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James Rodríguez, el ser humano

El sello editorial Aguilar publica ‘James, su vida’, semblanza biográfica escrita por el editor dominical de El Espectador. Este es el primer capítulo: “Entre la ficción y la realidad”.

Nelson Fredy Padilla Castro
30 de noviembre de 2014 - 01:39 p. m.
James Rodríguez en el Mundial de Brasil 2014.  / AFP
James Rodríguez en el Mundial de Brasil 2014. / AFP
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Una de las peores épocas de la corta vida de James Rodríguez fue cuando en el colegio lo pusieron a leer Cien años de soledad. Juan Carlos Restrepo, su padrastro, ingeniero de sistemas, supo el tamaño del problema cuando le compró la voluminosa novela y el niño preguntó con cara de terror:

—¿Me tengo que leer todo esto?

—Sí, señor.

—¿Y a qué horas voy a entrenar?

—Para todo hay tiempo en la vida si uno es disciplinado.

Cuando Juan Carlos llegaba del trabajo le preguntaba:

—James, ¿ya leyó?

—Sí, Juanca.

—¿Seguro? Ahorita le tomo la lección.

Desde la sala se oían los sonidos del Play Station y no los del hojear de las 432 páginas de la obra de Gabriel García Márquez. Nunca pasó de las primeras páginas de la novela, en parte por pereza y en parte porque su cerebro sólo asimilaba una materia: el fútbol. De manera que para no reprobar castellano estudió los resúmenes de cada capítulo hechos por el ingeniero, estricto con él y a la vez solidario porque lo había programado como futbolista desde que tenía cuatro años de edad. “Juanca” sentaba al frente al “hijo calidoso” —como siempre lo ha llamado y lo tiene identificado en WhatsApp— para hacerle leer en voz alta su versión de la novela. Luego debía responderle preguntas básicas con respuestas que seguramente ya olvidó.

Recuerdos. Divertido que el protagonista sea un coronel llamado Aureliano, como su abuelo paterno, el papá de su papá biológico y también futbolista, Wilson James Rodríguez. Que una de las protagonistas se llame Pilar (Ternera) como su mamá. El factor sobrenatural lo aburrió. Sin embargo, el día en que el nobel de literatura murió, James publicó vía Twitter: “Muy triste por la partida de Gabo. Su obra hizo gigante el nombre de Colombia. Condolencias a su familia”.

Es lo más cerca que ha estado de la literatura clásica, aunque ahora como alumno arrepentido lee libros de superación.

Tal vez se hubiera interesado más en Gabo al descubrir que el libro incluye un pulso entre la fuerza mental de Aureliano júnior y la fuerza física de José Arcadio Buendía, una combinación ideal que logran a plenitud pocos seres humanos y que entonces a él ya lo preocupaba, no en clase de español sino con el balón bajo el pie izquierdo.

La ciudad de Ibagué no parece Macondo. En un día nublado el sopor de los 30 grados centígrados a las dos de la tarde reverbera la tribuna principal y la cancha de arenisca grisácea del estadio de El Jordán II Etapa, la barriada donde creció el futbolista. El viento trae florecitas color violeta. Caen dando giros sobre su eje. “Son de los árboles de ocaso”, dice J.J. González, un asistente técnico de 65 años que lleva 19 en la Academia Tolimense de Fútbol guiando a los niños vestidos de amarillo y azul. Varios cambiaron la camiseta del club por la número 10 de la Selección Colombia. Se oyen gritos infantiles de lado y lado: “Párela como James”, “acuérdese cómo levanta la cabeza James”, “péguele tres dedos como James”.

“Aquí comió tierra James —señala J.J.—. Era muy bueno, de toma y dame, pero había que joderlo, empujarlo para que diera el máximo”.

La ocasional llovizna de florecitas nada tiene que ver con el realismo mágico. La historia de vida de este muchacho tiene que ver más con un realismo sucio similar al que retrata las desventuras diarias y las glorias escasas del ser humano en las narraciones de Raymond Carver.

