Maturana, el hombre que cambió el fútbol colombiano, está cumpliendo 70 años

El entrenador que llevó a la selección a los Mundiales de Italia 1990 y Estados Unidos 1994 nació en Quibdó, Chocó en 1949.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
15 de febrero de 2019 - 11:00 a. m.
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A las diez de la mañana del 22 de junio de 1994, Francisco Maturana ya estaba descompuesto. Había pasado la noche casi sin dormir. Había vuelto a vivir, uno a uno, los escalones que lo tenían ahí, a pocas horas del todo y del nada. De otro “todo y nada”. Había repasado de nuevo la historia iniciada en 1987. Fue un día de mayo de ese año cuando León Londoño Tamayo, presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, lo buscó para que se hiciera cargo de un equipo que jugaría el preolímpico de Bolivia. El reto era asistir a las Olimpiadas de Seúl 88. Él, que era el principal candidato, dijo que sí. Y con esa aceptación empezó esta historia. Sin duda, lo más importante que ha vivido el fútbol nacional. A pesar de todo. Y a pesar de muchos.

Antes, todo lo realizado había estado marcado por la improvisación. Por ello, en casi cuarenta años de profesionalismo —el primer torneo rentado se jugó en 1948—, Colombia solo había asistido a una Copa del Mundo, la de Chile en 1962. Desde entonces, el empate de Arica a cuatro goles con la Unión Soviética había sido el único punto de referencia válido. Hasta aquel año de 1987. Hasta cuando apareció Francisco Maturana. Con él, el fútbol colombiano encontró su identidad. Y con ella, los resultados que tanto tiempo aguardó. Maturana aceptó dirigir la Selección Colombia de mayores el 2 de mayo de 1987. Fue ese el comienzo y el fin: el comienzo de un nuevo fútbol que el mundo reconoció y aplaudió; el fin de años y años de amarguras.

Maturana había jugado como defensa central en el Atlético Nacional, el Bucaramanga, el Deportes Tolima y algunas selecciones colombianas de niveles secundarios. Encontró en la universidad y en la gente de su época la base humana que lo llevó a triunfar. Porque no fue el hombre de fútbol el que aceptó el desafío de dirigir a Colombia; fue el hombre forjado en las aulas universitarias, donde estudió odontología. Fue el hombre profundo, analítico, humano, sensible y convencido de sí mismo el que decidió cambiarle la imagen al fútbol. El que se la jugó con la suya. Aquello que aprendió en las canchas le sirvió para diseñar una táctica y escoger algunos colaboradores. Pero lo que recogió de la universidad fue decisivo para poner esa táctica en práctica; para convencer a sus jugadores, a los directivos, periodistas e hinchas de que “su camino” debía ser “el camino”. Y siempre es más difícil convencer que diseñar.

En 1986, cuando se hizo cargo de su primer equipo, el Cristal Caldas de Manizales, Maturana empezó a hacer que creyeran en su fútbol. En ese fútbol de potrero, de parque y playa que Colombia jugaba desde comienzos de siglo, cuando los ingleses dejaron en Barranquilla la primera pelota y decidieron las primeras reglas. En ese fútbol tan mezclado como la raza misma, donde se encontraban la fuerza del europeo, la técnica del argentino, la inventiva del brasileño y la velocidad del africano. En ese fútbol creyó Maturana. Y después, todo el país. En abril y mayo de 1987, Colombia fue la sensación del Preolímpico jugado en Bolivia. Nadie apostaba por aquellos paisas ni por Maturana, pero la fidelidad a un estilo los llevó al tercer lugar. Luego, al técnico le ofrecieron el cuadro de mayores. Y él aceptó. Con Hernán Darío Gómez como su asistente y con Diego Barragán como preparador físico.

Fue en la Copa América de Argentina, en julio de 1987, cuando Colombia se mostró ante el mundo con su nuevo estilo. Derrotó a Bolivia 2-0, a Paraguay 3-0 y perdió con Chile 1-2 en tiempo suplementario. En el partido por el tercer puesto, los colombianos derrotaron 2-1 en Buenos Aires a Argentina, con Diego Maradona incluido. “Ese fue el partido perfecto, táctica y técnicamente”, diría Maturana en 1989. Aquel torneo le entregó a Colombia el pasaporte para que fuera invitada a jugar, en mayo del 88, la Copa Sir Stanley Rous ante Escocia e Inglaterra. Nunca antes un seleccionado nacional de mayores había ido a Europa y menos a disputar un torneo de tanta tradición.

El estadio de Wembley, una especie de archivo de la historia del fútbol, sería testigo de aquella revolución. Todos los ingleses: hooligans, empleados de banco, altos ejecutivos y nobles deseaban presenciar esa renovación que llegaba de América del Sur. Y la presenciaron, claro. La aplaudieron, la sufrieron y disfrutaron casi como propia. Aquel día, 24 de mayo de 1988, a Wembley no le cabía una persona más. Colombia, la de Valderrama, Higuita, Álvarez, iguarán y Escobar, que aparecía solo de a pocos en la televisión, era la verdadera protagonista de la noche. Al final del 1-1 definitivo, algún inglés se atrevió a decir que por momentos le había recordado a la Hungría de los años 40.

