El hombre que pasa la cuarentena en un estadio de fútbol
Andrés Perales y uno de sus hijos viven en La Rosaleda, la casa del Málaga de España. El Espectador quiso conocer la historia de la familia que tiene una casa a la que le caben 30.100 personas.
Camilo Amaya
Andrés Perales ha cambiado su ritmo circadiano. Ya no es necesario madrugar; tampoco acostarse temprano. Ahora todo se basa en sentir y comportarse según lo que el cuerpo pida, porque el tiempo también se mide con el cuerpo. Andrés tiene 83 años y se levanta a las dos de la tarde, toma la merienda, vuelve y se recuesta y a las siete queda con los ojos como un par de lunas llenas.
Solo hasta pasada la una de la mañana concilia el sueño. En esta época del año, de clima agradable y tardes de sol, aprovecha un par de horas para caminar. Lo hace alrededor del terreno de juego del estadio La Rosaleda, después por el campo anexo donde entrena el primer equipo de Málaga y regresa para darle un vistazo a las tribunas vacías. Ya le toma más tiempo hacer un recorrido que antes no pasaba de unos cuantos minutos. Pero esa pausa le permite ser más minucioso y detallista, y darse cuenta de que un estadio sin gente no es un estadio. Y que La Rosaleda, su casa, está deshabitada así él lleve unos cuantos años viviendo allí.
“Extrañas el bullicio, el grito de 30.000 personas, los cánticos antes y después, claro, si se gana. Es estar en una mole de concreto que pierde su espíritu”. Las palabras son de Andrés Jr., uno de los siete hijos de Perales y el único que vive con él en La Rosaleda, cerca al parqueadero, por la puerta 18, al final del escenario, en un apartamento adecuado donde se alcanza a ver la parte de atrás de la pantalla gigante y el campo de entrenamiento, así como el comedor del equipo y el gimnasio. Los dos pasan ahí la cuarentena, mientras que las hijas de Perales son las que compran los alimentos, entran y salen en una región de España en la que la cifra de muertes por el COVID-19 es de 184, y donde esperan con afán que llegue mayo, con su humedad y su calor, para que se limite la capacidad de propagación del virus (según un estudio de la Agencia Estatal de Meteorología).
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Perales empezó a trabajar con el Málaga en 1966 como chofer del Flecha Azul, el autobús que llevaba al equipo por toda España para sus partidos de visitante. Unas diez horas para ir a Madrid, veinte para llegar a Barcelona. En las cuestas muy empinadas era necesario bajarse y empujar un poco, todos juntos. Después pasó a ser el conserje e hizo las veces de vigilante cuando el presupuesto se redujo. Durante la noche rondaba la cancha en su bicicleta y con un perro cariñoso, pero rabioso con los extraños, para proteger el escenario y las oficinas del club. En esa época también le tocó encargarse del césped.
“Lo sembraba manualmente con cuatro gitanos que vivían a unas cuantas cuadras. Lo manteníamos impecable. Tanto así que una vez que vino el Barcelona le escuché decir a Johan Cruyff que en Cataluña no había césped de tal calidad”. Incluso fue masajista cuando un fisioterapeuta se enfermó luego de una gira. “Ha hecho de todo, solo le faltó ser jugador”. Esa devoción y entrega con la institución hizo que el Málaga le propusiera vivir en La Rosaleda en 1995. El club remodeló lo que fueron los calabozos para el Mundial de España 1982 y adecuó un par de habitaciones para Perales, su esposa, Antonia, y sus siete hijos.
