El arte del “Palomo” Usuriaga en Argentina
El exatacante colombiano llegó en 1994 a Independiente y no tardó en convertirse en ídolo. Dejó ese país tras ser suspendido por dopaje. Volvió y se hizo eterno en un modesto club de Córdoba.
“¿Este negro muerto de hambre nos va a venir a salvar?”, preguntó un hincha del Club Atlético Independiente en la platea del desaparecido estadio la Doble Visera (hoy el Libertadores de América), en 1994, en uno de los primeros partidos de Albeiro Usuriaga López como futbolista del rojo de Avellaneda. Tres años antes se había retirado el máximo emblema de la institución, Ricardo Enrique Bochini, y los fanáticos se encontraban en la búsqueda de un nuevo ídolo. Y llegó desde América de Cali, con el que ganó dos títulos de primera división tras haberse consagrado en la Copa Libertadores de 1989 con Atlético Nacional.
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“¿Este negro muerto de hambre nos va a venir a salvar?”, preguntó un hincha del Club Atlético Independiente en la platea del desaparecido estadio la Doble Visera (hoy el Libertadores de América), en 1994, en uno de los primeros partidos de Albeiro Usuriaga López como futbolista del rojo de Avellaneda. Tres años antes se había retirado el máximo emblema de la institución, Ricardo Enrique Bochini, y los fanáticos se encontraban en la búsqueda de un nuevo ídolo. Y llegó desde América de Cali, con el que ganó dos títulos de primera división tras haberse consagrado en la Copa Libertadores de 1989 con Atlético Nacional.
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El Palomo era tímido en sus primeros meses en Argentina. Hablaba poco, pero su arte expresaba millones en el verde césped. Sus zancadas eran indefendibles para los adversarios. Sus enganches, hermosos para el paladar negro del hincha de Independiente. A pesar de su 1,92 de estatura, era el más hábil de ese plantel con la pelota en sus botines. Inventaba acciones que solo se gestan en los cerebros de los genios y sus derechazos terminaban con la pelota en la red rival. “Eso es lo que hacen los grandes jugadores: eligen la opción más difícil para los rivales”, dice Eduardo Sacheri, reconocido escritor e hincha de Independiente, en el documental Palomo, de Directv.
Un traje blanco, que obtuvo luego de ganar un partido en sus comienzos con la pelota, fue el causante de un apodo que se sería inmortal en el fútbol argentino, gracias a un talento distinto, ese que tienen los elegidos. “Un tocado por la varita del dios del fútbol”, agrega un simpatizante de Independiente que observó cómo en un partido contra Banfield, en el clausura 1994, Usuriaga voló a los cielos de lo inimaginable: anotó un gol, asistió en dos y arrancó la jugada de otro más. El 4-0 encaminó el venidero título local. De esa campaña también se recuerda su exhibición ante Gimnasia y Esgrima de La Plata.
Justamente en un encuentro contra El Lobo se inventó una de sus gambetas para eludir inesperadamente a dos defensores y quedar de frente contra el arquero. Tiró una rabona. No fue gol. Una genialidad que no tuvo la culminación anhelada. Daniel Godín, amigo del crack, cuenta que después le reveló: “Si hacía el gol de rabona, iba al árbitro, le sacaba la tarjeta roja, me la mostraba y me iba de la cancha”. Y, quizá, su locura lo hubiera llevado a hacerlo realidad. Esa cualidad la utilizaba para bien y para mal. Afuera del terreno de juego ostentaba objetos de oros en su vestuario y se excedía con las diversiones de la noche.
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Adentro, sus piernas color sombra eran la felicidad de miles. “Lo del Palomo ha sido conmovedor”, afirma Miguel Ángel Brindisi, técnico del astro colombiano en Independiente, quien recalca que, además de que la cancha del rojo se venía abajo ovacionándolo, lo aplaudían hinchas de otros equipos. Se convirtió en ídolo rápidamente y no tardó en ser la portada de El Gráfico, logro destinado para pocos en la historia del deporte argentino, al que llegó en marzo de 1994 luego de conversar con Héctor Grondona, hermano de Julio y por entonces presidente de Independiente. Se reunieron en el bar Sancho, y Usuriaga aceptó vivir a media cuadra de la sede del club.
Días después, El Palomo se cansó y se fue a vivir al gran Buenos Aires. Desde allí iba hasta Avellaneda en un carro de su color favorito: el rojo. Con esa camiseta también conquistó la Supercopa en 1994 y la Recopa Sudamericana en 1995. En 1997 dio positivo por cocaína en un control antidopaje y fue suspendido dos años por la Asociación del Fútbol Argentino. Ricardo Gareca, quien había sido compañero suyo en América y era su entrenador en ese momento, dijo al respecto: “La solución, de ninguna manera, es mantenerlo al margen de su trabajo. Es cortarle las piernas a un ser humano que cometió un error. Todos cometemos errores”.
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La equivocación lo hizo jugar en Colombia (Millonarios y Atlético Bucaramanga) durante el tiempo de la suspensión. En 1999 reapareció en Argentina. A Usuriaga le comentaron que sería contratado por un equipo de Córdoba. Pensó en Talleres y Belgrano, pero el club era General Paz Juniors, un humilde conjunto del torneo argentino A. “Quería retornar. Sigue siendo fútbol, más allá de que sea una categoría baja. Si me va bien, creo que tendré la oportunidad de regresar a primera”, manifestaba un Palomo que volvió a hacer arte en un equipo al que apodan “Poeta”. Plasmó versos en formas de golazos y logró el ascenso a la Primera B Nacional.
Hay hinchas de General Paz Juniors que dejan de lado los cuentos infantiles y en la noche les relatan a sus hijos las hazañas de un hombre que de niño lloraba constantemente, que jugaba a ser rico, que le temía a la oscuridad y que era enormemente apegado a su madre. Uno que en sueños se le apareció a ella y le dijo: “Mamá, me voy solo”. Uno que fue asesinado a balazos el 11 de febrero de 2004 en el barrio 12 de Octubre, de su natal Cali, mientras jugaba a las cartas en un establecimiento nocturno al frente de su casa. Se fue a los 37 años y será eternamente recordado en Argentina por sus alas inigualables de inspiración.