René Houseman y la trampa del fútbol
La muerte de René Orlando Houseman ha enlutado al fútbol mundial. Jugó dos copas del mundo, siendo campeón en la del 78. Su gran gesta la escribió en el Huracán de 1973 que dirigió César Luis Menotti, quien dijo alguna vez que era una mezcla entre Garrincha y Maradona. Acá, un breve perfil de un hombre que vivió por y para su gente.
FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
Houseman jugaba, sólo eso. Jugaba como lo había aprendido en los barrios bajos de Buenos Aires, con sus amigos y alguno que otro enemigo que le tenía declarada la guerra. En la cancha, que era potrero, saldaban cuentas pendientes, pero la lucha era por el balón, siempre por el balón. Sin patadas ni puñetazos ni artimañas. Esos eran los códigos de su barrio. Por eso lloró, desconsolado, unos años más tarde, en junio de 1978, una tarde noche en la que se escapó de la concentración de la Selección Argentina para mitigar la presión de la Copa del Mundo con sus viejos amigos del Bajo Belgrano, y no los encontró. No encontró ni a sus amigos ni a sus enemigos ni su casa. La dictadura de Videla y Compañía había limpiado las villas miseria para que el mundo viera sólo el lado brillante de la Argentina. A sus vecinos, y a su familia, incluso, los alojaron en una guarnición militar mientras se disputaba la Copa y se devolvía la prensa internacional. Houseman no lo sabía.
Esa noche, como muchas otras, se emborrachó con quien se encontró, mientras el cuerpo técnico de la Selección de César Menotti lo buscaba. Cuando lo hallaron, Houseman balbuceaba y lloraba y peleaba. Luego recordó que le dijeron que la patria dependía de él, y volvió a concentrarse. La vida siguió. El fútbol siguió. Él jugó la final de la Copa y fue campeón del mundo, y algunos años más tarde supo lo que había ocurrido. Comprendió que las mafias y las trampas eran mucho más grandes y poderosas que aquellas que él había conocido en sus primeros años como futbolista profesional, cuando jugaba con la franela de Huracán y sus rivales se turnaban para hacerlo caer en el alcohol, por ejemplo, o para recordarle a su madre o a sus miserables amigos de la villa miseria. Tenían una especie de manual para provocarlo, pues no eran capaces de detenerlo por las buenas. El manual contenía todas las argucias imaginables, desde el insulto hasta la agresión física. Houseman era un peligro para la vanidad de los defensas.
Houseman era un peligro para el éxito de los equipos grandes en Argentina. Houseman era un peligro para una sociedad, o para un sistema, que no podía permitir que alguien se reflejara en su espejo, pues para esa sociedad, para ese sistema, el ejemplo a seguir debía ser el hombre de éxito, de cuentas bancarias repletas, de autos lujosos y apartamentos último modelo, un hombre que hiciera circular el dinero y no se quebrara por sensiblerías como los recuerdos de infancia en una villa miseria o el interés por ganar un partido a puro juego limpio. Houseman era un peligro porque la sensibilidad era un peligro, porque la honestidad era un peligro. Con él, una vez más, la trampa se hizo dogma, y la trampa fue, por ejemplo, a veces no pagarle con cualquier excusa justificada en cualquier artículo de cualquier ley. Y la trampa fue, por ejemplo, filtrar informaciones sobre su estado de alcoholismo para que los periodistas dijeran y escribieran lo que a los tramposos les convenía.
Y la trampa fue, por ejemplo, ponerlo a jugar a las doce del día en pleno verano, o sentarlo en un vestuario con calefacciones ardiendo. La trampa fue amilanarlo, arrinconarlo, llevarlo a los extremos, obligarlo al whisky. Y la trampa fue en la cancha chuzarlo con alfileres y untarle cremas de menta en los ojos, pellizcarlo, golpearlo por detrás, escupirlo. Contra él, todo valía, hasta que lo quebraron por dentro y comenzó a deambular por River, Colo Colo, Independiente, y se retiró del fútbol en un partido con su amado Excursionistas, de donde lo habían rechazado a los 15 años pues era, dijeron en voz baja, de una extracción muy humilde. En diez años, Houseman había vivido como cincuenta, y luego de su retiro, cuando algún fotógrafo lo captó en su Bajo Belgrano, parecía de 80. Que seguía en el alcohol, afirmaron. Que el cigarrillo lo estaba matando, murmuraron. Había cigarrillos. Había alcohol. Había tristeza. Había desolación, una pensión mísera de la AFA (Asociación del Fútbol Argentino) por la Copa del 78, y dolor.
