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Antes de viajar al Mundial de México 1986, Le Coq Sportif, la marca deportiva que patrocinaba a la selección de Argentina, diseñó un modelo con diminutos agujeros para mejorar la transpiración de los jugadores, una prenda liviana. Fue un pedido de Carlos Salvador Bilardo, un entrenador testarudo y caprichoso, con un juicio agudo y controlador, un hombre pendiente de cada detalle, de cada movida, de cada situación. Y respondiendo de manera sacrosanta a la solicitud, el diseño de la camiseta celeste, la principal, fue tal cual la visualizó el DT. Sin embargo, el 20 de junio de 1986, dos días antes del partido contra Inglaterra por los cuartos de final, la FIFA determinó, o, mejor dicho, la suerte dictaminó que el equipo suramericano jugara con su segunda indumentaria, la azul.
“Sólo tenemos esta, Salvador”, le dijo el utilero al DT, que en un impulso de facilismo tomó las tijeras y empezó a cortar la camiseta tratando de emular los huecos de una prenda calada, dando a entender que era lo que quería para el encuentro. Bilardo no sólo dañó un par de prendas, también puso en un dilema a toda la gente encargada de la logística, que tuvo que salir a las calles de la ciudad de ciudad de México a buscar en cada tienda deportiva modelos similares, de la misma marca y que cumplieran con los requisitos del entrenador. (Gracias a Argentina el fútbol es lo que es)
Dispuesto a todo, el equipo de utilería se dividió en dos grupos para abarcar más territorio. De primerazo encontraron prendas caladas, pero sin la marca, después viceversa, incluso unas para jugar fútbol americano. Con Bilardo respirando en la nuca, presionando como un miembro de la Gestapo, la situación empeoró. Más de uno no durmió buscando la manera de solucionar el problema, de hallar lo que el estratega quería. Y a un día del encuentro, uno de los asistentes encontró en una tienda pequeña dos modelos diferentes y de inmediato, peleándose el taxi con unos turistas, se las llevó a Bilardo en la concentración.
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“No, no me gustan”, fueron las cuatro palabras displicentes con las que respondió el entrenador, a manera de orden. Hechas las sumas y las restas, sólo quedaban 22 horas para el partido y Argentina no tenía indumentaria para enfrentar a los ingleses. Y mientras salían del camerino cabizbajos, con las prendas en las manos, arrugadas como un trapo viejo, apareció Diego Armando Maradona, tomó una de las camisetas y sonrió. “Esta está bien, eh, me gusta. Está linda”. Sólo fue que el 10 diera su aprobación para que Bilardo cediera, a regañadientes, ante la aceptación del grupo.
Con el lío resuelto, fue necesario buscar el escudo y los números para estamparlos en las prendas. Por fortuna, el hijo de un directivo del club América, lugar que sirvió de sede para la selección, tenía la insignia en su computadora y se comprometió a plotear la cantidad necesaria sin cobrar un solo peso. Dos utileros buscaron los números, de tono plateado grisáceo y, con todas las camareras del hotel a su disposición, pasaron la noche entera con plancha en mano para que los dorsales quedaran perfectamente adheridos y sin bordes levantados.
El resultado: una prenda apta para el juego, elegante, con el escudo viejo sin los laureles en la parte superior y unos números de fútbol americano. Un trabajo que pasó de ser rutinario a asfixiante, para que los futbolistas pudieran hacer lo suyo. El resto, lo que ocurrió en el partido, es historia. Lo cierto es que mucho antes del pitazo inicial, Argentina ya estaba jugando su propio encuentro, el de las famosas, odiadas y después queridas camisetas azules.