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En la cancha, los jueces. De un lado un equipo listo para el partido, en el otro, no. Entonces empiezan los murmullos. Y abajo, en los camerinos -o en los salones que hacen las veces de camerinos-, se escucha una canción de Maelo Ruiz y unos gritos que bien pueden ser arengas.
- ¿Esperamos o pitamos W/O?
- ¡Pues claro que esperamos! No ve que están ahí.
Luego de unos minutos sale Nacional de Eléctricos. “En 61 años de historia no se ha presentado nunca un W/O como para comenzar ahora”. Las palabras son de Jimmy Parra, organizador del torneo del Olaya, que este año, como en 2009 y 2019, dejó de ser hexagonal para convertirse en octogonal. Parra, con el gusto que genera la nostalgia del pasado, empieza a hablar de un barrio de clase obrera, de una cancha de tierra que con cualquier brisa se convertía en una polvareda, de la parroquia de Nuestra Señora del Socorro y del reloj de la iglesia que se detuvo un día a las 4:00 p.m. para no andar más.
También de que la vida, tal cual las calles del Olaya, fue cambiando. De hecho, son pocas las casas que quedan alrededor del estadio y lo que predominan son droguerías, centros radiológicos y ópticas, la muestra de lo prepotente que ha sido el progreso. Entonces solo resta mantener el campeonato para recordar y para seguir siendo barrio, por las costumbres, por el sentimiento de la gente.
“Uno venía cuando niño a ver a Ernesto Díaz, de lejos el mejor jugador. Y me llamó la atención que cuando caminaba le pegaba al suelo con la punta de los botines. No sé si era una cábala o una costumbre, pero lo hacía cuando no tenía la pelota”. Y en este tipo de relatos, que vienen unidos a la melancolía, aparecen dos nombres: Sindicato Ley y Fotorres, el primer club con futbolistas de Millonarios y el segundo con los de Santa Fe.
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“Vi de cerca a Dragoslav Sekularac. Y qué crack. Pero si me pone a escoger uno me quedo con Díaz y su talento, y la frialdad para llevar el balón”. Las tribunas están vacías por los protocolos de bioseguridad. Las rejas que rodean el terreno de juego tienen una lona verde para evitar aglomeraciones y a las afueras hay personal de logística que procura que la gente no se acerque a la cancha. Sin embargo, el fútbol llama y la enorme tela ya cuenta con varios agujeros por las punzadas de quienes no quieren perderse los encuentros de los miércoles y los domingos. Incluso hay unos más cómodos que se acuestan y con una de sus piernas levantan el enorme telón para ver todo a ras de piso. “Desde ahí es poco lo que se alcanza a percibir, pero no les importa”.
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José Díaz está solo en la tribuna del Olaya. Lo dejaron entrar porque es el papá de Diego Andrés Díaz, entrenador de Nottingham, líder del torneo. Díaz es un hombre de frente pronunciada, cabello blanco, zarco y manos gruesas. Se vanagloria de tener el mismo apellido del fundador del certamen (Luis Genaro Díaz) y de que su hijo, que el semestre pasado dirigió a Tigres, muestre ese ímpetu ante las adversidades. “Llegó una gente y lo sacaron. Así de simple, sin ninguna explicación”.
De cuando en cuando saca su celular, le marca a su esposa y le narra lo que va viendo. “Vamos perdiendo. Qué golazo de tiro libre nos hicieron. Un pelao Camilo Ibarra. Diego sí que bravea”. Entonces cuelga y como si hubiera un salto en el tiempo resulta hablando de Dragoslav Sekuralac, de los 10 mil pesos que le ofrecieron para jugar con Fotorres en la temporada 1972-1973 y de la negociación que duró un par de días.
“Lo fueron a buscar en el Bolívar Bolo Club, porque allá se la pasaba. Y creo que le hicieron una oferta por cinco mil pesos. Pidió 10 mil. Al final le dijeron que ocho mil y que si salían campeones le pagaban dos mil más”.
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Díaz le vuelve a marcar a su esposa. “Empatamos con un gol de tiro libre. Nicolás Castañeda lo hizo. Diego no se queda quieto. Ya lo putiaron desde el otro banco por grosero. Pero, mija, usted sabe cómo es él. Vaya y dígale algo y lleva del bulto”. Puro gol y drama.
Fabián Cardona, el arquero de Nottingham, ataja una, después otra con su humanidad (la pelota le da en la boca del estómago), grita, pelea, alienta.Y se entrega con tal vehemencia, que olvida por completo que en caso de caer no tiene reemplazo.
Un rival le da una patada en los gemelos de la pierna derecha y pega un alarido. No hay médico, tampoco cloretilo en aerosol para calmar el dolor. Apenas el agua, apenas el ánimo, apenas las ganas. Nottingham se queda con la victoria por 2-1 y se mantiene en el liderato contra todo pronóstico. Cardona, que trabaja como conductor de Beat, festeja, pues esto sigue siendo fútbol a pesar de todo.
