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Así se incubó el Fifagate, el escándalo más grande en la historia del deporte

Hace cinco años, el mundo se enteró de las andanzas corruptas de los dirigentes del fútbol mundial. Una suciedad que se generó muchas décadas atrás, cuando Joao Havelange, presidente del ente rector del fútbol mundial por esos días, sentó las bases del mercadeo en el deporte.

Thomas Blanco
14 de junio de 2020 - 02:00 a. m.
Julio de 2015: cuando el comediante británico Lee Nelson le lanzó un fajo de billetes falsos al entonces presidente de la FIFA, Joseph Blatter, por los escándalos de corrupción en los que estaba salpicado.
Julio de 2015: cuando el comediante británico Lee Nelson le lanzó un fajo de billetes falsos al entonces presidente de la FIFA, Joseph Blatter, por los escándalos de corrupción en los que estaba salpicado.
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El discurso obligado, tan oxidado de João Havelange. Una declaración que se convirtió en su firma, pero que carga también las sombras de los pormenores de cómo se convirtió en el chef del horno de corrupción de la FIFA. Cuando el brasileño fue elegido el 11 de julio de 1974 como el primer presidente no europeo del ente rector del fútbol mundial, cargo que ejerció por 24 años hasta 1998, la FIFA, dice él, tenía poco más de 30 dólares en su cuenta bancaria. No llegaba ni a diez empleados a tiempo completo. Y los recursos que había llegaban provenientes de aquellos hinchas que pagaban por entradas para ver a sus equipos. Nada más.

Los excesos, lujos y excentricidades que se vislumbran en la actualidad eran un espejismo. Los dirigentes no les habían vendido el alma a las concupiscencias. Havelange, viejo zorro, megáfono de los países menos desarrollados que querían participar en una Copa del Mundo, pero que tenían el mismo voto que las potencias, se trepó al poder con una promesa: aumentar el número de países que participaban en el torneo de selecciones más importante del planeta. Cuando sucedió en el cargo a Stanley Rous, un inglés de maneras arcaicas, románticas y obsoletas para ese terreno fértil del mercadeo al que pronto iba sucumbir la FIFA, solo le hacía falta una cosa para trabajar: dinero, mucho dinero.

Havelange había crecido sin problemas en las playas de Rio de Janeiro. Faustin, su padre, inmigrante belga, tejió su fortuna a través del tráfico de armas. No era alérgico al estudio: entró a estudiar derecho en la prestigiosa Universidad Federal Fluminense y en 1940 ya se jactaba de ser abogado. También de ser un deportista de alto rendimiento, pues representó a Brasil en la natación en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. Y para 1952, cuando en su hoja de vida ya figuraba su cargo como expresidente del Fluminense, integró el equipo de waterpolo de su país en las olimpiadas de Helsinki 1952. Mezcló sus dos conocimientos y fue presidente de la Confederación Brasileña de Deportes, además de miembro del Comité Olímpico Brasileño y del Comité Olímpico Internacional.

Cuando Havelange se quedó con el cargo más importante del fútbol mundial encontró la fórmula para cumplir sus cometidos: el marketing. Un par de jóvenes le alumbraron el camino. Horst Dassler, hijo de Adi Dassler, fundador de Adidas, y sobrino de Rudolf Dassler, creador de Puma; y Patrick Nally, un publicista con pensamientos frescos. Querían que grandes marcas invirtieran grandes capitales a cambio de patrocinios exclusivos en los eventos de la FIFA. Una idea revolucionaria por esos días. “Dassler y Nally se dieron cuenta de que, en el fondo, la FIFA y todas las organizaciones de fútbol que esta controlaba eran las verdaderas entidades con el activo y no los propietarios del estadio; ese activo era el fútbol. El fútbol era el motivo por lo que la gente iba al estadio; el fútbol era la gallina de los huevos de oro”, apunta Ken Bensinger en su libro Tarjeta Roja, que describe los hechos de corrupción del FIFA Gate.

Ambos crearon un nuevo modelo de negocio llamado mercadotecnia deportiva, que consistía en comprar los derechos comerciales de la FIFA al por mayor para luego revenderlos por partes a los patrocinadores con ganancias astronómicas. Y así llegó la inversión de $8 millones de dólares de Coca Cola para convertirse en la primera marca que se convertía en socio de la FIFA y en el primer patrocinador mundial exclusivo en la historia del deporte. Nada volvería a ser lo mismo: un tiquete sin regreso.

Pero la compañía de gaseosas, ante el riesgo de un negocio sin precedentes, pidieron un funcionario que velara por sus intereses al interior de la FIFA. El elegido fue un administrador y experto en relaciones públicas que quiso ser jugador de hockey sobre hielo, pero que por su corta estatura no pudo: Joseph Blatter.

