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En los primeros años del siglo XX, el fútbol estaba empezando a popularizarse, y a nacionalizarse, en las orillas del Río de La Plata. Este juego importado, que divertía tanto a niños como adultos, estaba echando raíces. Fue un proceso imparable. Como el tango, el fútbol creció desde los suburbios puesto que no exigía dinero y se podía jugar en cualquier rincón: potreros, callejones, playas. Además, el útil podía improvisarse: medias viejas rellenas de trapo o papel y dos piedrecitas para simular el arco. El rodar del balón unía a nativos pobres con peones e inmigrantes y alegraba la vida de gente que nunca había pisado una escuela.
Por esos días en el que este deporte estaba ganando adeptos, nació en Buenos Aires el 15 de mayo de 1901 Luis Felipe Monti. Creció pateando medias rellenas de trapo, potenciando su técnica, sus gambetas. Siempre fue reconocido como un jugador aplicado, con buen pie para pasar el balón y por su gran despliegue físico: portentoso, robusto. Gracias a ello se ganó el apodo de ‘Doble Ancho’. Así fue conocido hasta el final de sus días. Con tan solo 20 años ya se destacaba en el fútbol local, en su temporada de debut se coronó campeón con Huracán, el primero de los cuatro títulos del ‘Globo’ en el amateurismo.
Posteriormente, tuvo un paso fugaz por Boca Juniors en 1922, pero una lesión no le permitió demostrar todas sus condiciones. Tanto así, que no pudo debutar con el equipo ‘Xeneize’. Bienvenida y adiós. Ese mismo año fue transferido a San Lorenzo, equipo en el que se convirtió en un emblema. Con el ciclón ganó los títulos de 1923, 1924 y 1927. Además, fue un jugador fundamental para un invicto histórico de 47 partidos, que duró 20 meses. Esas actuaciones hicieron que la selección de Argentina lo convocara. Debutó con la albiceleste en 1924 y en 1927 se coronó campeón de América, el tercer título que lograban en el suramericano. (Lea también en El deporte y su historia: Jackie Robinson, el jugador que acabó con la segregación racial en las Grandes Ligas)
En 1928 disputó la final de los Juegos Olímpicos de Ámsterdam. Un partido que acrecentó la rivalidad del Río de La Plata entre Uruguay y Argentina. Primó el juego fuerte: pisotones, codazos iban y venían sin tregua alguna. El marcador fue a favor de los celestes por 2-1. Roberto Figueroa y Héctor Scarone marcaron por los uruguayos, mientras que Luis Monti lo hizo por los argentinos. Ese encuentro quebró con cualquier pedazo de simpatía que quedaba entre ambos bandos. Ni el propio Carlos Gardel, quien intentó reunirlos en París (Francia), días después de la final de las justas, para que se congraciaran, pudo aminorar las asperezas.
Gracias al triunfo celeste en los Juegos Olímpicos de París 1924 y de Ámsterdam 1928, Uruguay fue elegida por encima de España, Italia, Suecia y Holanda para ser la primera sede del Mundial de Fútbol, evento creado por la Fifa para reunir a las mejores selecciones. Por Europa participaron: Francia, Rumania, Yugoslavia, Bélgica; Por Suramérica, además del local, estuvieron: Argentina, Chile, Brasil, Perú, Bolivia y Paraguay. Mientras que por la Concacaf participaron Estados Unidos y México. El mundo no le prestó mucha atención al evento puesto que en ese momento estaba centrado en varias disyuntivas: un terremoto en el sur de Italia acabó con la vida de 1.500 napolitanos; Los ingleses metían preso a Mahatma Gandhi, quien exigía la independencia de la India, mientras que en Estados Unidos muchos estaban noqueados por los golpes de la crisis del 29.
