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Diego Armando corre en una trotadora y mientras lo hace atiende a dos periodistas, uno italiano y el otro argentino. Es la víspera de una de las semifinales del Mundial de 1990 y el mejor jugador del mundo accede a hablar antes del duelo contra los locales en Nápoles.
¿El lugar? El centro Fulvio Bernardini de Trigoria, en las afueras de la capital italiana, elegido por Carlos Bilardo para mantener alejado a su equipo. Maradona no se mide al trotar a pesar del vendaje que lleva en uno de sus tobillo, que a primera vista parece a punto de estallar por la hinchazón.
Diego y la situación no permite que el diálogo sea profundo y por eso las preguntas son del momento, de lo coyuntural, también las respuestas.
“Si yo hubiese estado como él, o cualquiera, correr sería imposible. De seguro ni me podría parar de una camilla. Pero ahí estaba Maradona, con su tobillo como una sandía, llevando a Argentina a otra final de un Mundial”. Las palabras son de Ezequiel Fernández Moores, el periodista elegido para dialogar con el 10 antes del choque con los italianos.
Quizá el verlo así, como en otros varios estados, hacen que él, como los demás argentinos, no se asombren ni se escandalicen por el Maradona que apenas puede caminar, desorientado y que habla lento, un poco torpe, nada parecido al hombre de los discursos efusivos, al jugador de palabra fuerte.
“Lo hemos visto con sobrepeso, saliendo de una casa drogado, peleando, diciendo barbaridades, animando shows de televisión, bailando, hasta rezando. Tantas facetas tiene Maradona que no es sorpresa que revele una nueva, más bien ya es una costumbre”.
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Diego, el Diego, es, acaso, el ejemplo de lo que no se debe ser como persona, tampoco como ciudadano. Sí como futbolista. Maradona ha sido víctima de él mismo, también victimario de sus acciones y sus comportamientos, de sus discursos y sus rabias, de sus comparaciones absurdas que lo ponen en primera plana de cualquier medio. “Es camaleónico. Y no cambiará”.
Hace unos meses, Maradona volvió a La Bombonera, y lo hizo con sus hijas y con su nieto. Y lo hizo como entrenador de Gimnasia y Esgrima de la Plata, club que enfrentó a Boca Juniors, el otro amor de Diego y que al final se quedó con el título de la Superliga Argentina (ganó 1-0). La hinchada, siempre agradecida, aplaudió el andar pausado del ídolo y con sus palmas lo hizo solemne.
“Gente cercana a él me dijo que iba a ser un golpe emocional fuerte, sobre todo por el lugar, por la reconciliación con su hija Giannina. Y que por eso la sedación, porque está en un estado de alta sensibilidad que lo hace llorar fácil. Y no tiene esos filtros sociales que hacen que muchos no rompamos en llanto en público. Bueno, puede que ahora ya no le importe”, agrega Fernández.
Las gentes, de fuera, se pregunta por qué no sacarlo del fútbol, por qué exponerse así y deteriorar una imagen más que dañada, o lo poco que queda esta. Y la razón es simple: “Es un remedio en su caso, aunque en otros fue su veneno. Si le quitas el fútbol de la vida será peor, pues funciona como una especie de salvavidas. Y aferrarse a eso lo contiene frente a otros males peores”.
Eduardo Galeano, escritor uruguayo, dijo una vez que Maradona era el Dios más sucio, el más humano de los dioses, un jugador pecador, pero virtuoso que obtuvo una veneración mundial. Y que por eso prevalecería sin importar su comportamiento, porque: “Los Dioses, por muy humanos que sean, no se jubilan”.
“La resistencia de Diego fue enorme. Otro mortal que hubiera vivido las cosas que vivido diego, y sus excesos, ya estaría rendido. Es un viejo guerrero y seguro, simplificando todo, el fin le llegará en una cancha de fútbol”, concluye Ezequiel con relación a un luchador que si bien fue vigoroso por dentro, por fuera denotó una gran fragilidad. Y que este miércoles, 25 de noviembre, falleció en Tigre. El resto de esta historia será un silencio.
*Este artículo fue publicado en marzo de 2020