“De niño, mis amigos venían los fines de semana, cuando no había partidos, y mi papá nos armaba unas tiendas alrededor de la cancha y te sentías como si estuvieras acampando. A veces jugábamos en la cancha, que parecía un tapetito”. Los Perales también sufrieron otro episodio complicado cuando el equipo tuvo una de las tantas crisis económicas de su historia (antes se llamaba Club Deportivo Málaga). Andrés dejó de cobrar sueldo durante seis meses y para tener recursos manejaba en las noches el taxi de un amigo. De ahí salía el dinero para comer y comprar la gasolina, poner a funcionar las máquinas para cortar el césped y evitar que se pudriera. “Cuando embargaron el estadio, la jueza que vino a hacer la diligencia nos permitió quedarnos. El resto del personal fue sacado. Nos tocó asumir las labores. Yo llegaba del colegio y me ponía a trabajar con mi padre”.
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El virus que tocó La Rosaleda
Para Andrés Perales, esta no es la primera dificultad que afronta viviendo en el estadio del Málaga. Eso sí, no recuerda una tan grave en la que fuera tan complicado recuperar el hábito de la realidad, que lo obligara a permanecer en casa tanto tiempo. Sin embargo, hay un antecedente, hace treinta años, por el cual La Rosaleda también fue cerrada. No se trató de una pandemia como ahora, sino de una epidemia: una gripe fuerte de doce jugadores de Logroñés que llevó a la Federación Española de Fútbol a cancelar el partido con el Club Deportivo Málaga. “Ahora, cuando el equipo parece enrachado, cuando la mentalidad de los jugadores ha cambiado, resulta que los rivales están en cama, casi en su totalidad, con el termómetro en la boca. No vamos a cuestionar si será verdad o mentira. Vamos a creer que Logroñés actúa de buena fe”, se lee en el artículo publicado por el Diario Sur.Mucho tiempo después, sano e incansable, Andrés rememora ese suceso, pero no lo equipara con lo que ahora lo obliga a él y a su hijo, más que todo a su hijo, a sobrevivir la dureza de la dificultad. “Mi papá ya no se preocupa por nada. Hace mucho, desde que se jubiló, las preocupaciones quedaron atrás”. Por ahora, mientras la cuarentena pasa, Andrés Perales seguirá encerrado en su cabeza, porque corporalmente puede salir las veces que quiera al lugar en el que siempre le gustó estar: La Rosaleda.
icamaya@elespectador.com
Andrés Perales ha cambiado su ritmo circadiano. Ya no es necesario madrugar; tampoco acostarse temprano. Ahora todo se basa en sentir y comportarse según lo que el cuerpo pida, porque el tiempo también se mide con el cuerpo. Andrés tiene 83 años y se levanta a las dos de la tarde, toma la merienda, vuelve y se recuesta y a las siete queda con los ojos como un par de lunas llenas.
Solo hasta pasada la una de la mañana concilia el sueño. En esta época del año, de clima agradable y tardes de sol, aprovecha un par de horas para caminar. Lo hace alrededor del terreno de juego del estadio La Rosaleda, después por el campo anexo donde entrena el primer equipo de Málaga y regresa para darle un vistazo a las tribunas vacías. Ya le toma más tiempo hacer un recorrido que antes no pasaba de unos cuantos minutos. Pero esa pausa le permite ser más minucioso y detallista, y darse cuenta de que un estadio sin gente no es un estadio. Y que La Rosaleda, su casa, está deshabitada así él lleve unos cuantos años viviendo allí.
“Extrañas el bullicio, el grito de 30.000 personas, los cánticos antes y después, claro, si se gana. Es estar en una mole de concreto que pierde su espíritu”. Las palabras son de Andrés Jr., uno de los siete hijos de Perales y el único que vive con él en La Rosaleda, cerca al parqueadero, por la puerta 18, al final del escenario, en un apartamento adecuado donde se alcanza a ver la parte de atrás de la pantalla gigante y el campo de entrenamiento, así como el comedor del equipo y el gimnasio. Los dos pasan ahí la cuarentena, mientras que las hijas de Perales son las que compran los alimentos, entran y salen en una región de España en la que la cifra de muertes por el COVID-19 es de 184, y donde esperan con afán que llegue mayo, con su humedad y su calor, para que se limite la capacidad de propagación del virus (según un estudio de la Agencia Estatal de Meteorología).