El camino de Argentina arrancó con un triunfo contra Francia. Luis Monti se encargó de marcar el gol de la victoria de tiro libre. Posteriormente, vencieron 6-3 a México y 3-1 a Chile. En semifinales aplastaron a Estados Unidos 6-1 y en ese marcador volvió a aparecer Monti. Nuevamente una final contra Uruguay. Aún estaban prendidas las llamas de Ámsterdam. Tanto así que pasó a un nivel extra futbolístico: a los argentinos no los dejaron dormir días antes del encuentro decisivo y Monti, por su parte, recibió una carta que lo amenazaba de muerte junto a su familia si Argentina llegaba a ganar el compromiso.
“Ellos nos ganaron por ser más guapos y más vivos, no por ser mejores jugadores”, afirmó en una entrevista años más tarde, Francisco Antonio Varallo. “El entrenador no tenía ninguna decisión. Aquel fue un partido muy duro, que nos ganaron con prepotencia. Lo peor es que algunos compañeros aflojaron, asustados por el ambiente. Esa final no la podíamos ganar de ninguna manera”, añadió. El fútbol de Monti en ese juego se vio mermado, pensando en su vida y la de su familia, apenas logró demostrar lo que realmente era: si un uruguayo se caía, él lo levantaba y por momentos esquivaba el balón. Su ímpetu apenas se notó. Al final, Uruguay ganó 4-2.
Su paso a Italia
“Tuve mucho miedo cuando jugué ese partido porque me amenazaron con matarme a mí y a mi madre. Estaba tan aterrado que ni pensé que estaba jugando al fútbol. Lamentablemente perjudiqué a mis compañeros”, narró, años después, Monti. Después de la final, el volante se convirtió en la víctima preferida del periodismo. Para todos, había sido el gran responsable de la derrota. “Todos los argentinos me habían hecho sentir una porquería, un gusano, tildándome de cobarde y echándome la culpa. De pronto me encontré con dos personas que venían del extranjero a ofrecerme una fortuna por jugar fútbol”, resaltó el jugador.
Eran dos representantes de la Juventus de Turín, llegaron a Buenos Aires dispuestos a llevarse al mediocampista. No obstante, su pase tuvo que esperar casi un año. Con unos kilos de más llegó a Italia, pero como siempre fue conocido como un jugador entregado a su profesión, rápidamente se puso en forma. Ya no era el mismo de los años 20, que se le veía en todos los sectores del campo. Ahora era un jugador más pausado. Se convirtió en un futbolista clave para una etapa llena de éxitos para la ‘Vecchia Signora’, en la que ganó cuatro títulos (de 1932 a 1935). Además de la Copa de Italia en 1938. Ese buen momento llevó a la selección de Italia a interesarse en él y empezarlo a convocar continuamente para hacer parte del combinado que iba a ser local del Mundial de 1934.
Para esa época la Fifa exigía a un jugador que deseara jugar con otro país, por lo menos tres años de residencia y un periodo similar después de haber defendido por última vez a su anterior equipo nacional. Monti no cumplía con esos requisitos, en julio de 1931 estaba jugando aún con la selección de Argentina. La federación internacional se hizo la ciega ante esta situación, al igual que lo hizo con el argentino Enrique Guaita y el brasileño Amphiloquio Marques, quienes también estaban representando a la ‘azzurra’.
Monti debutó con Italia en 1932 y fue incluido en el plantel para afrontar las clasificatorias al Mundial (es el único equipo local que ha tenido que jugar una eliminatoria para disputar el campeonato que organizan, según lo dio a conocer Luciano Wernicke en su libro Historia de los Mundiales). Tras superar a Grecia, la azzurra clasificó a su evento en 1934, el que era también el de Mussolini. Una gran operación de propaganda para demostrar el poderío fascismo. Y tenía que ganarlo sí o sí la selección de Italia.
