Los sacrificios de Michael Rangel para ser campeón en Colombia
Al goleador escarlata le tocó barrer canchas de tejo y vender mangos para ganar dinero y poder ir a jugar cuando era adolescente. El amor por su familia y la pelota lo han motivado.
Sebastián Arenas
Desde niño, Michael Rangel aprendió una lección del programa Súper campeones: “El balón es tu amigo”. No se separaba de él. Antes de llegar el nuevo milenio, el pequeño Michael, junto a otros soñadores, abandonaba desde temprano su casa para salir a las calles del barrio Zapamanga, en Bucaramanga, y patear colmado de ilusión a su amigo. Regresaba a su humilde hogar, el de los Rangel Valencia, a comer y volvía a salir. El cansancio le llegaba en la noche, cuando tras una jornada de fútbol se tumbaba en la cama junto a su amada pelota. Con ella amanecía.
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Con cada nuevo día se daba cuenta de que se destacaba. Sus amigos también lo notaban y sin egoísmo lo entrenaban para que en algún momento fuera el orgullo de Zapamanga. Le tiraban centros a Michael para que él ensayara su pirueta favorita: la chilena. Rangel Valencia también jugaba en Karengo INEM, la escuela gratuita de su colegio. No podía pagar para que le potenciaran sus condiciones, porque el dinero de casa era para la comida y otras necesidades básicas. “Mis papás me ayudaban con los pasajes del bus, pero a veces no había”. En esas ocasiones debía caminar casi una hora bajo el sol santandereano para llegar a los partidos. Arribaba extenuado, pero así entraba al campo y hacía la diferencia.
Como sucede en lugares futboleros, el talento de una promesa se conoce gracias al voz a voz. Rangel, siempre delantero, anotaba goles y se destacaba en el fútbol aficionado de Santander, pese a que después de que se acabara la escuela Karengo INEM también terminaran los partidos en los que el público lo aplaudía. Con 16 años ingresó al equipo Delfines F.C., de la Primera C, y después a la selección juvenil de su departamento. Mientras su estatura y sus anotaciones se imponían en canchas de pasto y tierra, la situación económica de su hogar lo obligaba a pensar en otras actividades.
El hijo de Oriol Rangel y Eddy Valencia se mezclaba con el entorno de la cerveza, las mechas, el barro, los costales, los gritos y los borrachos. El adolescente barría canchas de tejo y juntaba algo de plata para sus transportes. También lo hacía con la venta de mangos, hasta que el directivo Alonso Lizarazo lo vio jugar en un encuentro de la selección de Santander y se lo llevó al Júnior.
En Barranquilla comenzó entrenando con la reserva, pero el entonces técnico del primer equipo, Diego Édison Umaña, lo subió al plantel profesional. Michael jugó algunos encuentros de la Copa Postobón (ahora Copa Águila) y convirtió 21 tantos con el elenco juvenil. Su crecimiento como futbolista lo combinaba con algo que ya era normal en su vida: la intranquilidad por la falta de dinero en su casa, que desde la capital del Atlántico sentía lejana. No obstante, fue responsable desde que recibió el primer sueldo.
(Alexandre Guimarães: “Quiero darle al América la identidad que hace rato no tiene”)
Rangel devengaba el mínimo de aquel tiempo: $515.000. Con eso logró darle una lavadora a su mamá, la cual pagó a cuotas. Se guardaba $200.000 para los transportes y el resto lo enviaba a Bucaramanga para ayudar al sostenimiento de sus cinco hermanos. Las oportunidades en un Júnior en el que brillaba Carlos Bacca eran pocas y él lo que necesitaba y anhelaba era acción en el rectángulo de la verdad.
En el Real Santander (ahora Real San Andrés) consiguió mantenerse a tope físicamente y cerca de su familia, lo cual le ayudó en el aspecto emocional. Luego apareció Alianza Petrolera y ahí la continuidad en el profesionalismo. En 2012 le ganó la final de la B al América, que quedó condenado a un nuevo año en la segunda categoría. “Era un América jodido”, recuerda Rangel, quien en 2013 jugó en primera división con el equipo de Barrancabermeja.
Atlético Nacional compró el pase de Michael y lo cedió a Envigado y Santa Fe, con el que fue campeón en 2014. Después de un corto paso por el club verdolaga, volvió a Bogotá, donde conoció a la persona que le genera un sentimiento tan grande como el indescriptible que originan los goles: Ángela Alvarado.
En Millonarios se hizo amigo de Henry Rojas y le dijo que se la presentara, pues era su cuñada. Rojas le ayudó a Rangel, que invitó a cenar a Ángela y fallidamente intentó besarla. “Me tocó durísimo”, cuenta hoy en día entre risas. Se enamoró, comprendió que era feliz únicamente con ella y, “como si fuera a jugar una final”, entrenó para pedirle matrimonio.
Tras la boda celebraba en Ibagué, ciudad natal de Ángela, Michael les dedica sus anotaciones a ella y a sus dos hijos. Esa sensación que la historia universal ha llamado “amor” hizo que Rangel soportara la dura cultura turca cuando militó en el Kasimpasa. Fue la que lo inspiró a ser goleador en su querido Atlético Bucaramanga, club del que partió nuevamente a Júnior, con el que conquistó la estrella el semestre pasado siendo suplente. Ahora, en América, tiene el protagonismo con los 13 tantos que ha marcado en la Liga Águila. Este jueves, antes del partido contra Santa Fe, continuó con su cábala: amarrarse primero el botín derecho, pensar en los seres importantes de su existencia y visualizar un título escarlata. Y Convirtió el segundo gol en el triunfo que tiene al América a punto de firmar un hermoso renacer.