El suizo, perro guardián de Havelange, se convirtió en el primer funcionario de desarrollo de la FIFA. La inyección de capital de Coca Cola fue el pasaporte para por fin hacer un mundial con equipos de Asia, África y Oceanía. También para esos “bonos de desarrollo” que le entregaban, sin falta, sin burocracia, a las asociaciones miembro de la FIFA. Billetes que se traducían en votos que perpetuaban al brasileño en el poder cada cuatro años hasta 1998, cuando su ahijado lo reemplazó en su cargo.

Aunque Blatter no era el favorito para quedarse con la presidencia, pues el sueco Lennart Johansson, mandamás de la UEFA, tenía, barato, un favoritismo de 20 votos, quien ante la mirada de sorpresa del mundo fue derrotado en París a vísperas del Mundial de Francia 1998. La noche anterior a las elecciones, en el prestigioso hotel Le Méridien, el equipo de trabajo de Blatter le ofreció $100.000 dólares, la mitad en efectivo, a los países africanos para votar en bloque por el suizo, 18 aceptaron el soborno, según reveló Farra Ado, presidente de la Federación Somalí de Fútbol, cuatro años después.

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A medida que las pantallas y la globalización iban cogiendo fuerza, los derechos de televisión en el fútbol se convirtieron en la otra mina de oro de la FIFA. Darssler, ya desmarcándose de la sociedad con Nally, otra vez a la vanguardia, con el mismo modelo de antes, fundó la International Sport and Leisure (ISL) y fue la compañía, que, a punta de sobornos, mantuvo el monopolio comercial del ente rector del fútbol mundial. Un reinado que duró hasta mayo 21 de 2001, pues la ISL se declaró en bancarrota: se había extralimitado en la compra de derechos para luego venderlos. Una de las primeras fracturas y síntomas del tufillo de corrupción que saldría a la luz en la FIFA, una entidad sin ánimo de lucro, intocable, con 209 países agremiados, 16 más que la ONU.

Un hedor que llegó a las narices de Thomas Hildbrand, un fiscal en el cantón suizo Zug, que, al escarbar registros bancarios, allanó la sede de la FIFA en 2005 y comprobó cómo el ISL, entre 1989 y 2001, había desembolsado millones de dólares en sobornos a cuentas de Havelange y Ricardo Teixeira, su yerno y presidente de la Asociación Brasileña de Fútbol a cambio de derechos de televisión y de mantenerse como el principal socio comercial de la FIFA. El presidente de la Conmebol, Nicolás Leoz también recibió jugosas cantidades de dinero. Este hecho, inmortalizado en el libro Foul del periodista británico Andrew Jenning, es considerado como la génesis de la corrupción deportiva.

Sin embargo, a pesar de que ISL admitió en juicio haber hecho los sobornos, no pasó nada: ningún dirigente fue acusado y el maremágnum de corrupción siguió acentuándose con el correr de los años, del capitalismo y la globalización. Que empezó a tocar líneas absurdas con las designaciones de las sedes de los mundiales de Sudáfrica 2010 hasta Catar 2022. Quedó detallado cómo hubo una danza de sobornos para torcer los votos y un lobby sin precedentes por parte de jefes de estado, actores, expresidentes, magnates y famosos para endulzar oídos.

Un fenómeno de dineros bajo la mesa que explica cómo Rusia, un país de poca tradición, con un mandatario al que le importaba un carajo el fútbol, más bien fanático del hockey sobre hielo, pero consciente del aporte propagandístico que le puede dar; y Catar, otra nación que no tiene nada que ver con el balompié, donde las temperaturas en junio y julio, meses en los que se celebra el mundial, llegan a los 46 °C, pero que es el principal exportador de gas natural del mundo, se quedaron con las designaciones para albergar la Copa del Mundo.

Una votación, la más importante en la historia del fútbol, que se llevó a cabo el 2 de diciembre de 2010 en Zúrich, en la que Estados Unidos fue el gran perdedor al quedarse con las manos vacías para ser el anfitrión del torneo más anhelado y comercial del mundo del deporte. No alcanzó el lobby de la delegación norteamericana conformada por la estrella de la selección, Landon Donovan, el actor Morgan Freeman, el fiscal general adjunto Eric Holder y el expresidente Bill Clinton. Ni siquiera la llamada de Barack Obama pudo torcer el timón. “Cómo están nuestras posibilidades para 2022”, le preguntó el hombre más poderoso del planeta a Blatter, quien le respondió con un modesto “será difícil”. “Entiendo”. Nunca más volvieron a hablar. Y se empezó a cavar la tumba de la FIFA con la moral del Tío Sam por el piso.

Todo empezó el 16 de agosto de 2011 cuando el agente del Servicio de Recaudación de Impuestos (IRS, por sus siglas en inglés) Steve Berryman leyó en la agencia de noticias Reuters el siguiente titular: “El FBI examina los registros financieros de los jefes del fútbol”. En el contenido se hablaba de que el exótico, pero renombrado funcionario del fútbol de Estados Unidos, Chuck Blazer, amigo íntimo de Donald Trump, habría recibido más de 500 mil dólares en pagos sospechosos en un período de 15 años, tal cual lo detalla Ken Bensinger. Berryman examinó la declaración de impuestos de Blazer y se encontró con una sorpresa: el dirigente no había hecho declaraciones en los últimos 17 años. La punta de un escándalo sin precedentes.

