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Se pronuncia “Diego” y de inmediato un aire de amistad y sencillez brota de cada letra. Se pronuncia “Maradona” y se siente el peso de decirlo, se siente esa incapacidad de saber cómo cargar con ese símbolo que sobrepasó la propia condición humana, la suya y la de todos. Se habla de Diego Maradona y nos hallamos entre el cielo y la tierra, con nuestras pretensiones de ser nuestros propios dioses y con las preguntas sobre nuestra finitud.
(“Diego Maradona me vio y me dijo que yo era un negrote”, el piropo del ’10′ a zaguero colombiano)
“Argentina surgió ahí. Diego representa parte de lo nuestro, del fútbol. Los personajes son Eva Perón, Carlos Gardel y Diego Armando Maradona”, dijo el exfutbolista Jorge D’Alessandro. Y así fue. De la figura del Mundial de México 86 surgió el otro sol en la bandera argentina. Sus goles fueron un discurso rebelde de Evita Perón, un tango de Carlos Gardel y una oda a las calles de Villa Fiorito, donde surgió como futbolista y como un hombre que añoraba representar a su país, y que tuvo la suficiente convicción y coraje para lograrlo y reconocerse como el símbolo de un nuevo amanecer, de una venganza que muchos soñaron y de una victoria que miles sueñan y pocos logran materializar con una copa bañada en oro que pesa 6,142 kilogramos.
Que muchos lo veneren al punto de crear una iglesia y otros lo señalen por sus ojos perdidos en el vacío de las drogas es lo que lo engrandece y lo mitifica. Por sus vicios y sus pecados fue más humano que nunca, y eso es lo que incómoda y lo que causa escozor. Que su vida privada haya sido pública y haya sido expuesta a los dedos condenatorios de aparentes faros morales hizo que su figura se arruinara, que muchos lo hayan dado por muerto y él haya renacido siempre, haciendo una mimesis del relato de la resurrección.
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¿Quién, por salvar su buena reputación, no se ha sacrificado ya alguna vez a sí mismo?”, se preguntaba Friedrich Nietzsche en Más allá del bien y del mal. De la cita y del libro, de ambos lugares brota Diego Maradona, que puso su pellejo a todo el ruido que hubo a su alrededor y no se dejó amedrentar por los señalamientos que eran el efecto de su causa, de su defensa por una pelota sin manchas, por sociedades más humanas y por una Argentina que fue siempre su escudo, su musa, su altar y su cruz.
“Más allá del bien y del mal”, como se titula el libro de Nietzsche y una encarnación del superhombre, idea del mismo filósofo. Así lo sugirió Jorge Valdano en el Adiós a Diego y Adiós a Maradona, texto con el que se despidió de su amigo y que salió publicado en El País, de España: “En las dos puntas (la de la cancha y la de la vida) habitó un superhombre. En la cancha porque, rodeado de jugadores normales, fue más fuerte que los árbitros, que el poder del norte, que el súper Milan de Sacchi y que la pobre historia del Nápoles. Era él contra el mundo. Y ganaba él. En el Mundial 86, donde jugó en estado de gracia, su genialidad conoció el punto más alto el día que venció a Inglaterra. Como hizo Homero con su Ulises, conviene no hacer descripciones externas y reservar para Diego los mismos calificativos que para el héroe de la Odisea: “Sagaz”, “mañoso”, “certero”, “de muchos trucos”. El fútbol de Diego estaba hecho de belleza, de creatividad, de orgullo, de hombría y, aquella tarde frente a Inglaterra, de argentinidad al palo, con proporciones parecidas de viveza y habilidad. Diego marcó un gol estratosférico y otro tramposo. Aquí está el mejor ejemplo de esa frase que aplicamos en ocasiones menos oportunas que esta: estaba por encima del bien y del mal”.
Muchas veces me he preguntado cómo llegamos a otorgarle esa condición de deidad a un ser humano. Hay un límite, que supongo nos atraviesa a todos, donde la cabeza y el corazón no son capaces de sentir esa infinitud y ese carácter omnipotente y omnisciente de los dioses. ¿Cómo logró Maradona esto? ¿Exageran quienes lo veneran? ¿Exagero por no creer el cuento? Al final no entro en un debate tan eterno como su misma figura. Creo comprender que Diego Maradona es el fútbol, que uno no se puede pensar sin el otro, que son inherentes. Y ‘Pelusa’ como el fútbol, terminó siendo muchas veces tan poderoso como para suplir los vacíos que dejan nuestros tiempos, nuestros pueblos, nuestros gobernantes.
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Habría que regresar a uno de los autores que mejor ha retratado al fútbol en la literatura. Habrá que volver siempre al lugar seguro, para muchos común, de Eduardo Galeano. En Cerrado por fútbol solucionó ese debate mundano del rol de Maradona así: “Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del fútbol. Sus devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del artista, bordado por las diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más, el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquier podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable.
Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero”.
Maradona sí trascendió al contexto de la Guerra de Las Malvinas y a la dictadura argentina, pero es hijo directo de ese momento oscuro para su país. Él fue la alegría y la esperanza que muchos no encontraron en el Estado que desapareció a muchos años antes. No mató a nadie, pero fue el grito de revancha y el puño del desahogo. Y de ahí en adelante fue preso de su destino, de su gloria, y nunca más supo salir de esa esclavitud que provocan las idolatrías y las gratitudes de hinchas fervorosos que bien señaló el escritor uruguayo. Su vida se convirtió en una ascensión constante al paraíso de los recuerdos y de la felicidad anclada a las memorias, y de un descenso doloroso para muchos al averno de los placeres humanos, a esa ignominia que vive entre nosotros, que reproducimos en pequeñas y grandes escalas, y que escandaliza cuando la visibilizan las cámaras que funcionan más con el morbo y la fortuna a costa de la destrucción del otro.
Seguramente habrá que disculparse como lo hizo Eduardo Sacheri cuando escribió en 1995 que “Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes.
Tiene muchos defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa”.
No es justificar sus oprobios con la actitud de todos nosotros. Pero sí hay una especie de artilugio que lo blinda. No es elogiar con los sesgos de la pasión sus errores, pero fue humano, tan humano que así se mostró y así se levantó. Se mostró vulnerable ante el poder, marginal y nauseabundo en medio de las mafias y los excesos, pero también sencillo e irreverente ante lo injusto y lo inverosímil.
Y sí, concuerdo con Sacheri cuando dice en la misma misiva que “la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedara ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las ínfimas traiciones tan propias de nosotros los mortales”, pero también concuerdo en que el tiempo fue y será siempre de él, y de ahí, tal vez, su lado más divino, y de ahí que Mario Benedetti haya dicho con la vara del poeta, que fue la misma con la que Diego hizo su legado, que Hoy tu tiempo es real, nadie lo inventa / Y aunque otros olviden tus festejos / Las noches sin amos quedaron lejos / Y lejos el pesar que desalienta. / Tu edad de otras edades se alimenta / No importa lo que digan los espejos / Tus ojos todavía no están viejos / Y miran, sin mirar, más de la cuenta. / Tu esperanza ya sabe su tamaño / Y por eso no habrá quien la destruya / Ya no te sentirás solo ni extraño. / Vida tuya tendrás y muerte tuya / Ha pasado otro año, y otro año / Les has ganado a tus sombras, aleluya.