y, por supuesto, pescado.
Viajó a Bogotá en enero de 2016 y al año siguiente volvió a caer en la desgracia de las lesiones, esta vez el ligamento cruzado de la pierna izquierda. Un torneo preparatorio en Bolívar, canchas con desniveles y morros, otra vez un guayo que se estancó en la tierra y el grito de dolor. “Creo que ya me jodí lo que me tenía que joder”. Carlos ríe mientras rememora pasajes duros de su vida. Va a ser papá en noviembre próximo, es el goleador de la Liga Águila y siente que está en su mejor etapa. “Necesito celebrar más, pana, no ve que viene una niña en camino”, concluye el mayor de los tres hijos de un marinero y una profesora, el nacido en un pueblo en el que la fantasía es realidad, donde jugar al fútbol nunca fue una opción, seguir el legado de los demás sí.