A un año de su muerte: el fútbol no olvida a su rey, Pelé
Edson Arantes do Nascimento, para muchos el mejor futbolista de la historia, falleció hace un año, víctima de un cáncer. Este viernes se esperan masivos homenajes en Brasil.
Fernando Camilo Garzón
Con la ciudad en llamas hace unos días en aquella noche de diciembre, en la boca de más de un supersticioso debió sonar el nombre de Pelé. Sus fotos, con la sonrisa plena y la pelota abrazada por la mano derecha, bien pegada en la cintura, debieron adornar más de un altar, que entre camándulas, relicarios y rezos vacuos —rodillas al piso, ojos cerrados y manos al cielo— debían querer invocar el nombre de la leyenda para evitar la catástrofe. Debían implorar clemencia, recordando la mirada cariñosa del viejo héroe, que de repente parecía haber abandonado al equipo de sus amores. No podía ser coincidencia, para esos crédulos, que justo un año después de la muerte de su rey, Santos, el equipo que él volvió gigante, descendiera por primera vez a la segunda categoría. Tenía que ser un designio divino, una burla del destino.
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Con la ciudad en llamas hace unos días en aquella noche de diciembre, en la boca de más de un supersticioso debió sonar el nombre de Pelé. Sus fotos, con la sonrisa plena y la pelota abrazada por la mano derecha, bien pegada en la cintura, debieron adornar más de un altar, que entre camándulas, relicarios y rezos vacuos —rodillas al piso, ojos cerrados y manos al cielo— debían querer invocar el nombre de la leyenda para evitar la catástrofe. Debían implorar clemencia, recordando la mirada cariñosa del viejo héroe, que de repente parecía haber abandonado al equipo de sus amores. No podía ser coincidencia, para esos crédulos, que justo un año después de la muerte de su rey, Santos, el equipo que él volvió gigante, descendiera por primera vez a la segunda categoría. Tenía que ser un designio divino, una burla del destino.
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Ya pasó un año y no parece. Un día como hoy, Edson Arantes do Nascimento, O rei, Pelé, el magnífico, la leyenda, la pantera, el hombre que hizo más de 1.000 goles, el único que ganó tres mundiales, la perla irrepetible —una entre más de 40.000 millones—, murió a los 82 años, víctima de un cáncer de colón que le diagnosticaron en 2021 y contra el que batalló durante casi 15 meses.
Un año después, el mundo no olvida al que mejor jugó a la pelota, al rey del fútbol. No es mentira la coincidencia de la debacle brasileña. La azarosa circunstancia en la que, tras la partida de su monarca, Brasil se hundió en una de sus crisis más profundas, la pérdida de la identidad que Pelé, precisamente, fundó con sus piernas, su pecho inflado y su cabeza de genio y goleador. Fue él, el niño vulgar que con 17 años ganó una Copa del Mundo, el cimiento que dio paso al imaginario de la selección invencible, la verdeamarela del jogo bonito, la selección brasileña del rey Pelé.
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Importan las cifras, pero más el impacto. Las revoluciones de los mundiales de Suecia 1958, Chile 1962 y México 1970; las Copas Libertadores del 62 y el 63 y las Intercontinentales de ambos años, cuando Santos era el mejor equipo del mundo. En Brasil, en los torneos locales, el peixe era un ballet. Y afuera también danzaba, soltando la rienda de su pantera.
Eran épocas en las que dominaban el mundo y prometían cambiarlo; del blanco y negro al full color, de los héroes locales a los íconos planetarios. La belleza del fútbol brasileño revolucionó todos los estándares. Y en su ADN estaba en Pelé, el eléctrico, el mágico, el killer, el gambeteador, el guapo o, más fácil, el todo en uno, el hombresolo. Sobre su figura giraba la estructura, la sinfónica, el relojito; la samba y los tambores del mejor fútbol del mundo, la aplanadora de los brasileños.
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Fueron ellos, específicamente los del año 70, los que dieron el primer choque eléctrico que le dio corriente a nuestros tiempos, los contemporáneos. Mário Zagallo reunió a los mágicos y les dijo que los iba a poner juntos. Todos eran 10, todos eran buenos, todos eran de otra liga: Gerson, Pelé, Rivelino, Jairzinho y Tostão, no había uno malo en los cinco de arriba. Y atrás: Félix, Carlos Alberto, Brito, Piazza, Everaldo y Clodoaldo. La mejor selección de todos los tiempos. O rei jugó también con Didi, Garrincha y Nilton Santos. Pero, como esa banda que reunió en México, el mundo no volvió a ver algo parecido.
Hoy se habla de presión alta, recuperación tras la pérdida, verticalidad en las bandas y equipos compactos, que no separan sus líneas. Todo viene de ese equipo, la revolución que inspiró a Rinus Michels para su Naranja Mecánica, el equipo de Cruyff, el maestro de Guardiola. Es una línea genealógica que se encendió con la chispa de Pelé, el niño que jugaba descalzo con un balón de trapo en su natal Tres Corazones, el que vio llorar a su padre Dondinho por el Maracanazo en 1950 y le prometió, calmando sus lágrimas, que él le daría la Copa del Mundo a Brasil.
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Los grandes de la humanidad son recordados por sus revoluciones. Pelé fue único en su clase, la perla negra en un mundo consumido por el racismo. El primer gran ícono del fútbol, el cantante, el de los cuadros de Andy Warhol y el que también, dijo un día Romario, callado era todo un poeta. Siempre se juzgó su silencio, incluso cuando más oprimidos vivieron los suyos, el pueblo que lo había ungido desde su entraña como el gran monarca. Sin embargo, lo que Pelé tenía que decir lo dijo en la cancha.
“Cien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del fútbol. No había cumplido veinte cuando el Gobierno de Brasil lo declaró tesoro nacional y prohibió su exportación (...) Después de su gol número mil siguió sumando. Jugó más de 1.300 partidos en ochenta países, un partido tras otro a ritmo de paliza, y convirtió casi 1.300 goles. Incluso, una vez detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar. Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba a la carrera, pasaba a través de los rivales como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perdían en los laberintos que sus piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una escalera. Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera querían ponerse al revés, a la meta, para no perderse el golazo”, una pintura de Eduardo Galeano al referirse al más grande.
Hasta el último día habló de fútbol, confesó Edinho, uno de sus hijos, en una entrevista. “Papá estaría muy triste si viera cómo está el fútbol de Brasil ahora”, añadió. Y tiene razón, solo pasó un año, pero pasaron tantas cosas. No solo descendió el Santos, sino que la selección, la brillante canarinha, es un caos. Ya no brilla, se extravió en el limbo. Y en la ceguera, la angustia del rumbo perdido, empezó a mirar bien lejos a otras tierras, ignorando el legado, la raíz y el ADN dibujado por los pies de Pelé. Quién sabe si, cuando pasen muchos más años del adiós de su rey, Brasil seguirá tan extraviado. Quién sabe si algún día volverán a la fuente, la herencia del futbolista más grande que tuvo el mundo, aquel que los llevó a la cima.
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