Berryman llamó al FBI, quería unirse a la investigación. Y después de unos días le dieron los nombres de los dos agentes encargados del caso: Mike Gaeta y Jared Randall. Los fiscales Evan Norris y Sam Nitze también se sumaron en una comitiva que trabajó cuatro años hasta el detonante de lo que, con todo el despliegue mediático mundial posible, se empezó a conocer como el FIFA Gate el 27 de mayo de 2015 en Baur au Lac, el hotel más ilustre de Zúrich, en el marco de la votación que se iba a llevar a cabo dos días después para escoger el presidente de la institución. Joseph Blatter buscaba una nueva reelección frente a su oponente Ali bin Al Hussein. Pero todo lo dañó el desayuno más agrio en la historia del fútbol.

Cuando el FBI hizo una redada con todos los reflectores posibles en la que arrestó a dirigentes y empresarios relacionados con la FIFA. Menos al empresario argentino Alejandro Burzaco, CEO de Torneos, reconocida productora de contenido deportivo. Porque fue el único en madrugar y vio cómo la agencia de investigación más importante del planeta ingresaba al hotel. Actuó tranquilo, no se inmutó, tomó su café, terminó sus croissants y se hizo pasar por un turista. Luego desapareció mientras sus colegas salían uno a uno esposados desde el ascensor.

Burzaco se voló a Italia, estuvo prófugo de la justicia por 13 días, hasta que decidió entregarse a la justicia en la plaza principal de Bolzano luego de que su rostro inundara todos los noticieros del planeta. Burzaco tenía una sociedad con Jose Hawilla de Traffic y Mariano Jinkis de Full Play en una empresa llamada Datisa en la que habrían realizado pagos por más de 100 millones de dólares en 2013 repartiendo dinero a nueve presidentes de la CONMEBOL y a 11 oficiales más de la confederación. El negocio: mantener los derechos de televisión de varios eventos deportivos. Casos de corrupción sistemáticos que se fueron replicando al interior de cada país en su manejo del fútbol.

A pesar de la turbulencia, dos días después de la redada, Joseph Blatter fue reelegido como presidente de la FIFA con 133 votos a favor frente a 73 en contra para extender su mandato a 21 años potenciales. Pero unas horas después, por la catástrofe de sus colegas sudamericanos y un escándalo que también lo salpicaba, tuvo que renunciar a su cargo.

El FBI había acelerado su investigación gracias a la colaboración de Chuck Blazer, exfuncionario de fútbol de la CONCACAF, quien llevaba micrófonos ocultos a las reuniones y se convirtió alfil del caso luego de que se declarara culpable en secreto en 2013. Otro de los que había colaborado con la justicia fue Sergio Jadue, quien, tras renunciar a la presidencia de la asociación chilena, se instaló en Miami para rebajar su condena. Pagó una fianza de un millón de dólares que lo deja circular libre en el curso de su investigación y su juicio.

El caso de Luis Bedoya fue similar. El expresidente de la Federación Colombiana de Fútbol se declaró culpable de recibir sobornos desde 2007 hasta 2015 y es uno de los testigos principales que han venido destapando el caso de corrupción de la FIFA. En mayo de 2015, luego de las detenciones de algunos colegas, el economista de 60 años renunció a su cargo y se presentó de manera voluntaria para confesar sus delitos y colaborarle a la justicia.

Además de los conocidos sobornos por los derechos de televisión, también ha revelado cómo en la final de la Champions League, celebrada en Madrid, se conoció con un “catarí importante” que le pidió apoyo para que Catar fuera sede del Mundial 2022. Le ofrecieron alrededor de 15 millones de dólares que se repartirían entre los demás miembros de las federaciones de Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay y Bolivia. También cómo Nike ese mismo año intento sobornarlo para que la marca norteamericana se quedara con el contrato que ganó Adidas para vestir a la selección. Hoy por hoy, Luis Bedoya está radicado en Nueva York en silencio absoluto. Su lectura de sentencia se ha aplazado ocho veces en tres años y está programada, de momento, para el 1 de octubre de 2020.

A cinco años del FIFA Gate, dos de los principales protagonistas ya no viven: Chuck Blazer y Julio Grondona, presidente de la Asociación de Fútbol Argentino (AFA) por 35 años y vicepresidente de la FIFA. El argentino falleció de una aneurisma el 30 de julio de 2014, días después de la derrota de su país ante Alemania en la final de Brasil 2014, pero, sobre todo, meses antes de que estallara el escándalo de corrupción. Porque Grondona, elocuente como él solo, bien dijo en una reunión de amigos que hay que saber cuándo morirse.

Thomas Blanco- @thomblalin

tblanco@elespectador.com

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