Y había un tipo que sólo sabía ser feliz en su villa y con su gente y con una pelota, un tipo del que César Luis Menotti dijo alguna vez, era una mezcla de Maradona y Garrincha. Un tipo que, cuando se ponía a recordar, charlaba sobre las viejas trampas del fútbol y los códigos de honor que se habían perdido, y entonces evocaba a Carlos Alberto, un negro que había jugado en América de Río y fue contratado por Fluminense en 1914 para que con sus goles quebrara una larga racha de derrotas en el campeonato brasileño. Antes de jugar se echaba polvo de arroz para que nadie sospechara de su negritud. Un domingo, sin embargo, la lluvia lo destiñó. Fue señalado e insultado por la tribuna rival, pero Fluminense ganó ese día y, por el triunfo, el polvo de arroz pasó a ser una tradición entre los futbolistas y los hinchas, por años y decenas de años, hasta el siglo XXI.
Nadie habló de trampa. Nadie podía haber hablado de trampa. Carlos Alberto se convirtió en una especie de liberador del fútbol. Glorificado, inmortalizado, su inocente truco sirvió para comenzar a romper los muros del racismo. Jugó y lucho y jugó. Había sido educado dentro de los códigos de la honestidad en tiempos en los que la historia del primer Corinthian FC, inglés, se repetía como una letanía en el mundo del fútbol. Como escribió Ezequiel Fernández Moores en La Nación de Buenos Aires, “Corinthian FC rechazaba los penales, a favor o en contra, porque consideraba que ponían en duda la ‘honestidad’ del fútbol. Y, si un jugador rival se lesionaba, sacaba a uno de los suyos. Bandera del ‘fair play’, Corinthian, con su juego de ataque y pases cortos, era además un gran equipo. En 1884 goleó 8-3 a Blackburn Rovers, entonces campeón de la FA, y en 1904 propinó a Manchester United la paliza aún hoy más humillante de su historia (11-3)”.
Luego aparecieron los contratos, las presiones, los políticos, los salvadores del mundo, las marcas, la multiplicación de la ley de la oferta y la demanda, los nacionalismos, creer que el triunfo de unos pocos era el triunfo de muchos y la comprobación de una superioridad. Corinthian FC sucumbió ante ese nuevo mundo. Se jugaba, decían sus directivos, por placer, no por dinero. Antes de que el club explotara salió de gira por Brasil para jugar como se debía jugar al fútbol, para afirmar con una pelota en los pies que la época victoriana no había terminado. Cuando lo vieron, cinco pintores de casa y zapateros decidieron crear al equipo del pueblo: Corinthians. Sin embargo, el viejo espíritu amateur se había disuelto, y algunos que jugaban sólo por placer, como Fry, el capitán de Corinthian FC, acabaron corriendo desnudos por las calles de Brighton o proclamándose reyes de Albania.
El mundo empezaba a verlos como el pasado que ya nunca volvería, o como unos locos. El juego empezaba a dejar de ser un juego. El fútbol, sobre todo el fútbol, dejaba de ser aquel para transformarse en nación, raza, dinero, poder, patria.
Houseman jugaba, sólo eso. Jugaba como lo había aprendido en los barrios bajos de Buenos Aires, con sus amigos y alguno que otro enemigo que le tenía declarada la guerra. En la cancha, que era potrero, saldaban cuentas pendientes, pero la lucha era por el balón, siempre por el balón. Sin patadas ni puñetazos ni artimañas. Esos eran los códigos de su barrio. Por eso lloró, desconsolado, unos años más tarde, en junio de 1978, una tarde noche en la que se escapó de la concentración de la Selección Argentina para mitigar la presión de la Copa del Mundo con sus viejos amigos del Bajo Belgrano, y no los encontró. No encontró ni a sus amigos ni a sus enemigos ni su casa. La dictadura de Videla y Compañía había limpiado las villas miseria para que el mundo viera sólo el lado brillante de la Argentina. A sus vecinos, y a su familia, incluso, los alojaron en una guarnición militar mientras se disputaba la Copa y se devolvía la prensa internacional. Houseman no lo sabía.
Esa noche, como muchas otras, se emborrachó con quien se encontró, mientras el cuerpo técnico de la Selección de César Menotti lo buscaba. Cuando lo hallaron, Houseman balbuceaba y lloraba y peleaba. Luego recordó que le dijeron que la patria dependía de él, y volvió a concentrarse. La vida siguió. El fútbol siguió. Él jugó la final de la Copa y fue campeón del mundo, y algunos años más tarde supo lo que había ocurrido. Comprendió que las mafias y las trampas eran mucho más grandes y poderosas que aquellas que él había conocido en sus primeros años como futbolista profesional, cuando jugaba con la franela de Huracán y sus rivales se turnaban para hacerlo caer en el alcohol, por ejemplo, o para recordarle a su madre o a sus miserables amigos de la villa miseria. Tenían una especie de manual para provocarlo, pues no eran capaces de detenerlo por las buenas. El manual contenía todas las argucias imaginables, desde el insulto hasta la agresión física. Houseman era un peligro para la vanidad de los defensas.
