La nostalgia de Juan Sebastián Peñaloza, figura de la sub-17 de Colombia

Le asesinaron a uno de sus hermanos, por el que hoy se motiva para seguir marcando con el equipo nacional. Su sueño: jugar en Atlético Nacional.

Camilo Amaya
16 de octubre de 2017 - 02:43 a. m.
Juan Sebatián Peñalosa, figura de la selección colombiana sub-17 de fútbol.  / AFP
Juan Sebatián Peñalosa, figura de la selección colombiana sub-17 de fútbol. / AFP
Foto: EFE - ELVIS GONZALEZ
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Su verdadero nombre debió haber sido Juan Sebastián Rodríguez Peñaloza. En el sentido estricto de las cosas, primero el apellido de Édgar Antonio y después el de Luz Helena. Pero las discusiones, el no entenderse con la palabra, mucho menos en el amor, llevó a que fuera registrado en la notaría de Quibdó, al lado de la estación de Policía, como Juan Sebastián Peñaloza.

No nació en un centro de salud, vino al mundo en la casa, con una partera, entre toallas y dos platones de agua tibia, con Luz Helena respirando y pujando, con una mujer enorme animando, dando fuerza para impulsar la vida. El goleador de la selección de Colombia sub-17 en el Mundial de India llegó a Medellín cuando tenía cuatro meses con sus tres hermanos y sus papás. El barrio Mirador de Calasanz no fue una elección, fue la única opción. Un lugar en el que la violencia intimida, genera nostalgia y produce silencios.

Aprendió a jugar fútbol en la cancha Blanquizal, un terreno de arena que, en ese entonces, con cualquier lluvia penetrante se convertía en un barrizal. Allí iba cuando salía del colegio Camilo Mora Carrasquilla y se quedaba hasta por la noche, pegándole a la pelota, jugando a ser grande, queriendo lo que todos querían: ser futbolista. “Me tocaba ir por él y traerlo a la brava”, rememora su mamá. Muchas veces lo castigó por eso, llamó a la disciplina a punta de correazos y obligó a una ducha nocturna para quitar la suciedad del juego.

“No me vayás a pegar en los pies que no puedo jugar después. Castígame, sí, pero no me pegués en los pies”, le decía Juan, consciente de su falta y dispuesto a asumir las consecuencias. No volvió a llegar tarde después del 27 de febrero de 2013, cuando quedó enajenado al ver a su mamá gritando y llorando descontrolada. “Me lo mataron, me lo mataron”. Wálter, uno de sus hermanos mayores, se fue a visitar a la novia con unos amigos y eligió la cuadra que no era, por la que no se podía pasar, pues el mandato de otros como él, de 16 años, no lo permitía. Nunca se supo quién ni cómo.

“Cruzó una frontera invisible”, el rumor que se regó por el barrio. La pena fue tan dura, que durante varios meses Juan Sebastián se puso los audífonos del celular que le había regalado su mamá para escuchar la música que componía su hermano. Porque mientras él hacía goles, Wálter improvisaba, inventaba y se divertía con la rima de las palabras, con la satisfacción de crear algo diferente “ No volvió a ser el mismo”.

Hubo consuelos sin argumentos, una sensación de vacío que empieza en el estómago y que sube hasta el pecho como si alguien estuviera apretujando el corazón. Juan Sebastián entendió que sobrevivir, en su barrio, era un verbo que venía de otro: obedecer. “Que te vayas por este lado, que no llegués tarde a la casa, que mirá lo que le pasó a tu hermano por no tener en cuenta las recomendaciones”, las frases con las que Luz Helena trató de mantener alejado a su hijo de una realidad tosca y brusca, ajena por momentos, pero que los afectaba directamente por el simple hecho de vivir en la Comuna 13 de la capital antioqueña.

“Creo que después de eso sólo lo tuvo que castigar una vez más, el día del cumpleaños 14 que le fui a comprar una torta y una gaseosa para festejar y se me salió sin permiso”. Ya no hubo más clásicos paisas que dividían la casa, con Wálter y la camiseta del Medellín, y Juan Sebastián y la de Nacional. En el medio, Luz Helena apoyando los goles de uno, conmemorando los del otro. “Me sentaba ahí para que no empezaran a discutir”. “La vida lo golpeó, nos golpeó, pero hemos tratado de seguir adelante”, dice su mamá cuando se refiere a un sector de la ciudad en el que los hombres tienen el poder y las mujeres, el carácter.

“Por fortuna las cosas han bajado y ya no se escucha tanto muerto por ahí. Todo es más tranquilo, sin retenes, sin balaceras”, apunta no sin antes  recordar que con el asesinato de uno de sus hijos se rompió el orden natural de las cosas, el de la vida, pues “ningún padre debería llorar a un hijo. Lo justo es que fuera al revés”. Aún le queda Juan Sebastián, el menor del hogar, el que le dedica los goles en India, tres para ser exactos. Un joven que tuvo que madurar sin reparos porque a veces no basta con ser libre, sino sentirse liberado, y eso es precisamente lo que le da el fútbol: libertad. Una fabricada desde la nostalgia y con grandes proyecciones, y con la que espera vestir algún día la camiseta de Atlético Nacional.

@CamiloGAmaya

Por Camilo Amaya

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