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Perales empezó a trabajar con el Málaga en 1966 como chofer del Flecha Azul, el autobús que llevaba al equipo por toda España para sus partidos de visitante. Unas diez horas para ir a Madrid, veinte para llegar a Barcelona. En las cuestas muy empinadas era necesario bajarse y empujar un poco, todos juntos. Después pasó a ser el conserje e hizo las veces de vigilante cuando el presupuesto se redujo. Durante la noche rondaba la cancha en su bicicleta y con un perro cariñoso, pero rabioso con los extraños, para proteger el escenario y las oficinas del club. En esa época también le tocó encargarse del césped.
“Lo sembraba manualmente con cuatro gitanos que vivían a unas cuantas cuadras. Lo manteníamos impecable. Tanto así que una vez que vino el Barcelona le escuché decir a Johan Cruyff que en Cataluña no había césped de tal calidad”. Incluso fue masajista cuando un fisioterapeuta se enfermó luego de una gira. “Ha hecho de todo, solo le faltó ser jugador”. Esa devoción y entrega con la institución hizo que el Málaga le propusiera vivir en La Rosaleda en 1995. El club remodeló lo que fueron los calabozos para el Mundial de España 1982 y adecuó un par de habitaciones para Perales, su esposa, Antonia, y sus siete hijos.
“De niño, mis amigos venían los fines de semana, cuando no había partidos, y mi papá nos armaba unas tiendas alrededor de la cancha y te sentías como si estuvieras acampando. A veces jugábamos en la cancha, que parecía un tapetito”. Los Perales también sufrieron otro episodio complicado cuando el equipo tuvo una de las tantas crisis económicas de su historia (antes se llamaba Club Deportivo Málaga). Andrés dejó de cobrar sueldo durante seis meses y para tener recursos manejaba en las noches el taxi de un amigo. De ahí salía el dinero para comer y comprar la gasolina, poner a funcionar las máquinas para cortar el césped y evitar que se pudriera. “Cuando embargaron el estadio, la jueza que vino a hacer la diligencia nos permitió quedarnos. El resto del personal fue sacado. Nos tocó asumir las labores. Yo llegaba del colegio y me ponía a trabajar con mi padre”.
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El virus que tocó La Rosaleda
Para Andrés Perales, esta no es la primera dificultad que afronta viviendo en el estadio del Málaga. Eso sí, no recuerda una tan grave en la que fuera tan complicado recuperar el hábito de la realidad, que lo obligara a permanecer en casa tanto tiempo. Sin embargo, hay un antecedente, hace treinta años, por el cual La Rosaleda también fue cerrada. No se trató de una pandemia como ahora, sino de una epidemia: una gripe fuerte de doce jugadores de Logroñés que llevó a la Federación Española de Fútbol a cancelar el partido con el Club Deportivo Málaga. “Ahora, cuando el equipo parece enrachado, cuando la mentalidad de los jugadores ha cambiado, resulta que los rivales están en cama, casi en su totalidad, con el termómetro en la boca. No vamos a cuestionar si será verdad o mentira. Vamos a creer que Logroñés actúa de buena fe”, se lee en el artículo publicado por el Diario Sur.Mucho tiempo después, sano e incansable, Andrés rememora ese suceso, pero no lo equipara con lo que ahora lo obliga a él y a su hijo, más que todo a su hijo, a sobrevivir la dureza de la dificultad. “Mi papá ya no se preocupa por nada. Hace mucho, desde que se jubiló, las preocupaciones quedaron atrás”. Por ahora, mientras la cuarentena pasa, Andrés Perales seguirá encerrado en su cabeza, porque corporalmente puede salir las veces que quiera al lugar en el que siempre le gustó estar: La Rosaleda.
icamaya@elespectador.com