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En el camerino de Alianza hay un olor fuerte a linimento. El DT explica el planteamiento para el partido en una cartelera de papel periódico que hace las veces de tablero, mientras que los futbolistas, uno detrás de otro, escuchan las palabras de un hombre que habla con ritmos mansos, bastante calmado para lo que se espera de un entrenador del Olaya. “Sigue consejos”, dice Pedro León, delegado del equipo y el segundo estratega más ganador del campeonato solo por detrás de Jaime El Pantalonudo Arroyave (siete títulos en 13 años).
León tiene una voz gruesa para lo que en apariencia parece un cuerpo pequeño y frágil. Ya no lleva el afro que lo hacía reconocible a la distancia en la década de los 90, sí las gafas con las que mira todo con el rigor de un cirujano. “Ya no estoy para sentarme allá, prefiero hacerlo acá”.
Alianza es uno de los clubes que más jugadores con experiencia profesional tiene. Está Darwin Díaz, cartagenero, que estudió educación física, que suma cinco participaciones y con pasado en Boyacá Chicó. El portero Joan Losada estuvo en Defensores de Belgrano en Argentina y en Santa Fe. Estudia derecho. O Hárold Palacios, con un breve paso por Bogotá F.C., Llaneros y Millonarios, y quien maneja un taxi. Y Johan Tocora, suplente y mecánico de bicicletas, distinto, de esos que va, mete, traba (pudo disputar 15 minutos).
Es como si cada uno llevara dos vidas: la real, con las preocupaciones y las deudas, y la otra, la del balón, los goles, las patadas, hasta los insultos. Por la pandemia no hay ojeadores y los pocos periodistas que asisten hablan de esas ausencias. Sin embargo, el juego fuerte prevalece como cuando era un terreno pedregoso y cuando el triunfo solía ser un pasaporte hacia el éxito. “Hay chicos con unas cualidades impresionantes, pero para dar el salto eso no basta. Es más complicado que antes”, asegura León.
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Del otro lado está Centenario, uno de los clubes más antiguos del torneo. El otro es Olaya, que por ser el fundador, tiene el cupo garantizado para todas las ediciones. Cada quien lleva su hidratación. Y como el duelo es a mediodía y el sol golpea tan fuerte, el líquido parece evaporarse en las gargantas cada vez que hay pausas para evitar que alguien caiga insolado.
“Les pido que vengan con dos botellas, hasta tres, pero no todos pueden”, dice el preparador físico, a quien le cuesta trabajo quedarse quieto por más de que todos los suplentes estén en las gradas y no haya nadie listo para ingresar.
En este encuentro no hubo fútbol, o se vio muy poco, pero sí dignidad y una que otra muestra de calidad, al final inútil por el escueto marcador. “Cuando era niño no vi muchos 0-0. Quizás en estos tiempos las cosas son más parejas”, suelta Parra como buscando refugio en el fútbol de antes y tratando de darle una explicación al fútbol de ahora.
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Caterpillar Motor tuvo que armar un equipo de manera rauda para estar en la edición 61 del Olaya (solo se suspendió una vez, en 1967, cuando se le puso drenaje al terreno). ¿La razón? La Equidad, campeón defensor, no quiso participar y era necesario llenar el cupo. “Fue complicado porque los equipos estaban listos desde octubre y la espera hizo que varios se desarmaran. Pasamos un protocolo al Ministerio del Deporte, para que lo aprobara el de Salud y cuando estábamos preparados hubo un rebrote del COVID-19. A finales de enero la situación mejoró y recibimos el sí”, apunta Parra.
La figura, o el hombre más llamativo, es Rafael Robayo, excapitán de Millonarios y campeón con el cuadro embajador en 2012. Es la cuarta participación para el bogotano de 36 años (debutó a los 14), que cuando termine el campeonato tomará un avión a Andorra, continuará su carrera allá y de paso empezará a estudiar para ser entrenador y obtener la licencia de UEFA. “Es un proyecto que he estado trabajando desde hace algunos meses y ahora solo me resta que me den una visa de tránsito. La idea es llevarme a mi familia en un par de meses”.
Las pretemporadas en enero han hecho que los equipos profesionales ya no presten a sus jugadores como solía pasar. Y de otras formas, el hexagonal del Olaya (este 2021 octogonal) ha tenido que sobrevivir en medio de la escasez, de las tribunas desiertas en las que predomina un silencio ominoso, interrumpido por los alegatos esporádicos de los suplentes (solo el entrenador se sienta en el banco) y por uno que otro periodista de radio que mantiene la costumbre de asistir al torneo aficionado más importante de Colombia.
“Se extrañan el público y las épocas en las que la afición estaba agolpada en torno a la cancha, en la que uno reconocía el olor de los jugadores. Recuerdo que la Policía Nacional hacía un cordón para evitar las invasiones y que la multitud se movía como una ola para evitar un bolillazo. Eso era el Olaya, eso es lo que tratamos de mantener vigente y por eso seguimos al pie del cañón”, concluye Jimmy Parra, que parece tener muy claro que la esperanza no es lo último que se pierde, y que como decía Borges, las derrotas en las batallas constantes -en este caso la de seguir organizando el torneo- tienen una dignidad que la ruidosa victoria no merece.
Lo cierto es que en la cancha del Olaya se sigue jugando por las ganas de jugar y no por la obligación de ganar. Y que esa alegría gratuita y tan luchada es mejor que el fútbol por televisión.
Por: Camilo Amaya