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Al principio no había nada, luego lo hubo todo, pero faltaba el fútbol. E Inglaterra fue su cuna, lo que significó que este naciese como un deporte que privilegiaba el atleticismo, la velocidad y la fuerza. O, en las palabras que usaban los caballeros ingleses que le dieron forma en la segunda mitad del siglo XIX, las agallas y el coraje, por encima de la habilidad.
Los señoritos de Cambridge y del Eton College no soñaban con paredes ni triangulaciones. Lo suyo era el «dribbling game«, que tampoco era el juego de gambeta y conducción de George Best o Lionel Messi, sino una versión con los pies de las carreras del rugby: una expresión de potencia y supuesta hombría. El viaje del fútbol desde los salones de tazas y té, primero a los barrios y sus callejuelas, y luego en barco a Europa y América y el resto del mundo, fue un proceso de varias décadas que lo cambió todo a punta de sincretismo, arrebatándole el fútbol a los ingleses para que fuese de todos.
Y de todos es. Cada día más. No hay instante en el que alguien en algún lado no esté jugando fútbol. No importa dónde y cuándo lea usted esto. Es un juego global, de acceso inmarcesible. Casi que basta la imaginación y un pedazo de suelo para jugarlo. Quizás de ahí su éxito. Se juega al fútbol en Argentina, Kazajistán y Nueva Caledonia. O en Martinica, Austria y Mozambique. ¿Pero se juega igual en todos lados? Son las mismas reglas, los mismos objetivos: gana el que mete más goles que el rival. La pelota, cuando es pelota, es redonda y la cancha, cuando es cancha, rectangular. Y es acá donde se esconde el truco: el fútbol es un universo de posibilidades, un recipiente de potencia. ¡Se puede jugar igual en todos lados! Mientras se den un mínimo de variables, eso es cierto. Pero también lo es la frase contraria. ¡Se puede jugar distinto en todos lados! El fútbol funciona como un juego de «elige tu propia aventura». Por eso, cuando unos británicos descendieron de ese diablo de metal al que llamaban barco con un balón y unas reglas y se pusieron a jugar con los criollos del Río de La Plata, pronto ese juego cambió y fue diferente al que salió de Southampton o Portsmouth. Esa misma historia ocurrió en cada puerto y cada estación a la que llegaron.
Carlos Queiroz vio la luna por primera vez en Maputo, pero fue uno de las primeras caras de la escuela moderna de entrenadores portuguesa: siemprejóvenes, educados en la universidad y sin pasado futbolístico profesional glorioso (incluso, sin pasado profesional en lo absoluto), lo que se traducía en la aplicación de un estilo de entrenamiento y de fútbol basado en la innovación táctica y el tipo de cosas que siempre se asocian al progreso en esa área: la presión, la velocidad, el movimiento, la vigorosa solidez defensiva y el descenso de la técnica de lo expresivo a lo práctico. Desde que se anunció su llegada a la Selección Colombia, en el país se creó un discurso devenido en debate sobre la adecuación de Queiroz y su estilo al estilo y el fútbol de los jugadores colombianos. Mientras ganaba, su trabajo era laureado entre vítores por lo necesario que era que el equipo nacional adóptase el estilo del fútbol europeo. Cuando perdió, se criticó eso mismo, pues el futbolista y el fútbol colombiano era uno y querer que fuese otro (europeo) era un error. Más allá de que una u otra postura dependiese en exclusiva del resultado, siempre gárrulo, se trataba de dos caras de una misma moneda, que es la moneda que dice que en el fútbol cada cultura tiene una forma intrínseca de jugar.
¿Es cierto eso? ¿Existe un estilo eminentemente europeo y uno eminentemente sudamericano, que a su vez tiene una versión eminentemente colombiana? Una encuesta rápida a cualquier grupo al azar de personas con cierto acervo de cultura futbolera puede desvelar que existe una asociación inmediata de que lo europeo se refiere a un fútbol rápido y directo, con énfasis en el apartado atlético y la sistematización, y lo sudamericano a uno que es técnico y pausado, con pases cortos y confianza en la expresión individual. La dicotomía no deja de ser la misma que se ve en otras disciplinas.
