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Hay tres personajes. Podrían ser cuatro o cinco, y hasta más. Pero no, todo se resume a tres, principalmente. Marino Díaz, Jhorce Gómez y Luis Fernando Muriel. El primero es un contador que trabaja en una empresa como coordinador de inventario, el segundo es licenciado en cultura física, recreación y deporte, y el tercero es el suplente con más goles en la Serie A italiana (18). Pero mucho antes, cuando los caminos no se habían bifurcado, los tres tenían la misma ilusión, vivían en el mismo mundo y casi con la misma identidad.
Marino, Jhorce y Luis Fernando coincidieron en Academia Barranquillera unos meses después de que Muriel, con 13 años, ya hablara de dejar el fútbol por una tendinitis en uno de sus glúteos y de que Campero Cervantes, por ese entonces entrenador de las divisiones menores de Júnior, no lo tuviera más en cuenta. Hubo bronca con la vida y con él mismo.
“Es duro ver a un niño decepcionado del fútbol. Se supone que es una edad en la que uno más fantasea. Y creo que es el momento perfecto para hacerlo. Para su fortuna, y la mía, apareció Álvaro Núñez y le dijo que iba a crear un equipo y que nos fuéramos con él”, recuerda Jhorce, no sin antes mencionar que el valor del traspaso de Muriel fue un disco original de Iván Villazón. En esa escuela se juntaron con Marino para no separarse más, bueno, al menos por los siguientes años y los torneos venideros.
La casa de Marino se convirtió en la casa de todos, el lugar para estar de jueves a domingo. “Donde Muriel el tráfico de cuchara no era el mejor. Y por mi lado la situación era igual, entonces allá tenían más facilidad de tenernos unos cuantos días”. Ahí fue que comenzaron a jugar dominó y a apostar al primero que llegara a las 50 pintas. Claro, el último tenía que tomarse un litro de agua… ¡caliente! También billar en el centro recreacional Las Vegas, donde los dejaban entrar siendo menores de edad. “Era prohibido ir, pero nosotros no hacíamos caso. Una vez nos encontramos de frente con Carlos Bolívar, el dueño de la escuela, y, claro, corra para que no nos viera. Pero nos persiguió con el carro y el regañón de la vida”.
Pocas veces fueron a dormir donde Muriel, en Santo Tomás. Y cuando lo hacían, lo normal era ir a bajar mangos y a pescar con un palo delgado de madera (o como le dicen en la costa matarratón) un pedacito de nailon y una carnada en la punta, y permanecer en una tensa calma hasta que la canícula sofocante obligaba a tirarse al agua. “Volvíamos todos mojosos. Por el barro del río la piel se reseca y, claro, cuando te pasan las uñas quedan unas rayas blancas. A eso le decimos mojoso. Ese día doña Eli nos pegó qué regaño”, dice Jhorce recordando aquel tiempo en el que la mamá de Luis Fernando, de mirada indagadora, era, quizás, un poco sobreprotectora.
En el hogar de Jhorce las noches fueron menos, casi que contadas, pero las hubo. Una vez, con un partido al día siguiente, se fueron a escondidas para una fiesta de 15 y se quedaron bailando hasta las 2:00 a.m. Claro, en la mañana el despertador no hizo el ruido suficiente, se levantaron tarde y cuando llegaron a la cancha todo el mundo hablaba de que el arquero, el volante y el delantero no estaban por el tremendo parrandón. Sí, hubo exageraciones. “¡No tomamos nada! Solo trasnochamos. Al final nos suspendieron por un par de encuentros”.
Juntos estuvieron en un equipo que se hizo invencible en la costa Caribe, del que todos hablaban y al que pocos le ganaban. Marino evitando los goles, Jhorce poniéndolos y Luis Fernando haciéndolos.
De todos esos encuentros y viajes a Santa Marta y Cartagena, hay uno que sobrevive en la memoria. Y no precisamente por el resultado. “Le puse un pase al vacío a Muriel y él, apenas entró al área, pisó la pelota y se cayó. Y el juez, que venía colgado, señaló penalti”. Fue tal la ira de los padres y acompañantes de Academia Crespo, el club rival, que las gentes bajaron de las gradas de madera y se abalanzaron sobre el despistado árbitro. Incluso, un hombre gordinflón, que gritaba mucho y al que se le entendía poco, trató de golpearlo. Otro no aguantó la ira, sacó un revólver y disparó al aire unas cuantas veces generando caos, confusión y temor. “La Policía tuvo que escoltarnos porque la vaina estaba caliente”. Apenas tenían 14 años.
