Balada para un loco llamado Marcelo Bielsa
El próximo jueves, Colombia enfrentará a la selección celeste en un partido decisivo por las eliminatorias al Mundial de fútbol de 2026. El equipo charrúa es dirigido por el argentino Marcelo Bielsa, viejo conocido de la afición colombiana, a quien le dicen “loco” y que considera, entre otras cosas, que “un gran equipo es aquel que no se condiciona por el rival”.
Fernando Araújo Vélez
“Ya sé que estoy piantao, piantao”, decía el título de El Gráfico en una de sus portadas de los últimos años 90, sobre una fotografía de Marcelo Bielsa en una jornada de entrenamiento con la selección de Argentina. La frase, medio en español y medio en lunfardo, era parte de un tango que, a finales de los años 60, habían compuesto Astor Piazzolla y el poeta uruguayo Horacio Ferrer: “Balada para un loco”. Por aquellos tiempos, Bielsa era una especie de locura en la Argentina. Amado por unos, más que nada por los hinchas de Newell’s Old Boys, de Rosario, odiado por algunos, sobre todo por los fanáticos de Rosario Central, admirado por unos cuantos estudiosos y vilipendiado por los eternos “resultadistas” que en el fútbol jamás han faltado ni faltan ni faltarán, había impactado al mundillo de la pelota con Newell’s, en 1992, cuando lo sacó campeón y llegó a la final de la Copa Libertadores para perderla contra el São Paulo de Telê Santana por la vía de los penaltis.
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“Ya sé que estoy piantao, piantao”, decía el título de El Gráfico en una de sus portadas de los últimos años 90, sobre una fotografía de Marcelo Bielsa en una jornada de entrenamiento con la selección de Argentina. La frase, medio en español y medio en lunfardo, era parte de un tango que, a finales de los años 60, habían compuesto Astor Piazzolla y el poeta uruguayo Horacio Ferrer: “Balada para un loco”. Por aquellos tiempos, Bielsa era una especie de locura en la Argentina. Amado por unos, más que nada por los hinchas de Newell’s Old Boys, de Rosario, odiado por algunos, sobre todo por los fanáticos de Rosario Central, admirado por unos cuantos estudiosos y vilipendiado por los eternos “resultadistas” que en el fútbol jamás han faltado ni faltan ni faltarán, había impactado al mundillo de la pelota con Newell’s, en 1992, cuando lo sacó campeón y llegó a la final de la Copa Libertadores para perderla contra el São Paulo de Telê Santana por la vía de los penaltis.
En general, pocos lograban entender a qué quería jugar Bielsa ni, menos, cómo era o en qué pensaba, pero desde que había salido en cuanto noticiero hubiera gritado “¡Newell’s campeón, carajo!”, subido en los hombros de sus jugadores y dando la vuelta olímpica en el estadio de Boca Juniors, su nombre era sinónimo de fútbol. Ya entonces empezaba también a ser sinónimo de locura, y en el 98, cuando Julio Grondona, presidente de la AFA (Asociación del Fútbol Argentino), anunció que sería el reemplazo de Daniel Passarella para dirigir a la selección, comenzaron a filtrarse noticias, dichos, hechos e informes sobre Marcelo Bielsa. Que había sido defensa central y había jugado unos pocos partidos en la primera de Newell’s, que había sufrido una lesión algo delicada y que por ella había decidido abandonar su carrera de jugador. Que su padre, el doctor Bielsa, era uno de los juristas más valorados de Rosario y que había una calle con su apellido.
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Que en esa calle donde Marcelo Bielsa pasó parte de su infancia, él se la pasaba jugando a la pelota, y que un día de aquellos, siendo un “purrete”, como decían que le gustaba decir, estaba allí, enfrascado en una “final del mundo” contra sus compañeros y vecinos de barrio, cuando llegó la Policía con un infinito estruendo de sirenas, pitidos y órdenes de que se acababa el juego. Uno de los agentes que se la pasaba haciendo rondas por el barrio y conocía muy bien a sus habitantes, lo señaló y le dijo algo como “señor Bielsa, queda usted detenido con sus compinches de algarabía por alterar la tranquilidad pública”. Bielsa tenía la pelota entre sus manos y estaba a punto de cobrar un tiro de esquina. Su equipo iba perdiendo uno por cero. En tono de súplica, le pidió al policía que lo dejara patear el córner, que ya se iba a terminar el partido e iban perdiendo, pero el agente no lo dejó. Se paró en frente del balón, dio unos pasos hacia él y lo agarró con las manos.
Minutos más tarde, Bielsa y sus compinches seguían discutiendo por el partido y el resultado en la comisaría más cercana. Cuando sus padres llegaron por ellos, el niño que no pudo cobrar el tiro de esquina más valioso de su niñez solo decía y repetía que le devolvieran su balón porque con ese balón debían continuar con el partido que no había culminado. Años más tarde, más de 20, lo verían con el mismo gesto de impaciencia e ilusión recorriendo en su viejo Peugeot casi todo su país, la Argentina, de pueblo en pueblo, para armar en cada lugar una camada de jugadores que fueran entrenados como él quería, con sus indicaciones y sus locuras, y lo verían llenar cuadernos y cuadernos con apuntes y flechas que solo él entendía, y lo descubrirían feliz, pleno, cuando uno de aquellos muchachos, Darío Franco, llegó a primera división, y luego, unos meses más tarde, cuando debutó con la camiseta de la selección.
