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                                                                                                                                René Houseman y la trampa del fútbol

                                                                                                                                La muerte de René Orlando Houseman ha enlutado al fútbol mundial. Jugó dos copas del mundo, siendo campeón en la del 78. Su gran gesta la escribió en el Huracán de 1973 que dirigió César Luis Menotti, quien dijo alguna vez que era una mezcla entre Garrincha y Maradona. Acá, un breve perfil de un hombre que vivió por y para su gente.

                                                                                                                                FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

                                                                                                                                René Orlando Houseman con la camiseta de la Selección Argentina, en la Copa del Mundo de 1978. / Agencias
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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Houseman era un peligro para el éxito de los equipos grandes en Argentina. Houseman era un peligro para una sociedad, o para un sistema, que no podía permitir que alguien se reflejara en su espejo, pues para esa sociedad, para ese sistema, el ejemplo a seguir debía ser el hombre de éxito, de cuentas bancarias repletas, de autos lujosos y apartamentos último modelo, un hombre que hiciera circular el dinero y no se quebrara por sensiblerías como los recuerdos de infancia en una villa miseria o el interés por ganar un partido a puro juego limpio. Houseman era un peligro porque la sensibilidad era un peligro, porque la honestidad era un peligro. Con él, una vez más, la trampa se hizo dogma, y la trampa fue, por ejemplo, a veces no pagarle con cualquier excusa justificada en cualquier artículo de cualquier ley. Y la trampa fue, por ejemplo, filtrar informaciones sobre su estado de alcoholismo para que los periodistas dijeran y escribieran lo que a los tramposos les convenía.

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                                                                                                                                Y había un tipo que sólo sabía ser feliz en su villa y con su gente y con una pelota, un tipo del que César Luis Menotti dijo alguna vez, era una mezcla de Maradona y Garrincha. Un tipo que, cuando se ponía a recordar, charlaba sobre las viejas trampas del fútbol y los códigos de honor que se habían perdido, y entonces evocaba a Carlos Alberto, un negro que había jugado en América de Río y fue contratado por Fluminense en 1914 para que con sus goles quebrara una larga racha de derrotas en el campeonato brasileño. Antes de jugar se echaba polvo de arroz para que nadie sospechara de su negritud. Un domingo, sin embargo, la lluvia lo destiñó. Fue señalado e insultado por la tribuna rival, pero Fluminense ganó ese día y, por el triunfo, el polvo de arroz pasó a ser una tradición entre los futbolistas y los hinchas, por años y decenas de años, hasta el siglo XXI.

                                                                                                                                Nadie habló de trampa. Nadie podía haber hablado de trampa. Carlos Alberto se convirtió en una especie de liberador del fútbol. Glorificado, inmortalizado, su inocente truco sirvió para comenzar a romper los muros del racismo. Jugó y lucho y jugó. Había sido educado dentro de los códigos de la honestidad en tiempos en los que la historia del primer Corinthian FC, inglés, se repetía como una letanía en el mundo del fútbol. Como escribió Ezequiel Fernández Moores en La Nación de Buenos Aires, “Corinthian FC rechazaba los penales, a favor o en contra, porque consideraba que ponían en duda la ‘honestidad’ del fútbol. Y, si un jugador rival se lesionaba, sacaba a uno de los suyos. Bandera del ‘fair play’, Corinthian, con su juego de ataque y pases cortos, era además un gran equipo. En 1884 goleó 8-3 a Blackburn Rovers, entonces campeón de la FA, y en 1904 propinó a Manchester United la paliza aún hoy más humillante de su historia (11-3)”.

                                                                                                                                Luego aparecieron los contratos, las presiones, los políticos, los salvadores del mundo, las marcas, la multiplicación de la ley de la oferta y la demanda, los nacionalismos, creer que el triunfo de unos pocos era el triunfo de muchos y la comprobación de una superioridad. Corinthian FC sucumbió ante ese nuevo mundo. Se jugaba, decían sus directivos, por placer, no por dinero. Antes de que el club explotara salió de gira por Brasil para jugar como se debía jugar al fútbol, para afirmar con una pelota en los pies que la época victoriana no había terminado. Cuando lo vieron, cinco pintores de casa y zapateros decidieron crear al equipo del pueblo: Corinthians. Sin embargo, el viejo espíritu amateur se había disuelto, y algunos que jugaban sólo por placer, como Fry, el capitán de Corinthian FC, acabaron corriendo desnudos por las calles de Brighton o proclamándose reyes de Albania.