¿Pero de dónde se origina esa narrativa? Su origen podría estar en la diferencia entre el fútbol que jugaban los ingleses y el que se jugaba en las potencias sudamericanas de primera mitad del siglo XX, sin embargo no es así. El uruguayo fue el mejor fútbol del mundo (bicampeón olímpico en 1924 y 1928, además de campeón mundial en 1930) en la época en la que la pulsión por medir las distintas formas de jugar de cada nación-cultura hizo inevitable los campeonatos internacionales de carácter global. La historia de cómo se fundó el estilo uruguayo es la siguiente: desde finales del siglo XIX, el fútbol uruguayo era una replica del inglés. Lo era tanto en lo táctico, con el 2-3-5 con la delantera en ‘M’ (Extremos, interiores y delantero centro alineados en forma ‘M’) como lo estilístico, aplicando a un jugo directo y corajudo. Con la llegada del siglo XX, aquello cambiaría. Primero por la aparición de la técnica criolla de los pies de Juan Pena, también jugador de cricket, un puntero derecho del CURCC, club antecesor de Peñarol, quien destacó por su conducción del balón que apelaba más al control de la pelota que a la potencia del desplazamiento; y segundo por la llegada a Uruguay en 1909 del centrojás (aberración criolla de center-half) escocés Juan Harley, quien cambió el sistema inglés, imponiendo la delantera en abanico o en ‘V’ (con el delantero centro retrasado y no en punta) y el estilo escocés del combination game, creando una amalgama con la recién inaugurada técnica uruguaya que había fundado Pena y la potencia y profundidad por las bandas del juego inglés.
El caso uruguayo sí habla de una diferencia con el fútbol de Inglaterra, pero no tanto con el escocés. Lo autóctono parecería estar en la técnica criolla, más artística según los recuentos que existen en la que se la compara con la de los británicos, algo que también está en las crónicas de Argentina y Brasil sobre esas primeras décadas de fútbol en el continente. No obstante, la comparación se hacía frente al fútbol británico y era un paralelo que encontraba iguales en el fútbol continental europeo. Los equipos del Danubio habían también fundado una técnica centroeuropea de carácter artístico que junto a la influencia del fútbol escocés y la creación intelectual propia dieron fruto a un estilo de juego técnico, creativo y de pases cortos que se desmarcaba del todo de los valores británicos y que encajaría más con la noción de lo sudamericano en el fútbol que expresiones brasileñas y argentinas. Del primero, cuenta Jonathan Wilson en su libro ‘La pirámide invertida’ que la observación de los brasileños de su propio fútbol en comparación con el británico es que el de estos no era lo suficiente directo: «A diferencia de la escuela británica, que pide que el balón sea llevado por los delanteros hasta la misma boca de gol, mientras que la escuela brasileña no requiere del avance colectivo de toda la delantera, sino que basta con que dos o tres jugadores salgan al ataque con el balón con velocidad devastadora para desorientar a la defensa». Para dar algo más de perspectiva, la crítica de los brasileños al juego británico era similar a la que los británicos hacían de la fuerza asociativa del juego de los centroeuropeos.
Otro origen posible de esas nociones de lo europeo y lo sudamericano en el fútbol viene dado por la aplicación de la táctica ‘WM’, una innovación táctica de 1930 en Inglaterra, con Herbert Chapman reconocido por unanimidad con la mente detrás de la misma. Con el cambio de la regla del offside de 1925, Chapman divisó que iba a necesitar un defensor extra en el campo, por lo que bajó al centromedio a la zaga. Dicho movimiento provocó también que los medios derecho e izquierdo se cerraran y los delanteros interiores retrasaran unos metros su posición, sin dejar de ser atacantes pero formando un cuadrado con los dos mediocampistas. Puestos como fichas en un tablero, uno podía deslumbrar una ‘W’ en defensa y una ‘M’ en la delantera. De ahí el nombre. Más importante, ese movimiento de piezas vino acompañado de un sistema defensivo basado en el estricto marcaje al hombre. En Europa, con matices, porque por ejemplo en Italia aceptaron el marcaje al hombre, pero siguieron jugando con el ya clásico 2-3-5, con alguna modificación en cuanto al puesto de los jugadores, la ‘WM’ fue adoptada como paradigma. En América aquello no ocurrió, al menos a gran escala. Las cabezas pensantes del juego en el continente rehusaron la conversión del centrojás en defensa, los marcajes al hombre y la rigidez general de la ‘WM’. Cuando llegó a España, Alfredo Di Stéfano dio cuenta de esas disimilitudes: «Le diré que la WM es parecida al sistema de allá, si bien con distinta «marcación». (…) Y en tanto que aquí se marca con rigidez, allá se hace más elásticamente, dejando dominar la pelota al contrario».
