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El estadio estaba a reventar y casi se cae cuando Camilo Vargas le tapó el segundo penalti de la tanda definitiva a León. Cobro abajo, a su palo izquierdo. Hizo la atajada y se quedó tranquilo, sin aspavientos. Miró al cielo, mandó un beso tímido y señaló con ambas manos para arriba. Sereno, como si nada hubiese pasado. Atlas no aprovechó la ventaja y falló el siguiente remate.
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Pasaron los cobros y todos fueron adentro, hasta la última ronda. Iban 3-3 y Camilo volvía a la palestra. Al punto penalti llegó una de las leyendas del club de las panzas verdes: Luis el Chapito Montes. El rostro del colombiano estaba tenso, concentrado en la pelota. El cobro fue al mismo lado, pero era más difícil de atajar que el anterior. Vargas estiró las manos hacia abajo cuando el cuerpo parecía impulsarlo para arriba. Paró el remate y ante el griterío en las gradas, Vargas no se inmutó. De nuevo tranquilo. Mirada al piso y a sufrir en la esquina porque, ahí sí, cuando el resultado no dependía de sus reflejos, la ansiedad lo carcomía. Caminaba de lado a lado, desesperado, esperando que la agonía acabara y Atlas cortara su sequía de 70 años. Y cuando Julio César Furch anotó el tanto definitivo, todo explotó. En las gradas, el júbilo, la emoción y las lágrimas; en la cancha, Camilo Vargas, arrodillado en el suelo con los brazos extendidos y los ojos cerrados, abrazando uno de los títulos más importantes de su carrera.
“Es una revancha para Camilo Vargas, que es un referente de este equipo, pero que contra Pumas había sido señalado por un error. Pero Camilo es un líder silencioso. No habla con los medios, pero lo hace en la cancha y hoy pudo reivindicarse”, decían los relatores en la transmisión, mientras la hinchada se desbordaba y los jugadores celebran el campeonato.
Camilo Vargas ha sido así toda su vida: introvertido y de pocas palabras. Lo dice su papá, Oswaldo Vargas: “Camilo siempre fue muy serio porque él es muy profesional. Siempre supo lo que quería. Vivía por el fútbol y tenía muy claro a dónde quería llegar”.
Vargas empezó en el fútbol desde pequeño, jugando en las canchas de micro del barrio Cundinamarca y también del Samper Mendoza. Ahí lo vio un profesor de su colegio, que lo llevó a Maracaneiros con permiso y acompañamiento de su familia.
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En la casa de los Vargas son cuatro hijos, una mujer y tres hombres. Y todos jugaron al fútbol. De hecho, Camilo empezó su obsesión con la pelota porque seguía a sus hermanos mayores, sobre todo a Oswaldo, que también fue arquero. Y no es que Camilo haya empezado su carrera en el arco. En el barrio él jugaba adelante, haciendo goles. Pero un día, cuando faltó el arquero en la escuela, a Camilo lo mandaron a la portería, por su contextura, y ahí se quedó.
Su padre recuerda que se le veía la madera y que los entrenadores siempre valoraron el carácter y la veteranía que Vargas demostraba en la portería, a pesar de ser solo un niño.
“Camilo siempre fue muy técnico y por eso siempre se destacaba con respecto a los demás. Hay muy pocos arqueros que jueguen bien con los pies y Camilo es uno de esos”, resalta su papá. De esa relación, la de la pisada de la pelota y la cercanía con los goles, viene el que él sea un portero goleador. Recuerda Oswaldo un partido en el que Maracaneiros jugaba con Ecopetrol. Último minuto, 0-0. Necesitaban la victoria y Camilo le pidió permiso para subir al área contraria en un tiro de esquina. Vía libre y el director técnico del otro equipo les dijo a sus dirigidos que no se preocuparan por la marca, “que los arqueros nunca hacen goles”. Cobraron, Camilo la paró de pecho y remató al ángulo. Un día inolvidable. Como lo fue ese encuentro en el que le anotó con Santa Fe a Millonarios, también de un cobro de esquina, pero esa vez la metió de cabeza. Una noche que quedó grabada en la memoria santafereña.
Camilo llegó al club cardenal después un torneo del Olaya. Les encantó a los entrenadores del león, porque, a pesar de que tenía sobrepeso, en ese entonces estaba pasado casi veinte kilos, tenía madurez y mucha calidad bajo los tres palos.
En el expreso rojo fue Pedro Sarmiento quien le dijo que si quería ser profesional tenía que ponerse en forma. Y Camilo se puso a punto, siguiendo al pie de la letra el plan de acondicionamiento físico. Dos meses para bajar quince kilos. Lo logró y el fruto de su esfuerzo y su trabajo los recompensó el tiempo. Para su papá será imborrable el 11 de marzo de 2007, cuando Camilo debutó contra Equidad en Techo, después de que Óscar Castro se lesionó faltando 15 minutos para terminar el encuentro. “Yo no me lo imaginaba porque en Colombia es muy difícil que a un pelado de 16 años le den la oportunidad. Y ver a un hijo debutar es de las alegrías más grandes que se puede tener en la vida”.
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Camilo ya es un experimentado. En Santa Fe alcanzó a ser ídolo, por sus campeonatos y su figuración en la época dorada de los cardenales. En Nacional tuvo pocos minutos, por eso se fue Argentina y, cuando volvió, en Cali encontró una oportunidad. En los últimos años se convirtió en un fijo de la selección y fue a Brasil 2014, Rusia 2018 y, si Colombia entra a Catar, seguramente estará en el Mundial de 2022.
A pesar de los triunfos de los últimos tiempos, de su heroísmo en el título de Atlas, de su recorrido y gran carrera, Camilo Vargas no cambia su esencia. Esa mirada adusta, esas cejas fruncidas, esa boca torcida y mirada profunda. La seriedad de alguien que siempre tuvo claro su destino y tomó con su mano las riendas. Dice su padre que esa introversión se le va cuando está con sus hijos, a los que adora como a nadie. Cuando ve a su hijo Josué, que brilla en las inferiores de Atlas, se emociona como no se emociona ni con sus propios logros.
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Incluso a Oswaldo le pasa lo mismo porque ve reflejado en el niño el camino que transitó con su hijo. “Camilo le dice al pelado que por nada se meta al arco. Que a él le toca adelante, donde se marcan los goles”. Y en el amor de su hijo por su nieto, el padre de Camilo realmente encuentra la alegría, porque en los recuerdos de todo un camino, transitado con esfuerzo, está la recompensa de años de lucha que solo el fútbol puede transformar en instantes que se debaten entre la felicidad y la añoranza.