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                                                                                                                                Vida, canto y lucha de un barra brava

                                                                                                                                A propósito del documental “La fortaleza”, que cuenta la historia de tres seguidores del Bucaramanga que viajan para ver a su club, hablamos con estos hinchas que hacen parte de la cultura futbolera en el mundo.

                                                                                                                                Andrés Osorio Guillott

                                                                                                                                Jorge Jácome, uno de los protagonistas del documental "La fortaleza", dirigido por Andrés Torres. / Cortesía
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Los afiches de las leyendas copan las paredes y la camiseta que se alistó desde la noche anterior está en la silla o en la mesa. Desde el celular o desde el parlante suenan las cumbias villeras o los mismos cánticos que cada domingo o miércoles en la noche se entonan hasta que las gargantas parecen reventar y terminan con una sensación de tener miles de granos de arena hirviendo.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Unos trabajan exclusivamente para pagar los $150.000 que vale, por ejemplo, un viaje de ida y regreso por carretera de Bogotá a Santa Marta para acompañar a su equipo y tener sus boletas y gastos de viaje; otros no tienen empleo y acuden a la caridad de peregrinos. Algunos logran organizar caravanas compuestas por más de 10 buses que pueden terminar con vidrios rotos, llenos de cajas de vino y aguardiente y con cachos de marihuana entre la silletería. A lo largo de estos viajes suenan los platillos y los bombos. La vida es un carnaval. Esa es la premisa y el ambiente que quiere rodear al fútbol, pero que se pierde, como todo ideal y discurso, en actos erróneos que descarrilan el trayecto de esos mundos soñados.

                                                                                                                                Las odiseas y las ítacas son los estadios de otro país. Un hincha de un club capitalino me contó previo a un partido en El Campín que su mayor reto fue viajar por más de un mes por tierra, aguantando hambre, vistiendo la misma ropa, defendiendo el color de sus camisetas y alimentando su cuerpo y su mente con la convicción de llegar a Argentina para ver a su equipo disputar un partido de Copa Libertadores. “Somos varios los que nos consideramos hermanos y damos horas y años de vida por abrazar una victoria en 90 minutos”, afirmó.

                                                                                                                                Otros se esconden entre la maleza. La experiencia ya les dice en qué lugares suelen bajar la velocidad las mulas de carga para salir corriendo y treparse por la parte trasera. Así logran tocar varios puertos sin invertir dinero. En su situación, cada moneda vale oro y un gasto innecesario podría significar un día sin comida.

                                                                                                                                Esa es la primera parte de una odisea cargada de convicción pero precaria en responsabilidad. El otro reto es llegar a tierras desconocidas y conseguir la plata de la boleta, pues casi nunca la tienen. Algunos buscan la mano extendida con una moneda, otros llevan manillas, llaveros y accesorios del club o de la selección para conseguir su boleta y, de paso, seguir apostándole a los saberes artesanales que tanto han ayudado para cultivar y promover culturas e identidades. Esa costumbre de la mendicidad e indigencia de algunos ha sido la condena de todos, porque a los barras bravas los miran con temor o por encima del hombro. Ahora siempre que se acercan dicen primero: “Tranquilo, socio, que yo no lo voy a robar”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Llevan en su maleta otra camiseta del club que tiene ya varios años de uso, viajes y goles encima. Entre más antigua, mayor el orgullo de portar la historia en la piel. Una pantaloneta o una sudadera del equipo o de los clubes considerados como hermanos, inclusive de la selección de su país. La indumentaria y la maleta hablan de que su vida y su canto es el fútbol, que su familia es la barra y su hogar, que más bien es un refugio para huir de los vacíos que vivió o que sigue hallando, es el estadio y una cerveza previa a los 90 minutos de aliento y de esperanza.

                                                                                                                                (Así se jugará la cuarta fecha del fútbol colombiano este fin de semana)

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Dentro de cada barra hay un parche. Son todas pequeñas patrias que buscan unirse para salvar su bandera y su prestigio. Libran guerras con cuchillos, piedras, puños y patadas. Respetan al que sobrevivió a viejas puñaladas y agredió a los de otros colores. El malo es el héroe, el admirado, y la banalización del mal es lo que ha creado estereotipos y prejuicios que son difíciles de borrar. El mal es el triunfo y la marginalidad un estilo de vida paralelo al que duerme en la intemperie.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Oscar Wilde, escritor inglés, afirmó que “ser admitido en la sociedad es sencillamente el mayor aburrimiento. Mas estar excluido de ella es una gran tragedia”. Y justamente el barra brava se hace un superviviente más del mundo, que no solamente carga con una tragedia de ser excluido, tal vez ni la reconoce ni le interesa, sino que carga con las tragedias de su club, de ese lugar que observa como su vida, al que le entrega su piel con cada tatuaje que es un relato de los trofeos o glorias de otrora, al que le entrega una voz que se desgasta con el paso de los partidos, al que le entrega sus ahorros y esfuerzos, al que le dedica las cábalas más peculiares, al que le dibuja una nueva creencia, un nuevo ritual, una nueva filosofía de la vida, tan cercana a la de aquellos cínicos de la antigua Grecia, tan parecida al discurso de ser leal a los principios, aun cuando esos principios pueden llevar a actos primarios, a ideas totalitarias y a sacrificios que no se comprenden desde los rincones de la cordura y que se justifican desde las gradas de las pasiones, las añoranzas y algunas frustraciones.

