El fútbol, la mejor terapia para superar la Guerra de las Malvinas

El 2 de abril de 2020 se cumplen 38 años desde que comenzó la disputa entre Argentina e Inglaterra por un territorio agreste en el Atlántico sur. Luis Escobedo, ex jugador de Vélez Sarsfield que estuvo en el conflicto, recordó lo que fue un enfrenamiento desigual desde antes de que se disparara la primera bala.

Camilo Amaya
01 de abril de 2020 - 10:35 p. m.
El fútbol, la mejor terapia para superar la Guerra de las Malvinas
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Quizá para Inglaterra la Guerra de las Malvinas fue una más de tantas, pero para Argentina no. Tampoco para quienes tuvieron que ir al Atlántico sur a defender una causa insostenible para cumplir el capricho de una dictadura en pleno ocaso, que vio en un conflicto bélico la manera de promover el nacionalismo y conservar el poder.

“Nosotros éramos unos pibes y no habíamos nacido para eso. Bueno, nadie lo hace, pero algunos se preparan para afrontar las guerras, otros no”. Luis Escobedo jugaba en el Club Atlético los Andes cuando se enteró en el diario Crónica, después de un partido con San Lorenzo, que su país se preparaba para enfrentar a los ingleses. El domingo 28 de marzo de 1982 leyó que su compañía, en la que había prestado servicio militar un año antes, estaba en acuartelamiento. Y se dio cuenta de que él era el único que faltaba por reportarse. Y sabiendo que lo buscarían más adelante, prefirió presentarse voluntariamente.

“Fui el lunes, me dieron ropa, un armamento que ni siquiera sabía usar, y al día siguiente nos sacaron para el aeropuerto”. No hubo tiempo de avisar en casa, a los viejos ni a los hermanos, que se enteraron cuando lo vieron pasar en un camión, que más parecía un racimo humano por la cantidad de soldados. De ahí, directo a Río Gallegos, bien al sur, y acto seguido a las Malvinas. “El viento te golpeaba la cara, el frío y la lluvia te mermaban (30 grados bajo cero). Un clima hostil. Pensamos que sería algo pasajero y que todo se solucionaría de manera diplomática, pero no”. Luis era telefonista y su misión consistía en transportar los cables de una línea de combate a otra para que hubiera comunicación, recorriendo agazapado kilómetros y kilómetros para evitar un tiro de gracia del enemigo.

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“Vivimos en pozos y cuando llovía, que era casi siempre, se inundaban. Y las armas se herrumbraban. Los ingleses desfilando y nosotros muriendo. Éramos muy inocentes en comparación con ellos, unos profesionales en el arte de la batalla”. Las horas vacías, incoloras, los gritos, el llanto, los rezos y solo un escape: una radio que sintonizaba una emisora uruguaya. Así se enteraban de los desembarcos del enemigo, de los fallecidos en el frente, de lo que realmente pasaba mientras que en el ejército y en el país todo era desinformación, todo era pura arenga, “tranquilos, que vamos ganando”, y “Argentina, a vencer”.

La muerte se volvió rutinaria, Luis extrañó las cosas simples de la vida, tuvo mucha hambre y tomó agua de charcos, porque no había líquido potable. Y se salvó tres veces de caer. La primera cuando el camión que lo llevaría a Puerto Darwin nunca salió. Al otro día se enteró de que cientos habían sido asesinados allí. La segunda cuando llegó hasta la bahía de San Carlos, a entregar un radio, y los ingleses bombardearon la zona apenas se subió al helicóptero. Y la tercera en el Town Hall, el día que entró la Cruz Roja y se suponía que no habría combates. “Lanzaron dos misiles y el segundo pasó a unos metros de nosotros, un batallón de 250 soldados. Pegó en una casa y mató a una familia de civiles”.

Escobedo apenas se pudo bañar dos veces en los 74 días que estuvo en las Malvinas, aprendió a convivir con los bombardeos de los aviones ingleses en medio de la oscuridad, en la madrugada. Sintió miedo, pero se acostumbró a ver los relámpagos de la defensa antiaérea y a sentir el olor de podredumbre de los compañeros que se descomponían en vida por una infección, por el llamado pie de trinchera. “Muchos perdieron dedos, partes de sus extremidades inferiores por el congelamiento. Cuando te cogía la gangrena era imposible contenerla”.

Luis perdió diez kilos y se aferró a la patria para hacer de la penuria algo más llevadero y soportar las malas noticias como el hundimiento del General Belgrano por un ataque de un submarino nuclear inglés. También la inminente derrota. Y se alegró cuando el 14 de junio llegó la rendición argentina en medio de una nevada, un día después del debut de la selección albiceleste frente a Bélgica (perdieron 1-0) en el Mundial de España. “No debieron jugar. Y menos siendo los campeones actuales. El país estaba en guerra”.

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Luis y su batallón fueron los últimos en abandonar la isla en el rompehielo Almirante Irizar, y cuando llegaron al continente se dieron cuenta de que la gente del sur sí había sufrido la guerra, los de arriba, en Buenos Aires, no. Y que el pueblo no sabía lo que había sucedido. Para ellos no hubo revisiones médicas, mucho menos psicológicas. Incluso un oficial presuntuoso le cobró la indumentaria que no devolvió. “Solo me quedé con la chaqueta que usé todo el tiempo y una gorra”. Pasaron dos meses para que Escobedo volviera a jugar fútbol. Y más de diez años para que hablara de lo que sufrió en Malvinas, de lo excluidos que se sintieron por su propio gobierno. “Fuimos a pelear con palos ante un oponente que tenía lo más sofisticado en armamento. Y hoy en día la pregunta prevalece: ¿por qué llevaron tantos pibes y no a militares entrenados?”.

Luis estuvo en Belgrano, Colón de Santa Fe, Vélez Sarsfield y hasta hizo parte de Santiago Wanderers, de Chile. “Eso me ayudó mucho para superar y seguir adelante, pues la pelota fue la terapia que el Estado no me dio. Sé que en los meses siguientes muchos compañeros se suicidaron (unos 450), porque no aguantaron la presión en su cabeza. ¡Y en toda la guerra fallecieron 649! Nos abandonaron a nuestra suerte y se olvidaron de que nosotros dimos nuestra vida por la patria”.

@CamiloGAmaya icamaya@elespectador.com

Por Camilo Amaya

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