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Quizá fue la cercanía del estadio Maracaná lo que evitó que tuviera un contacto cercano con las drogas, las armas, y la violencia, una aproximación en primera persona con la realidad de su barrio, La Mangueira, una de las favelas más grandes de Río de Janeiro y de las más peligrosas hace algunos años, donde el sonido de las balas era algo del diario vivir, donde un silencio prolongado antecedía siempre una tragedia. Calles sin asfalto, alcantarillas desbordándose, niños haciendo fila para ser peluqueados gratis, recicladores escarbando entre lo inservible para ver qué puede volver a servir. Un lugar en el que la gente tiene claro lo que es y lo que no.
Allí nació Phillipe Coutinho, a espaldas del escenario más importante del fútbol brasileño, también en un lugar en el que la guerra de pandillas era tan popular como bailar samba. Porque eran dos los caminos: o miembro de un bando o bailarín, futbolista en el mejor de los casos cuando el talento determinaba el destino. Aprendió a jugar en una cancha de cemento, cuando los consumidores de marihuana dejaban, en medio de rejas corroídas por el tiempo, con arcos a punto de caerse, con piedras incomodando el andar.
Nunca se quejó, tampoco refutó en casa. Entendió desde niño que la libertad más hermosa era el fútbol y que la mejor forma de vivir era con un balón en los pies. Un día como todos los otros aceptó ir al Vasco da Gama, a jugar fútbol de salón, y deslumbró con su manera de proteger la pelota con su escuálida humanidad, en apariencia débil; con la cabeza levantada sin necesidad de mirar hacia abajo. Una naturaleza que aún hoy sigue manteniendo y en la que prima la intuición.
Coutinho hizo que el mundo se detuviera a su alrededor, a mirarlo, a hablar de él aunque no quisiera que lo hicieran. Jugó dos temporadas con el Vasco da Gama, con un afro similar a una peluca, juntando rivales como si tuviera un efecto magnético, para después dejarlos regados. Sin vanidad y con mucha humildad llegó al Inter de Milán en 2010 (3,5 millones de euros), con 18 años, pero la rudeza de la Serie A lo impactó como una ola gigante y terminó cedido al Espanyol, el rival de ciudad del Barcelona. Tampoco pudo figurar y por primera vez en su carrera, como reconocería luego, lo invadió una sensación de incertidumbre, unos nervios que parecían ajenos.
El Liverpool inglés le abrió las puertas en una transacción que rondó los 10 millones de euros en 2012, luego de regresar a Italia y darse cuenta de que no era su lugar en el mundo. La oportunidad de tomar un nuevo aire para el jugador, el negocio perfecto para el club que lo dejó ir por más del doble del dinero con el que lo trajo desde Brasil. La paciencia en los malos ratos se vería premiada con goles, con actuaciones destacadas y con la figuración en una de las ligas más complicadas del mundo: la inglesa. Ya no sólo jugó de punta, sino por las bandas, de extremo, es decir, de cualquier posición que tuviera como principio ir para adelante en busca del arco rival.
El Mago, como es conocido Coutinho en su país, cumplió el sueño de llegar al Barcelona, curiosamente a reemplazar a su compatriota y uno de sus mejores amigos con el que compartió proceso en las selecciones menores de su país: Neymar. Estará junto a Luis Suárez (ya jugaron juntos en Liverpool durante 18 meses), Ousmane Dembélé y Lionel Messi, conformando un letal ataque, al que arribó gracias a su ímpetu bíblico, gracias a la capacidad de hacer lo que otros no hacen, la misma que lo alejó de las drogas y la samba cuando apenas era un niño.