En esta cancha áspera, con piedritas que laceran las piernas de los más osados japoneses y franceses, grabaron hace poco sendos documentales sobre la nueva estrella del fútbol mundial. Para hacer más atractiva la historia, dijeron los productores, pusieron a actuar durante horas a los amigos de infancia de James, repitiendo tomas y parlamentos hasta satisfacer su ojo comercial, sin que les dieran un peso ni les enviaran el video prometido.

Los ávidos investigadores no se detuvieron en la precariedad de las condiciones de entrenamiento de los niños. No son las comodidades de un club de verdad, sino el entorno de la pobreza y las necesidades insatisfechas. El campo hay que dividirlo en cuatro partes para que puedan usarlo igual número de escuelas. En un extremo trabajan los infantiles, enseguida preinfantiles y más allá “babies” y “prebabies”. Los baños están clausurados y es normal verlos salir corriendo, durante los dos minutos que les dan para beber el agua que les traen los familiares, a orinar en el parque vecino, justamente en la raíz de los ocasos. No hay dinero para el mantenimiento del derruido escenario, ni para pagar servicios o empleados.

De una decena de lugares como este dependen los 52 clubes registrados en la liga local. Nadie protesta, los niños juegan dichosos y los padres sueñan, sentados en las polvorientas escalas de cemento, con ser tocados por la varita mágica del fútbol millonario. Miseria no es, porque la mayoría tiene trabajos dignos y se ayudan en comunidad cuando deben reunir el dinero necesario para que sus hijos jueguen campeonatos locales y viajen a algunos regionales. “El día a día del estrato medio bajo”, opina Diego El Tuto Noreña, uno de los amigos más cercanos a James.

La visión de Neruda en Los jugadores: “Juegan, juegan. Los miro entre la vaga bruma del gas y el humo. Y mirando estos hombres sé que la vida es triste”.

¿Cómo llegó aquí el ahora 10 del Real Madrid? Por el azar que encauzaría las certezas de su vida. Es de la ciudad de Cúcuta, frontera con Venezuela, porque allí vivían su padre biológico, el futbolista Wilson James Rodríguez, y su esposa, María del Pilar Rubio. Wilson era jugador titular del mediocampo del Cúcuta Deportivo. Cuenta él mismo que el 12 de julio de 1991, cuando vio que su hijo nació “varoncito”, quiso llamarlo James porque le gusta más su segundo nombre, y en el fondo le ilusionaba verlo como futbolista. Pilar, católica de tradición familiar, le añadió el David para que el niño fuera bendecido por “la estrella divina”.

James David Rodríguez Rubio nació en un país particularmente convulsionado por la violencia y encomendado a tres utopías: acababa de firmarse la Constitución Política de 1991 con el objetivo de fundar un nuevo país donde la desigualdad y la corrupción pasaran a un segundo plano, y donde hubiera oportunidades para todos sin importar su origen; el narcotraficante Pablo Escobar se había entregado a las autoridades en una cancha de fútbol de Envigado prometiendo someterse a la justicia luego de asolar a todo el país con asesinatos y secuestros selectivos de personajes públicos, así como con la explosión indiscriminada de carros bomba en espacios públicos, y las guerrillas de las Farc y el Eln estaban sentadas en una mesa de negociación con el Gobierno hablando de cese al fuego y la firma de una paz definitiva. ¿Imposibles? Un año antes se había hecho realidad algo muy improbable: que la selección colombiana volviera a participar en un Mundial (Italia-90), así fuera con un grupo de talentosos jugadores transformados en íconos nacionales, durante la mayor infiltración de los dineros de la mafia a todos los niveles, con centenares de muertos de por medio. Quien creciera en esa década no podía ser ajeno a una realidad en la que el espectáculo del balón fue utilizado como cortina de humo de los males de Colombia.

Para la niñez y la juventud la vida parecía asociada a la expresión “no futuro”. James demostraría lo contrario.

En esa atmósfera de guerra, bajo “ciertos cielos” y ciertos afectos, empezaba a afinarse la existencia de un niño, como en las Iluminaciones de Rimbaud —el poeta precoz—, a través de una “infancia extraña” y “la inflexión eterna de los momentos”. En medio de la algarabía y los cánticos de las barras bravas de la Banda del Indio, Wilson cargaba en los brazos a su bebé con el uniforme rojinegro hasta el círculo central de la grama del estadio General Santander.

