La Eurocopa de 1976 y el penalti a lo “Panenka”
El jugador campeón del torneo continental con la selección de República Checa impuso una nueva forma de marcar desde los 11 pasos.
Juan Diego Forero Vélez
“Solo un idiota o un genio lo habría pateado así”. Eso dijo Pelé luego de que Checoslovaquia ganara la Eurocopa de 1976 y resumió, sin saberlo, el pensamiento de todos los que habían presenciado el lanzamiento de Antonín Panenka. Para muchos el fútbol es solo un deporte vacío, sin emociones y plano; para otros, es pasión, vida y lujuria. Cuando Panenka se paró frente al balón, todo el continente europeo se paralizó. Los adultos empezaron a jalarse los cabellos con crudeza, e incluso algunos empezaron a rezar a dioses que hasta entonces no conocían, con convicción ciega.
Panenka no era muy conocido fuera de su país en 1976. Era un sujeto lozano, con ojos tristes, un bigote largo, como una herradura, y un gran espíritu combativo, como el de cualquier otro habitante del mundo, aleatorio, prescindible, común, ordinario. Pero cuando puso el balón en el punto de penalti y supo que el mundo entero lo estaba mirando, su vida se transformó. Dio un suspiro, levantó la cabeza, miró con calma a Sepp Maier, en la portería, agazapado en la línea, debajo de los tres palos inmensos que formaban su objetivo, y luego, con simpleza, dio un par de pasos hacia atrás, como cualquier otro jugador habría hecho antes de patear un penalti.
En su cabeza revivió todos los partidos pasados. Todos sus goles y asistencias. Las faltas, los gritos y la asfixia generada por los 120 minutos jugados de la final contra Alemania Federal. Vio cómo el gol de Ján Svehlík entró en la portería defendida por Maier tras un par de rebotes y cómo Karol Dobias aumentó la diferencia con un disparo violento desde afuera del área.
Sintió de nuevo el fastidio que le causó el gol de Dieter Müller y la agonía que le provocó el empate de Bernd Hölzenbein a un minuto del final. Cuando se paró en seco, a unos pasos del balón, todo pasó ante sus ojos con claridad. Como cualquier otro jugador decidió a qué dirección lanzaría, pero no como todos, ni fuerte, ni preciso, ni siquiera elocuente, lo hizo diferente. Tan solo, diferente.
Sepp Maier cometió una pequeña imprudencia. Su compañero Ulrich Hoeneb había fallado su disparo y dependía de él mantener a su equipo vivo en la competencia. Si marcaba, Alemania no podría revalidar el título conseguido cuatro años atrás, lo que significaba una vergüenza para el equipo, también, vigente campeón del mundo; pero Sepp cometió un error, diminuto e imperceptible, pero inconcebible. Mientras Panenka corría raudo hacia la pelota, él, inconscientemente, se inclinó hacia el lado que había decidido atajar, y en esa milésima de segundo Antonín tomó la decisión de hacer historia. Llegó al balón sin posibilidad de frenar y lo pateó con la punta del botín, con una caricia tierna que lo lanzó en una parábola perfecta y suave que cayó como un algodón en medio del arco descubierto.
Y mientras los narradores deportivos del mundo se peleaban entre ellos, y lo llamaban, algunos, genio y otros loco, él corrió con los brazos levantados hacia sus compañeros, para celebrar la primera y única Eurocopa que ha conseguido ganar Checoslovaquia hasta la fecha.
“Por supuesto que me hice famoso por el penalti. Pocos jugadores han entrado realmente a la historia del fútbol. Cada vez más jugadores lo tiran así y estoy orgulloso de ello. Pero, por otro lado, me decepciona un poco que cuando dices el nombre ‘Panenka’, todos piensen inmediatamente en el penalti. Todo lo que hice, los goles, pases y el resto de actuaciones… todo está olvidado. Ese penalti lo ahogó todo”, dijo a RTVE el protagonista de esta historia con la misma mirada triste que mantuvo hace 48 años.