@SebasArenas10 (sarenas@elespectador.com)
*Nota publicada en noviembre de este año
Desde niño, Michael Rangel aprendió una lección del programa Súper campeones: “El balón es tu amigo”. No se separaba de él. Antes de llegar el nuevo milenio, el pequeño Michael, junto a otros soñadores, abandonaba desde temprano su casa para salir a las calles del barrio Zapamanga, en Bucaramanga, y patear colmado de ilusión a su amigo. Regresaba a su humilde hogar, el de los Rangel Valencia, a comer y volvía a salir. El cansancio le llegaba en la noche, cuando tras una jornada de fútbol se tumbaba en la cama junto a su amada pelota. Con ella amanecía.
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Con cada nuevo día se daba cuenta de que se destacaba. Sus amigos también lo notaban y sin egoísmo lo entrenaban para que en algún momento fuera el orgullo de Zapamanga. Le tiraban centros a Michael para que él ensayara su pirueta favorita: la chilena. Rangel Valencia también jugaba en Karengo INEM, la escuela gratuita de su colegio. No podía pagar para que le potenciaran sus condiciones, porque el dinero de casa era para la comida y otras necesidades básicas. “Mis papás me ayudaban con los pasajes del bus, pero a veces no había”. En esas ocasiones debía caminar casi una hora bajo el sol santandereano para llegar a los partidos. Arribaba extenuado, pero así entraba al campo y hacía la diferencia.
Como sucede en lugares futboleros, el talento de una promesa se conoce gracias al voz a voz. Rangel, siempre delantero, anotaba goles y se destacaba en el fútbol aficionado de Santander, pese a que después de que se acabara la escuela Karengo INEM también terminaran los partidos en los que el público lo aplaudía. Con 16 años ingresó al equipo Delfines F.C., de la Primera C, y después a la selección juvenil de su departamento. Mientras su estatura y sus anotaciones se imponían en canchas de pasto y tierra, la situación económica de su hogar lo obligaba a pensar en otras actividades.
El hijo de Oriol Rangel y Eddy Valencia se mezclaba con el entorno de la cerveza, las mechas, el barro, los costales, los gritos y los borrachos. El adolescente barría canchas de tejo y juntaba algo de plata para sus transportes. También lo hacía con la venta de mangos, hasta que el directivo Alonso Lizarazo lo vio jugar en un encuentro de la selección de Santander y se lo llevó al Júnior.
En Barranquilla comenzó entrenando con la reserva, pero el entonces técnico del primer equipo, Diego Édison Umaña, lo subió al plantel profesional. Michael jugó algunos encuentros de la Copa Postobón (ahora Copa Águila) y convirtió 21 tantos con el elenco juvenil. Su crecimiento como futbolista lo combinaba con algo que ya era normal en su vida: la intranquilidad por la falta de dinero en su casa, que desde la capital del Atlántico sentía lejana. No obstante, fue responsable desde que recibió el primer sueldo.
(Alexandre Guimarães: “Quiero darle al América la identidad que hace rato no tiene”)
Rangel devengaba el mínimo de aquel tiempo: $515.000. Con eso logró darle una lavadora a su mamá, la cual pagó a cuotas. Se guardaba $200.000 para los transportes y el resto lo enviaba a Bucaramanga para ayudar al sostenimiento de sus cinco hermanos. Las oportunidades en un Júnior en el que brillaba Carlos Bacca eran pocas y él lo que necesitaba y anhelaba era acción en el rectángulo de la verdad.
En el Real Santander (ahora Real San Andrés) consiguió mantenerse a tope físicamente y cerca de su familia, lo cual le ayudó en el aspecto emocional. Luego apareció Alianza Petrolera y ahí la continuidad en el profesionalismo. En 2012 le ganó la final de la B al América, que quedó condenado a un nuevo año en la segunda categoría. “Era un América jodido”, recuerda Rangel, quien en 2013 jugó en primera división con el equipo de Barrancabermeja.
Atlético Nacional compró el pase de Michael y lo cedió a Envigado y Santa Fe, con el que fue campeón en 2014. Después de un corto paso por el club verdolaga, volvió a Bogotá, donde conoció a la persona que le genera un sentimiento tan grande como el indescriptible que originan los goles: Ángela Alvarado.
En Millonarios se hizo amigo de Henry Rojas y le dijo que se la presentara, pues era su cuñada. Rojas le ayudó a Rangel, que invitó a cenar a Ángela y fallidamente intentó besarla. “Me tocó durísimo”, cuenta hoy en día entre risas. Se enamoró, comprendió que era feliz únicamente con ella y, “como si fuera a jugar una final”, entrenó para pedirle matrimonio.
Tras la boda celebraba en Ibagué, ciudad natal de Ángela, Michael les dedica sus anotaciones a ella y a sus dos hijos. Esa sensación que la historia universal ha llamado “amor” hizo que Rangel soportara la dura cultura turca cuando militó en el Kasimpasa. Fue la que lo inspiró a ser goleador en su querido Atlético Bucaramanga, club del que partió nuevamente a Júnior, con el que conquistó la estrella el semestre pasado siendo suplente. Ahora, en América, tiene el protagonismo con los 13 tantos que ha marcado en la Liga Águila. Este jueves, antes del partido contra Santa Fe, continuó con su cábala: amarrarse primero el botín derecho, pensar en los seres importantes de su existencia y visualizar un título escarlata. Y Convirtió el segundo gol en el triunfo que tiene al América a punto de firmar un hermoso renacer.
@SebasArenas10 (sarenas@elespectador.com)
*Nota publicada en noviembre de este año