El gordito Valenciano
En la foto se ve a un Muriel raquítico, de apariencia débil. A su lado están Jhorce y Marino. La imagen fue tomada en 2006, la última vez que jugaron juntos, cuando salieron campeones del torneo Asefal. Luis Fernando fue el segundo máximo anotador del campeonato con siete goles, uno menos que Andrés Manga Escobar. “En Academia Barranquillera cambió, se estiró mucho. Antes era pequeñito y gordito, y le decíamos Valencianito, porque no corría por la pelota, pero se la dabas en el área y, papi, sácala. De izquierda o de derecha, no importaba. Ahora que lo veo en televisión la manera de patear no ha variado mucho”. Ese mismo año Álvaro Núñez llamó a Agustín Garizábalo, veedor de Deportivo Cali, para que lo viera jugar y se diera cuenta de la evolución, de la naturalidad con la que ahora dejaba rivales regados con el balón pegado al pie y de la virtud de la paciencia en una edad en la que la mayoría cae en el pecado del afán.
- ¿Te acuerdas de Valencianito? Bueno, lo tengo conmigo. Ponle cuidado al pelao.
- Va pa’ esa.
Puede que haya sido la presión, o los nervios, pero ese día, cuando Muriel pensó que Garizábalo estaba observando con el rigor de un cirujano, no le salió una sola. Fue, quizás, el peor partido de todos. Y Luis Fernando, tan errático como los demás, se tornó nostálgico al pensar que la oportunidad se le había escapado. “El tipo no fue. Qué suerte la de él. Al otro fin de semana, sin saberlo, el man llegó, el gordo marcó tres goles y listo”. No fueron necesarias palabras en exceso, o una floritura, pues Muriel se había ganado el derecho de viajar a la capital vallecaucana.
El resto es historia. Que las pruebas en noviembre, el “nosotros te llamamos” y esa frase de cajón que lo desmoronó lentamente, paulatinamente. Sin embargo, el valor de la palabra estaba más que implícito en esta aventura y un 14 de enero Garizábalo le dio los tiquetes para viajar a Cali. “Alegría co
lectiva. Me sentí muy feliz por él. Ya más adelante la rompería allá y vendría el salto a Europa”. Jhorce intentó llegar al profesionalismo, pero a los 18 años dijo no más. Le ganó la falta de compromiso y responsabilidad con el fútbol, como él mismo lo cuenta entre silencios que, al final, dicen más que sus palabras. Marino viajó a Ecuador y estuvo en Liga de Quito ocho meses, pero se devolvió y casi que simultáneamente se retiró y se dedicó a estudiar contaduría.
Se volvieron a encontrar en 2010, con Luis Fernando ya consolidado en el club azucarero y con varias ofertas para ir a Europa. “Nos reunimos en su casa en Santo Tomás y nos soltó la bomba de que lo había comprado Udinese, pero que primero tenía que ir cedido a Granada. Al otro día viajaba, pero lo llamaron y le dieron tres más. Nos quedamos con él y nos invitó a una finca a comer sancocho, a compartir con la familia la buena nueva”. Ese recuerdo llama a otro, más reciente, el año pasado cuando Muriel, tan apegado a los suyos y a su tierra, organizó un asado con quienes compartió en su etapa de formación y jugó un partido amistoso en su finca.
“No cambia. Y puede seguir marcando muchos goles e ir a clubes más grandes, pero Luisfer no deja de ser el pelao sencillo, a veces tímido y humilde. Por eso la gente lo quiere tanto, porque cuando está en Santo Tomás es uno de ellos, muy dado a ayudar. Hace poco le escribí: ‘Gordo, te está yendo muy bien’. No me ha respondido, pero, ajá, ya lo hará porque siempre lo hace”, concluye Jhorce. Aunque no lo demuestre, porque puede que no se dé cuenta, el fútbol que expone el hoy goleador de Atalanta es el Caribe mismo, y el Caribe es su pueblo, de muchas formas, con las calles alegres y la música carnavalera, con los niños pegándole a la pelota como él lo hizo, descalzo y con los pies llenos de barro en un mundo que sigue conservando su identidad.
Por: Camilo Amaya
En Twitter: @CamiloGAmaya