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“Solo un idiota o un genio lo habría pateado así”. Eso dijo Pelé luego de que Checoslovaquia ganara la Eurocopa de 1976 y resumió, sin saberlo, el pensamiento de todos los que habían presenciado el lanzamiento de Antonín Panenka. Para muchos el fútbol es solo un deporte vacío, sin emociones y plano; para otros, es pasión, vida y lujuria. Cuando Panenka se paró frente al balón, todo el continente europeo se paralizó. Los adultos empezaron a jalarse los cabellos con crudeza, e incluso algunos empezaron a rezar a dioses que hasta entonces no conocían, con convicción ciega.
Panenka no era muy conocido fuera de su país en 1976. Era un sujeto lozano, con ojos tristes, un bigote largo, como una herradura, y un gran espíritu combativo, como el de cualquier otro habitante del mundo, aleatorio, prescindible, común, ordinario. Pero cuando puso el balón en el punto de penalti y supo que el mundo entero lo estaba mirando, su vida se transformó. Dio un suspiro, levantó la cabeza, miró con calma a Sepp Maier, en la portería, agazapado en la línea, debajo de los tres palos inmensos que formaban su objetivo, y luego, con simpleza, dio un par de pasos hacia atrás, como cualquier otro jugador habría hecho antes de patear un penalti.
En su cabeza revivió todos los partidos pasados. Todos sus goles y asistencias. Las faltas, los gritos y la asfixia generada por los 120 minutos jugados de la final contra Alemania Federal. Vio cómo el gol de Ján Svehlík entró en la portería defendida por Maier tras un par de rebotes y cómo Karol Dobias aumentó la diferencia con un disparo violento desde afuera del área.
Sintió de nuevo el fastidio que le causó el gol de Dieter Müller y la agonía que le provocó el empate de Bernd Hölzenbein a un minuto del final. Cuando se paró en seco, a unos pasos del balón, todo pasó ante sus ojos con claridad. Como cualquier otro jugador decidió a qué dirección lanzaría, pero no como todos, ni fuerte, ni preciso, ni siquiera elocuente, lo hizo diferente. Tan solo, diferente.
Sepp Maier cometió una pequeña imprudencia. Su compañero Ulrich Hoeneb había fallado su disparo y dependía de él mantener a su equipo vivo en la competencia. Si marcaba, Alemania no podría revalidar el título conseguido cuatro años atrás, lo que significaba una vergüenza para el equipo, también, vigente campeón del mundo; pero Sepp cometió un error, diminuto e imperceptible, pero inconcebible. Mientras Panenka corría raudo hacia la pelota, él, inconscientemente, se inclinó hacia el lado que había decidido atajar, y en esa milésima de segundo Antonín tomó la decisión de hacer historia. Llegó al balón sin posibilidad de frenar y lo pateó con la punta del botín, con una caricia tierna que lo lanzó en una parábola perfecta y suave que cayó como un algodón en medio del arco descubierto.
Y mientras los narradores deportivos del mundo se peleaban entre ellos, y lo llamaban, algunos, genio y otros loco, él corrió con los brazos levantados hacia sus compañeros, para celebrar la primera y única Eurocopa que ha conseguido ganar Checoslovaquia hasta la fecha.
“Por supuesto que me hice famoso por el penalti. Pocos jugadores han entrado realmente a la historia del fútbol. Cada vez más jugadores lo tiran así y estoy orgulloso de ello. Pero, por otro lado, me decepciona un poco que cuando dices el nombre ‘Panenka’, todos piensen inmediatamente en el penalti. Todo lo que hice, los goles, pases y el resto de actuaciones… todo está olvidado. Ese penalti lo ahogó todo”, dijo a RTVE el protagonista de esta historia con la misma mirada triste que mantuvo hace 48 años.
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