Houseman era un peligro para el éxito de los equipos grandes en Argentina. Houseman era un peligro para una sociedad, o para un sistema, que no podía permitir que alguien se reflejara en su espejo, pues para esa sociedad, para ese sistema, el ejemplo a seguir debía ser el hombre de éxito, de cuentas bancarias repletas, de autos lujosos y apartamentos último modelo, un hombre que hiciera circular el dinero y no se quebrara por sensiblerías como los recuerdos de infancia en una villa miseria o el interés por ganar un partido a puro juego limpio. Houseman era un peligro porque la sensibilidad era un peligro, porque la honestidad era un peligro. Con él, una vez más, la trampa se hizo dogma, y la trampa fue, por ejemplo, a veces no pagarle con cualquier excusa justificada en cualquier artículo de cualquier ley. Y la trampa fue, por ejemplo, filtrar informaciones sobre su estado de alcoholismo para que los periodistas dijeran y escribieran lo que a los tramposos les convenía.
Y la trampa fue, por ejemplo, ponerlo a jugar a las doce del día en pleno verano, o sentarlo en un vestuario con calefacciones ardiendo. La trampa fue amilanarlo, arrinconarlo, llevarlo a los extremos, obligarlo al whisky. Y la trampa fue en la cancha chuzarlo con alfileres y untarle cremas de menta en los ojos, pellizcarlo, golpearlo por detrás, escupirlo. Contra él, todo valía, hasta que lo quebraron por dentro y comenzó a deambular por River, Colo Colo, Independiente, y se retiró del fútbol en un partido con su amado Excursionistas, de donde lo habían rechazado a los 15 años pues era, dijeron en voz baja, de una extracción muy humilde. En diez años, Houseman había vivido como cincuenta, y luego de su retiro, cuando algún fotógrafo lo captó en su Bajo Belgrano, parecía de 80. Que seguía en el alcohol, afirmaron. Que el cigarrillo lo estaba matando, murmuraron. Había cigarrillos. Había alcohol. Había tristeza. Había desolación, una pensión mísera de la AFA (Asociación del Fútbol Argentino) por la Copa del 78, y dolor.
Y había un tipo que sólo sabía ser feliz en su villa y con su gente y con una pelota, un tipo del que César Luis Menotti dijo alguna vez, era una mezcla de Maradona y Garrincha. Un tipo que, cuando se ponía a recordar, charlaba sobre las viejas trampas del fútbol y los códigos de honor que se habían perdido, y entonces evocaba a Carlos Alberto, un negro que había jugado en América de Río y fue contratado por Fluminense en 1914 para que con sus goles quebrara una larga racha de derrotas en el campeonato brasileño. Antes de jugar se echaba polvo de arroz para que nadie sospechara de su negritud. Un domingo, sin embargo, la lluvia lo destiñó. Fue señalado e insultado por la tribuna rival, pero Fluminense ganó ese día y, por el triunfo, el polvo de arroz pasó a ser una tradición entre los futbolistas y los hinchas, por años y decenas de años, hasta el siglo XXI.
Nadie habló de trampa. Nadie podía haber hablado de trampa. Carlos Alberto se convirtió en una especie de liberador del fútbol. Glorificado, inmortalizado, su inocente truco sirvió para comenzar a romper los muros del racismo. Jugó y lucho y jugó. Había sido educado dentro de los códigos de la honestidad en tiempos en los que la historia del primer Corinthian FC, inglés, se repetía como una letanía en el mundo del fútbol. Como escribió Ezequiel Fernández Moores en La Nación de Buenos Aires, “Corinthian FC rechazaba los penales, a favor o en contra, porque consideraba que ponían en duda la ‘honestidad’ del fútbol. Y, si un jugador rival se lesionaba, sacaba a uno de los suyos. Bandera del ‘fair play’, Corinthian, con su juego de ataque y pases cortos, era además un gran equipo. En 1884 goleó 8-3 a Blackburn Rovers, entonces campeón de la FA, y en 1904 propinó a Manchester United la paliza aún hoy más humillante de su historia (11-3)”.
Luego aparecieron los contratos, las presiones, los políticos, los salvadores del mundo, las marcas, la multiplicación de la ley de la oferta y la demanda, los nacionalismos, creer que el triunfo de unos pocos era el triunfo de muchos y la comprobación de una superioridad. Corinthian FC sucumbió ante ese nuevo mundo. Se jugaba, decían sus directivos, por placer, no por dinero. Antes de que el club explotara salió de gira por Brasil para jugar como se debía jugar al fútbol, para afirmar con una pelota en los pies que la época victoriana no había terminado. Cuando lo vieron, cinco pintores de casa y zapateros decidieron crear al equipo del pueblo: Corinthians. Sin embargo, el viejo espíritu amateur se había disuelto, y algunos que jugaban sólo por placer, como Fry, el capitán de Corinthian FC, acabaron corriendo desnudos por las calles de Brighton o proclamándose reyes de Albania.
El mundo empezaba a verlos como el pasado que ya nunca volvería, o como unos locos. El juego empezaba a dejar de ser un juego. El fútbol, sobre todo el fútbol, dejaba de ser aquel para transformarse en nación, raza, dinero, poder, patria.