Sin embargo, es imposible decir que el fútbol de la década de 1950 revistiese diferencias notables entre lo que se hacía de una lado u otro del Atlántico. Uruguay ganó el Mundial del 50′ jugando en el partido final con un sistema 1-3-3-3 calcado la Suiza de Karl Rappan en 1938 y que a Sudamerica había traído Alejandro Scopelli. Brasil, el rival de ese día, perdió jugando una ‘WM’ académica. Los debates sobre si ‘WM’ sí o ‘WM’ no, que se daban en el continente europeo, también se daban en Sudamerica. Los argumentos eran parecidos y giraban alrededor de la conveniencia de un sistema hecho para aprovechar la potencia física cuando las características de los jugadores danbubianos, italianos, rioplatenses y brasileños, por nombrar cuatro puntos cardinales del juego de la época, eran otras. El resultado a lado y lado fue el surgimiento de sistemas de transición entre los sistemas clásicos, la pirámide y la ‘WM’, y los modernos, a saber el 4-2-4, el 4-3-3 sus derivados. Ese trasvase terminaría ocurriendo para la década de 1960, con una revolución global que apostaba por un paradigma táctico nuevo que desembocaría en la revolución del ‘Fútbol Total’.
Aunque esa revolución estuvo abanderada por los neerlandeses, no se trató en lo absoluto de una iniciativa única de ellos. Sobre esta, Helenio Herrera diría en marzo de 1970 que “el fútbol moderno es velocidad .Desplácese con velocidad, pase la pelota con velocidad, marque y desmárquese con velocidad, piense con velocidad». El mítico entrenador había sido el cerebro detrás de «La Grande Inter», quizás el equipo insignia de la década de los 60′s en Europa. ¿Era lo de Herrera distinto a lo que se jugaba en Sudamerica? No. De hecho, los campeones de la Copa Libertadores entre 1964 y 1970 bien podrían clasificarse como equipos parecidos en lo táctico y lo técnico al Inter de Milán, y en el caso de Independiente (1964 y 1965) y Peñarol (1966), directamente como réplicas, más allá de que los uruguayos prefiriesen el marcaje zonal al marcaje al hombre. Esta, que había sido una de las fronteras entre los estilos de uno y otro continente ya había sido erosionada del todo, salvo por el caso brasileño, que embriagados por los triunfos de su defensa zonal en 1958 y 1962, nunca aceptarían ni los marcajes al hombre ni la estructura de líbero y stopper en la defensa. Lo que sí hicieron propio los brasileños fue el cambio hacia la velocidad y el colectivismo que hacían parte íntegra de la esencia del ‘Fútbol Total’.
Brasil, con João Saldanha de entrenador, había modernizado su fútbol con base en lo visto por el seleccionador en una gira por Europa (aunque habría sido suficiente un vistazo a sus vecinos). Mario Zagallo, que lo reemplazaría en marzo del 70′ y luego campeonaría en el icónico Mundial de México, también apostó por ello. Zagallo era una ficha de la CBF, que desde la dirigencia quería impulsar una versión cientificista del fútbol de la que el ex jugador era adepto. El nuevo fútbol, que había tenido su prueba de algodón en las particulares condiciones de México, estaba basado en la velocidad, el colectivismo y la resistencia. Lo llamaron «fútbol fuerza», en contraste con un teórico «fútbol arte». La contraposición quizás tenía más que ver con si el equipo perdía o ganaba. Para Zagallo, lo que hizo en el 70′ estaba en la misma línea de lo que hizo en el 74′ y de lo que Coutinho haría en el 78′. Para la crítica, el equipo campeón era arte y los perdedores, fuerza. El que ganó era la expresión del fútbol brasileño y los que perdieron un intento burdo de copiar a los europeos. Curiosa coincidencia.