Todo aquello del bien jugar, del bien comportarse, del ser una gran persona antes que nada, se transformó en dogma para Francisco Maturana. Aún hoy, o sobre todo hoy, después de tantos y tantos años y lecciones aprendidas, antes de cualquier partido crucial, les recuerda a sus jugadores, desde el banco en el que esté, que no se gana nada con tirar el balón de punta hacia la tribuna. Que hay que respetar al público, a los rivales, a la prensa, a los árbitros. Un año más tarde, Maturana y Gómez le dieron a Colombia su primer título internacional: la Copa Libertadores, el torneo de clubes más importante del continente, que se le había escapado al América de Cali tres veces consecutivas (llegó a las finales en los años 85, 86 y 87). Nacional la obtuvo el 31 de mayo en el estadio El Campín de Bogotá.

Después de remontar un 0-2 ante el Olimpia de Paraguay, le puso el sello a una página histórica del fútbol colombiano. Nacional cerró ese año con la final de la Copa Intercontinental de Clubes en Tokio. El 16 de diciembre estuvo a segundos de forzar una definición desde el punto penal ante el Milán de Italia. Pero un gol de tiro libre anotado por Alberigo Evani al minuto 119 del partido (hubo tiempos suplementarios) acabó con la ilusión. Aquel Milán de Arrigo Sacchi, Ruud Gullit, Frank Rickjaard, Franco Baresi y Marco Van Basten nunca había tenido tantos problemas en una final. Por momentos, el superequipo de los últimos años parecía perdido. El toque de Nacional, las salidas de Higuita, la seguridad de Andrés Escobar y el talento de Alexis García hicieron de aquella algo así como “la noche en la que el fútbol se vistió de gala”. Entonces llegó 1990 y el Mundial de Italia. Colombia quedó ubicada en el grupo tres con Emiratos Árabes, Yugoslavia y Alemania. Colombia en Bolonia, al norte de la península. Colombia ante los ojos del mundo. Debut y victoria, el 9 de junio, sobre Emiratos Árabes (2-0); dolor y crisis, el 14, ante la derrota (0-1 ante Yugoslavia), hazaña frente Alemania. Hazaña, sí. Y dolor y angustia también.

Fue un martes de junio, el 19, y en Milán, ante 50.000 alemanes, cuando Colombia irrespetó a Europa para plasmar su fútbol de potrero en el césped del Giuseppe Meazza. Y fue 1-1 para que Colombia llegara por vez primera en su historia a la segunda ronda de una Copa del Mundo. Fue delirio cuando Rincón empató en tiempo de descuento. Cinco días después, el 23, fue llanto cuando Camerún le dijo a todos que no iba de paseo por Italia. En Nápoles, Colombia salió confiada (una palabra decisiva y repetida para el fútbol colombiano) a jugarle a un equipo que no regala nada. Y terminó derrotada 2-1 después de 120 minutos. A Higuita lo culparon (perdió un balón fácil ante Roger Milla cuando el juego iba 0-1), pero él se defendió. Maturana también lo defendió. Con el adiós de Colombia a Italia se empezó a derrumbar un poco el proceso. Maturana se marchó a España a dirigir al Real Valladolid, se llevó a Higuita, a Leonel Álvarez y a Valderrama, y la Selección quedó a la deriva.

En diciembre de 1992, cuando el torneo nacional era un polvorín, Maturana y Gómez aceptaron hacerse cargo de la Selección otra vez. Maturana ya había regresado y estaba con el América; Gómez era el técnico de Nacional. Hubo polémica, discusión, rumores, peleas, malentendidos e incertidumbre. No obstante, al final pudieron más la vieja amistad y el camino recorrido que todas las intrigas y amenazas. Allí se inició entonces este segundo capítulo del proceso. Y pasaron la Copa América de Ecuador, las eliminatorias, las exageraciones. En la mañana del 22 de junio de 1994, pocos minutos antes de enfrentar a Estados Unidos en la Copa del Mundo del 94, Francisco Maturana todavía se preguntaba por qué diablos estaba metido ahí. Por qué había vuelto a aceptar la Selección, luego de que en el 90 había prometido no volver.

Esa mañana, a horas del juego más importante de su vida, Francisco Maturana encontró un mensaje en su hotel, que más que mensaje era una amenaza directa contra su vida y contra la de otras personas. Le decían que si no sacaba a Gabriel Jaime Gómez de la alineación que enfrentaría a Colombia con Estados Unidos, correrían peligro su vida, la de Hernán Darío Gómez y la del propio jugador. Maturana habló con el futbolista y con Hernán Darío Gómez y entre los tres decidieron que no pondrían en peligro la vida de nadie. Así, Barrabás quedó por fuera de la titular. “Todo esto me llena de tristeza y también de dolor. No sé hasta dónde podremos llegar con acciones como esta”, le dijo a la cadena Univisión ese mismo miércoles. Tal era el clima que vivía Colombia el día del juego que decidiría su permanencia en el Campeonato del Mundo. En el hotel, antes de salir hacia el Rose Bowl, se hablaba de todo menos de fútbol. “Yo, la verdad, estoy que reviento. No tiene sentido esto. No tiene sentido que la muerte ande rondando por ahí a causa de un partido de fútbol”, dijo en medio del desorden Andrés Escobar. Cámaras, luces, micrófonos, cables, periodistas, curiosos, hombres oscuros… había de todo en el lobby del Marriott. Y Colombia, por segunda vez en el torneo, y en menos de tres días, era comentario obligado para el mundo. Con la noticia de Barrabás Gómez abrieron todos los informativos del mediodía en Estados Unidos. Especularon, dando a entender que las amenazas provenían de los carteles de la droga.