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Lo verían llorar y agarrar a puñetazos una de las paredes de un vestuario cuando Argentina quedó eliminada en primera ronda del Mundial de Japón y Corea, por allá en el 2002, y luego, desaparecer del mundo, perderse en su casa de campo, y lo verían y lo escucharían después en una conferencia de prensa mientras aseguraba que le habían renovado el contrato como técnico de Argentina luego de su fracaso, y que eso, que siguieran creyendo en él pese al fracaso, era un honor. Lo verían caminando por el borde de mil canchas, en mil estados diferentes, y lo verían armar sus maletas y llegar en el 2007 a la sede de la Asociación Nacional Chilena de Fútbol, en Santiago de Chile, para empezar a transformar al fútbol chileno desde sus raíces, y una y mil veces desapareció por la boca de un túnel para evaporarse al final de los partidos, sobre todo si los partidos terminaban en victoria, porque la gloria y la celebración debían ser de los jugadores, de los futbolistas, no de él ni con él, y menos aún en la cancha.
Más de una vez, las cámaras de televisión lo mostraron casi al borde de un ataque cardíaco, pálido, desencajado, como en el Mundial de Sudáfrica, cuando Chile por poco saca a España de la Copa del Mundo, y en más de una ocasión lo tuvieron que oír en una conferencia de prensa por horas y horas, explicando las razones últimas por las que había hecho un cambio o no, aunque solo quedara un periodista en la sala de prensa. Fue blanco de cientos de críticas, fue burla de sus detractores, luchó contra el sistema fútbol, pero más que eso, contra los valores de la sociedad del fútbol que priorizaban la victoria sobre los métodos. Alguna vez, siendo entrenador del Leeds United de Inglaterra, les pidió a sus jugadores que se dejaran hacer un gol del rival, pues iban ganado con trampa por un tanto anotado mientras el partido estaba casi en tiempo muerto. Años más tarde, habló de la trampa en el fútbol y dejó entrever que no se jugaba ni se vivía para cruzar los jardines por la mitad, pisoteando las flores.
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Con el paso del tiempo y de sus trabajos en Argentina y Chile, en Inglaterra, en España y en Francia, los críticos y el mundillo del fútbol fueron ubicando cada día más a Bielsa en el lugar de los formadores y, a la vez, de los perdedores. Sin embargo, otros encasilladores le hicieron estatuas y murales en Leeds, por ejemplo, y bautizaron el estadio de Newell’s con su nombre. Desde sus primeros partidos como técnico allí, poco a poco fue creando a su alrededor un infinito grupo de seguidores, como Gerardo Martino, Jorge Sampaoli, Eduardo Berizzo, Mauricio Pochetino, Gabriel Heinze y demás. Unos más, unos menos, todos copiaron e intentaron seguir los lineamientos planteados por Bielsa, tanto en lo futbolístico como en sus valores y principios. Incluso, algunas de las primeras y fecundas lecciones de fútbol que recibieron Leonel Scaloni y el cuerpo técnico de la Argentina campeona mundial de 2022 se las impartió Bielsa veintitantos años atrás.
Por aquel entonces, y pese a sus derrotas, hablaba de que era absurdo pensar que para conservar un resultado había que hacer lo contrario de lo que se había hecho para lograrlo. Condenado en la Argentina por la eliminación en el Mundial del 2002, lo habían masacrado por no jugar con dos centro delanteros, Batistuta y Crespo, por ejemplo, y por el vértigo que pretendía imprimirle a sus equipos, y por jugar al ataque, siempre al ataque donde fuera y contra quien fuera. Él seguía, sigue y siguió aferrado a su idea, “a la suya”, convencido de que su plan B en el fútbol y en la vida era siempre volver a usar su plan A. Si había elegido jugar en la vida, también había elegido hacerlo “a su manera”, para recordar el “My Way” que cantaba Frank Sinatra. A su manera, había sido el mejor equipo de las eliminatorias de la historia y a su manera había obtenido los títulos que logró con Newell’s Old Boys y con Vélez Sarsfield en los años 90.
A su manera, había comprendido que no había “un fútbol”, sino una innumerable cantidad de opciones, de “fútboles”, y que se podía jugar rompiendo las tácticas y los esquemas que se habían diseñado y usado por siempre. Creía, creyó y estaba convencido de que era preciso innovar. Para innovar, se reunió con Joseph Guardiola a comienzos de siglo en su casa-finca de las afueras de Rosario y habló de fútbol con él, de innovar, de esquemas e ideas nuevas por algo más de 11 horas seguidas. Para innovar, y por innovar, rompió tradiciones y se rebeló contra lo dado cuando dirigió a Chile, al Bilbao y al Leeds, y por donde anduvo logró potenciar a decenas de futbolistas que de sus equipos de talla B pasaron a jugar de titulares en sus selecciones. Por innovar, por su obra, su sello y su firma, lloró, pateó, puteó y peleó.
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