La realidad colombiana
El caso colombiano, que por su bisoñez no tuvo una identidad propia más allá de una técnica entre autóctona e importada de los gigantes del continente, otro sincretismo, no es muy distinto. Cuando obtuvimos nuestra mayoría de edad como nación de fútbol, lo hicimos tomando toda la herencia que desde Pedernera a Luis Cubillas habían dejado extranjeros en el país y descubriendo las habilidades propias de nuestros jugadores, mezclando el litoral y la montaña. El resultado fue un estilo de juego que cautivó a los colombianos con sus triunfos inéditos y que llamó la atención de los de afuera por su parecido táctico con los equipos más innovadores de Europa, con el Milan de los holandeses como referencia pero no única muestra. Para los argentinos, el estilo colombiano podía ser definido como «pachorriento» por la cantidad de pases cortos y la paciencia en la construcción, reminiscencia de como los británicos veían a los del Danubio décadas antes. Tiene sentido, después de todo, los colombianos habíamos aprendido a jugar fútbol con Pedernera y el estilo River Plate, que en Argentina recibió el mote de «Los caballeros de la angustia» por esa tendencia a coleccionar pases cortos por multitudes antes de disparar al arco, prefiriendo antes al más dinámico San Lorenzo de Almagro de Pontoni, Martino y Charro.
Así pues, el recién creado estilo colombiano era una fusión de la forma de pasarse la pelota de unos argentinos que se parecían a los centroeuropeos, con la base táctica de los uruguayos De León y Cubilla y el argentino Zubeldía, actualizada para parecerse a la del italiano Sacchi, el británico Hogdson, el sueco Eriksson y el belga Goethals, y una técnica que se parecía a la de los peruanos, por aquello de mezclar aptitudes de jugadores formados en el litoral con otros formados en los Andes. Ese «jugao», que además se consolidó con un sistema 4-2-2-2, original de Brasil, fue la base que llevó a Colombia a ser la selección que más pases por partido sumó en un campeonato del mundo, desde que se cuenta esa estadística, hasta la España campeona de 2010. Quizás los rasgos más característicos de nuestro juego, la defensa zonal en línea y la acumulación de pases cortos, tuvieron en Italia en los noventas y en España la década pasada, sus más grandes abanderados. Es decir, dos selecciones europeas.
Producto de la visibilidad que dieron los éxitos cosechados hace veinte y treinta años, y de la liberalización del mercado de transferencias de futbolistas, los jugadores colombianos hoy día tienen la oportunidad de hacer sus carreras en las ligas punteras del fútbol europeo. La debacle de la selección de Queiroz ha sido explicada por ciertos analistas a partir de la incompatibilidad entre el estilo europeo del entrenador y el colombiano. Hay entrenadores sudamericanos en Europa, pero no es con estos, o solo con estos, que los jugadores colombianos han brillado en el fútbol de allá. Es decir, que su rendimiento se ha dado en ecosistemas tácticos europeos, lo que da cuenta o de su adaptación al mismo, de la prevalencia de sus condiciones al medio o de que no existe incompatibilidad alguna de estilos, algo que entraría en consonancia con el repaso histórico de párrafos anteriores puesto que los estilos nacionales son, en realidad, una aleación de influencias de todo tipo de ambos lados del Atlántico que se transmite a los futbolistas en edad de formación a través de sus entrenadores, sus compañeros, sus ídolos y todo el compendio de vivencias que dan forma a la sensibilidad propia de cada colectivo, en fútbol, en música o lo que sea.
No es que no exista una forma de jugar, de sentir el fútbol, que sea eminentemente colombiana. Cuando James juega en el Everton, el compañero con el que mejor se entiende es con Mina, que sabe, porque jugó con un «James» desde que era un niño, o quizás el fue el «James» de su barrio, o porque vio a otros «James» por televisión, lo que quiere James cuando le pasa la pelota. Hay un lenguaje común. Pero ese estilo es quizás más una forma de expresión individual y eso último, un lenguaje común, que una forma colectiva de juego. Los lenguajes se pueden aprender y las tácticas se entrenan. Y en últimas, la frontera que importa es la del fútbol que se juega bien y el que se juega mal, que no es algo que dependa de estilos ni de tácticas, sino de valores individuales y colectivos que son universales.