Era la mascota más pequeña del equipo y la más fotografiada chupándose el dedo índice derecho. Quien hizo seguimiento de ese proceso fue el fotógrafo del Cúcuta, Henry La Pulga Jaramillo. ¿Por qué? Wilson era una de las figuras del equipo, en especial por sus goles de media distancia, y “el niño era un mono tan bonito que todo mundo tenía que ver con él”. La ceremonia se repitió hasta que cumplió dos años de edad.

En la familia hay consenso acerca de que la educación sentimental del pequeño se dio en un ambiente de fútbol. No había aprendido a caminar y ya permanecía abrazado al balón de su papá. “Él traía eso en los genes”, dice Wilson, nacido en Pijao, Quindío, Eje Cafetero colombiano, y emigrado a Medellín, otra ciudad trascendental en la historia de una estirpe de futbolistas en la que, parodiando a Gabo, “los hijos heredan las locuras de sus padres”.

Lo que parecía felicidad en ese estadio era amargura en la casa de los Rodríguez Rubio. Wilson era muy buen jugador pero bebía cerveza en exceso, y quien primero se cansó de su indisciplina, antes que los equipos de fútbol, fue Pilar. Decidió separarse de él y regresar con el pequeño James a Ibagué, corazón de Colombia, su tierra natal y la de su familia.

Cuando llegó a la casa empezó a buscar trabajo hasta ser contratada como secretaria en Cementos Diamante, gracias a su hermana Adriana. En una filial de transportes de esa empresa conoció a Juan Carlos Restrepo, ingeniero de sistemas y exjugador de las divisiones inferiores del Deportes Tolima.

Pilar quería sacar adelante a su hijo y encontró en Juan Carlos la seguridad que nunca le brindó Wilson, no sólo a nivel emocional sino económico y familiar. Él recibió muy bien a su hijo de tres años. Lo acompañaba al parque en el proceso natural de cualquier padre. Tenía cuatro años cuando le sorprendió que “Jamesito” parara con propiedad el balón rojiblanco que le había regalado su mamá, lo pisara y lo pateara con la zurda de una forma especial, no como lo hace un niño promedio.

Le pedía golpearlo con todas las partes del pie y aprendía con facilidad. Advirtió que tenía un don, le compró unos guayos negros y le propuso a Pilar que lo llevaran a una academia.

Por esos días empezaba su vida escolar en el Liceo Tesoros del Mañana, en la misma manzana B del barrio Arkaparaíso, donde vivía la familia de Pilar, padres y cuatro hermanos, en una casa austera de tres pisos, detrás del almacén Éxito. Los abuelos Myriam y Alcides, los tíos Andrés, Mario, Patricia y Adriana, y los primos todavía se refieren a James como “El Mono”, el mismo que retaba al que fuera en las canchas de microfútbol del vecindario y al que varios de ellos iban a buscar porque se hacía de noche y se negaba a volver a la casa.

Aplazaron la inscripción deportiva porque a Juan Carlos le surgió otro trabajo en Bogotá. Viajaron los tres a probar suerte.

Cuando Juan Carlos retomó la idea del fútbol para James, la mamá no estaba segura por lo pequeño que era éste y porque el fútbol no le traía tan buenos recuerdos, a menos que se hablara de su “Tolimita del alma”, el equipo profesional de Ibagué del que ella le hablaba tal vez para que dejara atrás la primera influencia del Cúcuta. Al padrastro le recomendaron que fuera al complejo deportivo distrital El Salitre, donde le gustó la tradición del Sporting Cristal Colombia, formador de niños desde 1975 en canchas de pasto a un lado de la avenida 68. Allí, según la hoja de vida de James, vivió durante 1996 un proceso de “fundamentación” bajo las órdenes de un profesor al que en los papeles sólo se identifica con el nombre de Rafael.

El niño era tan bueno que lo incluyeron en el equipo de uniforme blanco, verde y rojo que representó a la escuela en el “Mundialito de Fútbol” organizado por la Liga de Fútbol de Bogotá. El juego había empezado.

npadilla@elespectador.com

* Autor de Vivir un Mundial. Crónicas de Brasil 2014, eLibros Editorial.

Por Nelson Fredy Padilla Castro

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