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Hasta finales de los años 80, el fútbol colombiano vivía de los recuerdos de El Dorado, del empate 4-4 ante la Unión Soviética en el Mundial de Chile 62, del segundo lugar en la Copa América en 1975 y de las finales continentales del Cali y el América. El único título de selecciones lo había conseguido el equipo sub-20, en el Suramericano de 1987, en el Eje Cafetero.
Paradójicamente, en medio de esta secuencia de triunfos morales y hasta pírricos, el año 1989, que ha sido calificado como uno de los años más violentos en la historia de Colombia, fue también el de la graduación de nuestro balompié, gracias al título alcanzado por el Atlético Nacional de Medellín en la Copa Libertadores de América.
En la memoria del país todavía se recuerdan los estragos que dejó en 1989 el narcoterrorismo, con 88 bombas detonadas entre agosto y diciembre en distintas ciudades y un saldo no oficial de 218 civiles muertos. Pero en contraste, también evoca la imagen de René Higuita atajando penaltis en El Campín, la clasificación al Mundial de Italia, con Francisco Maturana como guía y Albeiro Usuriaga de goleador. Y también la única temporada en la que no hubo campeón de fútbol rentado, pues el torneo fue cancelado por el asesinato del árbitro Álvaro Ortega.
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Cada semana de ese año se registró una noticia violenta y la última de mayo no fue la excepción. El martes 30, en la mañana, un carro bomba estremeció a Bogotá y les quitó la vida a siete transeúntes en la calle 56 con carrera Séptima. Sin embargo, al otro día, el miércoles 31 de mayo, Atlético Nacional levantó la Copa Libertadores en dramática definición por penaltis ante Olimpia del Paraguay.
La lista de hechos violentos fue larga. La masacre de La Rochela, en enero; el crimen del líder de la Unión Patriótica, Teófilo Forero, en febrero; el asesinato de José Antequera, también de la UP, en marzo; el magnicidio del gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur, en julio; el homicidio del magistrado Carlos Valencia García en agosto... Ese mismo mes, los asesinatos del coronel Valdemar Franklin y del candidato presidencial Luis Carlos Galán. La bomba contra El Espectador en septiembre; otra en octubre, contra Vanguardia Liberal, en Bucaramanga. Un avión de Avianca con 107 inocentes a bordo explotado, en noviembre; y un bus bomba contra el edificio del DAS, en diciembre. Mes a mes, la mafia probó su capacidad de destrucción.
No obstante, en medio de la incertidumbre en las calles y del convulsionado ambiente político buscando fórmulas para superar la crisis, el fútbol apareció como la cortina de humo predilecta para salir de la atmósfera de miedo y aportar un desahogo popular.
En la primera ronda del torneo de clubes más importante de América, Nacional compartió grupo con Millonarios y los equipos ecuatorianos Deportivo Quito y Emelec. Verdes y azules avanzaron a octavos de final.
Nacional jugó contra Racing de Argentina, al que superó 2-0 en Medellín. En Buenos Aires cayó por el mismo marcador, pero un gol de Felipe Pérez, a los 86 minutos, les dio a los puros criollos el tiquete a cuartos, en los que su rival fue el equipo embajador, que dejó en el camino al Bolívar de Bolivia en definición de penales.
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Esa llave entre verdes y azules ha sido, probablemente, una de las más polémicas de la historia. Nacional ganó 1-0 en Medellín y consiguió un sufrido empate 1-1 en Bogotá, con gol de John Jairo Tréllez a diez minutos del final del juego, en medio del escandaloso arbitraje del chileno Hernán Silva. Ese fue el nacimiento de la histórica rivalidad entre los dos clubes más ganadores en la historia del país.
La semifinal para Nacional fue más sencilla de lo esperado. Empató 0-0 en su visita al Danubio de Uruguay y luego lo goleó 6-0 en el Atanasio Girardot, de la mano de un inspirado Albeiro Usuriaga, quien ya comenzaba a perfilarse como la estrella del momento.
El cuadro verdolaga no pudo jugar la final de la Copa Libertadores en su estadio, porque la Confederación Sudamericana de Fútbol exigió que el escenario tuviera capacidad mínima de 35.000 espectadores. Entonces, la final se jugó en Bogotá, donde los paisas fueron tan locales como en la capital antioqueña. Ante más de 40.000 personas, Nacional recibió al Olimpia de Paraguay con necesidad de remontar el 2-0 de la ida, en Asunción. Un autogol de Fidel Miño y un tanto de Usuriaga igualaron la serie, obligando a los cobros desde el punto penalti.
Esa definición paralizó al país. Millones de personas siguieron por televisión el dramático desenlace. En la primera tanda de cinco cobros fallaron uno por bando: el arquero paraguayo Ever Almeida y el capitán local Alexis García. Después, en el uno y uno, René Higuita se consagró. Por Olimpia desperdiciaron Gabriel González, Jorge Guash, Fermín Valbuena y Vidal Sanabria, mientras que por Atlético Nacional Felipe Pérez, Gildardo Gómez y Luis Carlos Perea no pudieron marcar.
Hasta que llegó el turno para el volante antioqueño Leonel Álvarez. Con el 14 a su espalda, el guerrero del mediocampo paisa dio cinco pasos, hizo un pequeño cambio de ritmo antes de patear el balón y, con una clase poco usual en él, mandó la pelota al fondo del arco norte de El Campín, para darle a Colombia, hace exactamente treinta años, el primer gran título internacional en el fútbol.
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