                                                                                                                                Jorge Jácome, uno de los protagonistas del documental "La fortaleza", dirigido por Andrés Torres. / Cortesía
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Los afiches de las leyendas copan las paredes y la camiseta que se alistó desde la noche anterior está en la silla o en la mesa. Desde el celular o desde el parlante suenan las cumbias villeras o los mismos cánticos que cada domingo o miércoles en la noche se entonan hasta que las gargantas parecen reventar y terminan con una sensación de tener miles de granos de arena hirviendo.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Unos trabajan exclusivamente para pagar los $150.000 que vale, por ejemplo, un viaje de ida y regreso por carretera de Bogotá a Santa Marta para acompañar a su equipo y tener sus boletas y gastos de viaje; otros no tienen empleo y acuden a la caridad de peregrinos. Algunos logran organizar caravanas compuestas por más de 10 buses que pueden terminar con vidrios rotos, llenos de cajas de vino y aguardiente y con cachos de marihuana entre la silletería. A lo largo de estos viajes suenan los platillos y los bombos. La vida es un carnaval. Esa es la premisa y el ambiente que quiere rodear al fútbol, pero que se pierde, como todo ideal y discurso, en actos erróneos que descarrilan el trayecto de esos mundos soñados.

                                                                                                                                Las odiseas y las ítacas son los estadios de otro país. Un hincha de un club capitalino me contó previo a un partido en El Campín que su mayor reto fue viajar por más de un mes por tierra, aguantando hambre, vistiendo la misma ropa, defendiendo el color de sus camisetas y alimentando su cuerpo y su mente con la convicción de llegar a Argentina para ver a su equipo disputar un partido de Copa Libertadores. “Somos varios los que nos consideramos hermanos y damos horas y años de vida por abrazar una victoria en 90 minutos”, afirmó.

                                                                                                                                Otros se esconden entre la maleza. La experiencia ya les dice en qué lugares suelen bajar la velocidad las mulas de carga para salir corriendo y treparse por la parte trasera. Así logran tocar varios puertos sin invertir dinero. En su situación, cada moneda vale oro y un gasto innecesario podría significar un día sin comida.

                                                                                                                                Esa es la primera parte de una odisea cargada de convicción pero precaria en responsabilidad. El otro reto es llegar a tierras desconocidas y conseguir la plata de la boleta, pues casi nunca la tienen. Algunos buscan la mano extendida con una moneda, otros llevan manillas, llaveros y accesorios del club o de la selección para conseguir su boleta y, de paso, seguir apostándole a los saberes artesanales que tanto han ayudado para cultivar y promover culturas e identidades. Esa costumbre de la mendicidad e indigencia de algunos ha sido la condena de todos, porque a los barras bravas los miran con temor o por encima del hombro. Ahora siempre que se acercan dicen primero: “Tranquilo, socio, que yo no lo voy a robar”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Llevan en su maleta otra camiseta del club que tiene ya varios años de uso, viajes y goles encima. Entre más antigua, mayor el orgullo de portar la historia en la piel. Una pantaloneta o una sudadera del equipo o de los clubes considerados como hermanos, inclusive de la selección de su país. La indumentaria y la maleta hablan de que su vida y su canto es el fútbol, que su familia es la barra y su hogar, que más bien es un refugio para huir de los vacíos que vivió o que sigue hallando, es el estadio y una cerveza previa a los 90 minutos de aliento y de esperanza.

                                                                                                                                (Así se jugará la cuarta fecha del fútbol colombiano este fin de semana)

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Dentro de cada barra hay un parche. Son todas pequeñas patrias que buscan unirse para salvar su bandera y su prestigio. Libran guerras con cuchillos, piedras, puños y patadas. Respetan al que sobrevivió a viejas puñaladas y agredió a los de otros colores. El malo es el héroe, el admirado, y la banalización del mal es lo que ha creado estereotipos y prejuicios que son difíciles de borrar. El mal es el triunfo y la marginalidad un estilo de vida paralelo al que duerme en la intemperie.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Oscar Wilde, escritor inglés, afirmó que “ser admitido en la sociedad es sencillamente el mayor aburrimiento. Mas estar excluido de ella es una gran tragedia”. Y justamente el barra brava se hace un superviviente más del mundo, que no solamente carga con una tragedia de ser excluido, tal vez ni la reconoce ni le interesa, sino que carga con las tragedias de su club, de ese lugar que observa como su vida, al que le entrega su piel con cada tatuaje que es un relato de los trofeos o glorias de otrora, al que le entrega una voz que se desgasta con el paso de los partidos, al que le entrega sus ahorros y esfuerzos, al que le dedica las cábalas más peculiares, al que le dibuja una nueva creencia, un nuevo ritual, una nueva filosofía de la vida, tan cercana a la de aquellos cínicos de la antigua Grecia, tan parecida al discurso de ser leal a los principios, aun cuando esos principios pueden llevar a actos primarios, a ideas totalitarias y a sacrificios que no se comprenden desde los rincones de la cordura y que se justifican desde las gradas de las pasiones, las añoranzas y algunas frustraciones.

                                                                                                                                Por Andrés Osorio Guillott

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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