La rutina del vestuario fue diferente ese día. Era una rutina vacía de sentido, una rutina que se acercaba con peligro a su real significado en el diccionario. El eco, entre tanto silencio, retumbaba más fuerte y cualquier sonido se repetía mil veces. Maturana comenzó la charla técnica con la voz casi apagada. Repasó dos o tres conceptos nada más y se calló. No pudo continuar. Por vez primera en su vida de fútbol no había podido continuar con una charla técnica. Ya el nudo en la garganta no lo dejaba hablar. Ni el nudo en la garganta ni los recuerdos. Tuvo que retirarse. Salir del vestuario. Dicen que lloró, que en un instante se le quebró todo. Dicen que ese dolor se filtró hasta el vestuario. Y que los jugadores supieron por qué Francisco Maturana no había podido concluir con sus indicaciones.

Así salió la Selección Colombia de fútbol a jugar el partido que definiría su clasificación a la segunda ronda del Campeonato Mundial de Estados Unidos. Así enfrentó al cuadro local. A los 36 minutos Colombia recibió el castigo por tanta apatía, por tanta equivocación en el juego. Estados Unidos, replegado y aguardando el instante preciso para salir en contraataque, fabricó muchas más posibilidades de gol que Colombia. Cuando el juego se puso 1-0 ya habían aparecido tres veces los norteamericanos por el arco de Óscar Córdoba. El destino (otra vez una elegante manera de referirse a la realidad colombiana) quiso que fuera un autogol de Andrés Escobar el que marcara la primera diferencia. Después, otro contragolpe y una falla más de Óscar Córdoba pusieron el asunto 2-0. Lo que parecía imposible para tanta petulancia había llegado. Estados Unidos, un país al que nunca le interesó el fútbol y por el que nadie daba un céntimo, le ganaba 2-0 a uno de los equipos favoritos para obtener el título del mundo. Estados Unidos, un equipo de aficionados (así lo llamaron en Colombia algunos periodistas), sacaba del torneo a una “potencia” llamada Colombia.

Lo que llegó después de la eliminación fue lo más parecido al infierno. La comunicación se rompió entre los jugadores y entre los técnicos y los jugadores. El respeto se esfumó. De repente se habían olvidado todos los conceptos, todo lo que había hecho grande a esa Selección. De repente se habían refundido los papeles. Nadie mandaba, nadie obedecía. Las declaraciones se salían de tono, las conversaciones eran recriminaciones… Bronca, rabia, dolor, eso era lo que guiaba al equipo. El jueves 23, Freddy Rincón y Harold Lozano se trenzaron a puñetazos en pleno entrenamiento. Una falta de Lozano, común y corriente, provocó a Rincón. En vez de palabras hubo golpes. En vez de cordura, locura. Ni el entrenador ni el preparador físico ni los dirigentes intervinieron.

El sábado 25, Gómez y Maturana también se dejaron llevar por los impulsos, todo porque el segundo no quería que el primero hablara con la prensa y este había aceptado una entrevista. El domingo 26, día del partido con los suizos, ni siquiera hubo charla técnica en el hotel. No pudo hacerse porque muchos de los jugadores no aparecieron. El último partido fue de trámite. Aún existía la posibilidad de clasificar, pero era muy remota. Los números todavía eran aliados de Colombia. Se necesitaban una victoria de Estados Unidos sobre Rumania y una de Colombia sobre Suiza. Y que los goles también alcanzaran para el promedio. Casi un milagro. En Stanford, un estadio raro, con tribunas de madera, árboles y mucho polvo, los colombianos ganaron 2-0 (goles de Hermann Gaviria y Harold Lozano). En el Rose Bowl de Pasadena los norteamericanos no vencieron a Rumania, el milagro que Colombia necesitaba. El 2 de julio, un hombre le metió seis disparos a Andrés Escobar a las afueras de Medellín. La derrota fue eliminación, y la eliminación terminó en la peor de las tragedias.

La muerte de Escobar cambió del todo a Maturana. Como escribía José Saramago, nadie vuelve a ser el mismo después de haberle visto el rostro a la muerte. Entre idas y vueltas, tumbos y levantadas, volvió a dirigir, fue campeón de una Copa América manchada en el 2001, y pasó de equipo a equipo, sin recalar en ninguno. Su historia ya estaba escrita.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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