El mundo estaba cerca de vivir un cambio importante en su historia. Y los vientos empezaban a soplar desde Alemania donde Adolfo Hitler se consagraba Führer del Tercer Reich y promulgaba la ley en defensa de la raza aria, que obligaba a esterilizar a los enfermos hereditarios y a los criminales. Al otro lado del planeta, en Louisiana la policía acribillaba a balazos a la pareja de mafiosos Bonnie and Clyde, mientras que, en Nicaragua, Augusto Sandino, que había vencido a los marines durante un intento de ocupación de Estados Unidos, era asesinado y Anastasio Somoza iniciaba su dinastía.
Los carteles del campeonato mostraban un hércules que hacía el saludo fascista con un balón a sus pies. Y como era un campeonato para ‘Il Duce’, días antes del torneo, Mussolini se reunió con el entrenador italiano, Vittorio Pozzo, y el plantel en una cena para dejarlo claro. Solo tenía unas palabras hacia el entrenador: “Usted es el único responsable del éxito. Pero que Dios lo ayude si llega a fracasar”, le dijo fríamente. Así mismo se dirigió a los jugadores: “ganan o shhh”, les dijo mientras se pasaba el dedo índice por el cuello. Así lo narra Wernicke, en el libro Historia de los Mundiales. Una orden de ‘Il Duce’. No había espacio para los fracasos, el único resultado que valía para la selección de Italia era la victoria. Si no, la muerte sería la represaría.
En ese seleccionado italiano sobresalían las figuras de Giuseppe Meazza, Angelo Schiavio, Attilio Ferraris, Enrique Guaita, Raimundo Orsi y Luis Monti. El camino arranco de buena manera: goleada frente a Estados Unidos 7-1 en los octavos de final. Una fase más adelante, contra España, vivieron una pesadilla grande, puesto que empataron 1-1. En ese tiempo aún no existía la definición desde el punto penal, así que fue necesario un segundo juego. En el que ganaron 1-0. “Menos mal que ganamos ese partido. Mejor dicho, ganó Monti. Les pegó a todos, creo que hasta al seleccionador español. Para colmo, el árbitro no vio nada en el gol de Meazza, que había hecho una falta grande como una casa, y los españoles lo querían matar. Pero eligió bien. Si lo anulaba lo iban a matar los italianos”, recordó Orsi tiempo después.
En semifinales enfrentaron a Austria a la que vencieron 1-0. Una nueva final para Monti, la primera en la historia para Italia. Previo al compromiso definitivo frente a Checoslovaquia nuevamente apareció Mussolini. Su mensaje fue claro: “Si los checos son correctos, nosotros lo seremos. Pero si nos quieren ganar de prepotentes, el italiano debe dar el golpe y el adversario, caer. Buena suerte y no se olviden de mi promesa”. Silencio sepulcral. Las palabras de ‘Il Duce’ venían acompañadas de un telegrama que decía: Victoria o muerte.
El partido fue cerrado. Recién a los 71 minutos Antonín Puc marcó el primer gol del encuentro a favor de los checos. Orsi igualó el marcador 15 minutos después. En tiempo extra Angelo Schiavio anotó el gol del triunfo y de la vida para los jugadores italianos. Título para Italia, para Mussolini y por fin, Monti alzaba la copa Jules Rimet. Fue un momento con un sinfín de emociones. Tocó el cielo con las manos lejos de su casa, lejos de Argentina. Después de coronarse campeón, terminó su etapa como jugador meses después de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Intentó continuar ligado al fútbol como entrenador, pero su experiencia con Triestina, Varese, Atalanta, Vigevano y con la Juventus no fue la mejor.
Una vez finalizó su etapa como técnico, pasó los últimos años de su vida arrinconado por la gran figura que lo precedió, hasta los 82, cuando falleció de un paro cardíaco, el 9 de septiembre de 1983. Referente, brillante. El primer jugador de exportación que tuvo Argentina en su historia y que jugó con la muerte en los dos mundiales en los que estuvo: en Uruguay, si ganaba y en Italia, si perdía.
jdelahoz@elespectador.com