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Cuando partí hacia Cali el viernes 6 de diciembre se atravesaron en mi memoria el 27 de noviembre de 2016 y un abuelo con el que observé el partido del anhelado ascenso del América. Él, antes de ese histórico encuentro ante Deportes Quindío, me habló de las otrora hazañas de Reyes, González Aquino, Falcioni, Gareca, entre otros ídolos escarlatas. “¿Dónde estará ahora ese viejo adorable que lloraba como loco al lado de su amada esposa?”, me pregunté.
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En la mañana del sábado 7, Día de las Velitas, las camisetas rojas comenzaron a salir orgullosas a las calles de la capital vallecaucana. Las banderas hacían juego con el nerviosismo palpable en los fanáticos que viajaron desde muchos lugares de Colombia para observar una vez más a su amada “Mechita”. Según cifras entregadas a este diario por Tulio Gómez, máximo accionista de América, solamente de Bogotá llegaron cinco mil personas.
Muchos de los hinchas que arribaron a Cali experimentaron el contraste por la alegría de tener a América en una nueva final y la frustración por no conseguir entrada al estadio Pascual Guerrero. Días antes, gran parte de los simpatizantes se quejaron porque aseguraban que muchas boletas quedaron en manos de revenderores y los precios eran impagables. No obstante, la pasión roja le ganó a esa frustración.
A las dos de la tarde, dos horas antes del comienzo del compromiso de vuelta de la final entre América y Júnior, ingresé al tercer piso de la tribuna occidental de un Pascual que ya lucía prácticamente lleno. El colorado adornó cada silla, cada alma, cada ilusión. Eran 11 años americanos sin sentir ese anhelo cercano por una estrella. Además, cinco soportando las burlas de los rivales y, sobre todo, el padecimiento propio por el trasegar en la segunda división.
Los cánticos partidarios del cuadro local fueron entonados con emoción mientras la voz del estadio les pidió a los hinchas de oriental que levantaran los papeles de sus respectivas sillas para ajustar el mosaico que se desplegaría en la salida del equipo a la cancha. Luego ingresaron los futbolistas visitantes al campo a realizar el calentamiento precompetitivo. Obviamente, en medio de silbidos.
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El arquero de Júnior, el uruguayo Sebastián Viera, le hizo gestos a la hinchada americana mientras entraba en calor y las groserías, habituales en los escenarios de Suramérica, retumbaron. En el momento en el que el plantel escarlata saltó al césped a hacer los ejercicios previos al definitivo encuentro, los aplausos y las arengas se adueñaron del protagonismo de esta historia de sensaciones.
Posteriormente los jugadores retornaron a los vestuarios a ponerse el atuendo con el que afrontarían el memorable compromiso. Los minutos, eternos en los americanos que aguardaban por el pitazo de Wilmar Roldán. Al fin, la salida FIFA, los himnos, los papelitos, el humo rojo, los gritos, el “Vamos, Mechita” y los corazones empujando el pecho. La nube colorada que adornó el terreno de la verdad retrasó unos minutos el comienzo.
América se adueñó de la pelota, con el objetivo de anotar rápido para aumentar la impaciencia de un Júnior que había empatado sin goles en su casa. A mi lado izquierdo, una señora que sufrió con cada acción y entonó todas las canciones de apoyo hacia su amado rojo. Estaba junto a una niña de no más de cinco años, cuyos ojos brillaron sorprendidos al mismo tiempo que su padre, más calmado que la madre, la cuidó y le explicó la importancia del evento.
En la cancha, como durante la mayoría del semestre, Rafael Carrascal demostró lo que es ser valiente de verdad. Pidió que le dieran siempre el balón, no le dio miedo el error, quiso ser protagonista, y con su talento lo logró. Casi nunca dio un pase errado, controló la zona de recuperación y de gestación de juego. Pareció más alto que los demás por su constante cabeza arriba.
A mi derecha, un joven con una camiseta negra con el escudo del América habló con su cómplice de al lado sobre Duván Vergara. Y este extremo apareció por la banda izquierda y tiró una pelota fuerte al área que fue cabeceada por Michael Rangel. Balón en el travesaño, en la espalda de Viera y ¡goool! El Pascual vivió un grito eterno. No importó que las gargantas se estuvieran exigiendo al máximo. Las lágrimas iniciaron su tímido aparecer.
Con el segundo tanto, de Carlos Sierra, minutos después, las gotas en las mejillas se multiplicaron y la salud de la garganta ya no importó. Los abrazos se repartieron entre todos los americanos, mientras atrás mío, un hincha del Júnior, amigo de un grupo de escarlatas y con camiseta azul celeste, felicitó en paz. A cambio recibió apretones de manos y elogios por los títulos de los dos anteriores campeonatos.
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En el entretiempo, los fanáticos rojos comentaron la atajada de Neto Volpi a Teófilo Gutiérrez cuando el partido iba 1-0 y lo ovacionaron. Todo parecía tan complicado para América previo al compromiso, que lucía increíble la ventaja de dos tantos que se mantuvo en un segundo tiempo en el que los jugadores junioristas se desesperaron e intentaron buscar pelea con sus colegas americanos.
En el momento en el que Roldán tomó la pelota y señaló el centro de la cancha, las lágrimas ya eran más. La señora a mi lado abrazó a su esposo y a su hija, y no los quería soltar. El grupo de hinchas de mi derecha tampoco se quería separar y, en el momento en el que América levantó la copa del regreso a la gloria, arrancó la invasión de hinchas que mucho han sufrido por su “Mechita”. Saltaron al campo y las tribunas se quedaron casi vacías.
Salí del Pascual Guerrero y las calles fueron una extensión de él. El aguardiente, las caravanas, la espuma, los abrazos y las banderas rojas se ondearon en una noche que quedará para siempre en la memoria escarlata. Una que era de velitas, que fue de la “Mechita”, que fue un alivio para América y su gente, que después de la estrella 14 no dejaba de repetir: “La Copa Libertadores sigue siendo nuestra obsesión”.