                                                                                                                                El mundo empezaba a verlos como el pasado que ya nunca volvería, o como unos locos. El juego empezaba a dejar de ser un juego. El fútbol, sobre todo el fútbol, dejaba de ser aquel para transformarse en nación, raza, dinero, poder, patria.

                                                                                                                                 

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Houseman era un peligro para el éxito de los equipos grandes en Argentina. Houseman era un peligro para una sociedad, o para un sistema, que no podía permitir que alguien se reflejara en su espejo, pues para esa sociedad, para ese sistema, el ejemplo a seguir debía ser el hombre de éxito, de cuentas bancarias repletas, de autos lujosos y apartamentos último modelo, un hombre que hiciera circular el dinero y no se quebrara por sensiblerías como los recuerdos de infancia en una villa miseria o el interés por ganar un partido a puro juego limpio. Houseman era un peligro porque la sensibilidad era un peligro, porque la honestidad era un peligro. Con él, una vez más, la trampa se hizo dogma, y la trampa fue, por ejemplo, a veces no pagarle con cualquier excusa justificada en cualquier artículo de cualquier ley. Y la trampa fue, por ejemplo, filtrar informaciones sobre su estado de alcoholismo para que los periodistas dijeran y escribieran lo que a los tramposos les convenía.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Y había un tipo que sólo sabía ser feliz en su villa y con su gente y con una pelota, un tipo del que César Luis Menotti dijo alguna vez, era una mezcla de Maradona y Garrincha. Un tipo que, cuando se ponía a recordar, charlaba sobre las viejas trampas del fútbol y los códigos de honor que se habían perdido, y entonces evocaba a Carlos Alberto, un negro que había jugado en América de Río y fue contratado por Fluminense en 1914 para que con sus goles quebrara una larga racha de derrotas en el campeonato brasileño. Antes de jugar se echaba polvo de arroz para que nadie sospechara de su negritud. Un domingo, sin embargo, la lluvia lo destiñó. Fue señalado e insultado por la tribuna rival, pero Fluminense ganó ese día y, por el triunfo, el polvo de arroz pasó a ser una tradición entre los futbolistas y los hinchas, por años y decenas de años, hasta el siglo XXI.

                                                                                                                                Nadie habló de trampa. Nadie podía haber hablado de trampa. Carlos Alberto se convirtió en una especie de liberador del fútbol. Glorificado, inmortalizado, su inocente truco sirvió para comenzar a romper los muros del racismo. Jugó y lucho y jugó. Había sido educado dentro de los códigos de la honestidad en tiempos en los que la historia del primer Corinthian FC, inglés, se repetía como una letanía en el mundo del fútbol. Como escribió Ezequiel Fernández Moores en La Nación de Buenos Aires, “Corinthian FC rechazaba los penales, a favor o en contra, porque consideraba que ponían en duda la ‘honestidad’ del fútbol. Y, si un jugador rival se lesionaba, sacaba a uno de los suyos. Bandera del ‘fair play’, Corinthian, con su juego de ataque y pases cortos, era además un gran equipo. En 1884 goleó 8-3 a Blackburn Rovers, entonces campeón de la FA, y en 1904 propinó a Manchester United la paliza aún hoy más humillante de su historia (11-3)”.

                                                                                                                                Luego aparecieron los contratos, las presiones, los políticos, los salvadores del mundo, las marcas, la multiplicación de la ley de la oferta y la demanda, los nacionalismos, creer que el triunfo de unos pocos era el triunfo de muchos y la comprobación de una superioridad. Corinthian FC sucumbió ante ese nuevo mundo. Se jugaba, decían sus directivos, por placer, no por dinero. Antes de que el club explotara salió de gira por Brasil para jugar como se debía jugar al fútbol, para afirmar con una pelota en los pies que la época victoriana no había terminado. Cuando lo vieron, cinco pintores de casa y zapateros decidieron crear al equipo del pueblo: Corinthians. Sin embargo, el viejo espíritu amateur se había disuelto, y algunos que jugaban sólo por placer, como Fry, el capitán de Corinthian FC, acabaron corriendo desnudos por las calles de Brighton o proclamándose reyes de Albania.

                                                                                                                                El mundo empezaba a verlos como el pasado que ya nunca volvería, o como unos locos. El juego empezaba a dejar de ser un juego. El fútbol, sobre todo el fútbol, dejaba de ser aquel para transformarse en nación, raza, dinero, poder, patria.

                                                                                                                                 

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                                                                                                                                Ver todas las noticias
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